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Un taxi se detiene frente al restaurante. De él se baja una joven singular.

Interrumpí la lectura y cerré los ojos. Estaba tan nervioso que pensé que iba a desmayarme. Debe de referirse a Musa, razoné. Según su propia declaración, ella había llegado antes que yo. Sin embargo, cabía la posibilidad de que me hubiera mentido, o de que, simplemente, se hubiera equivocado al recordar. Reuniendo fuerzas, proseguí.

La noche y las farolas la dibujan un momento antes de entrar en el restaurante. Lleva un vestido negro muy breve que le desnuda la espalda. Sus largas piernas son de ensueño. Es una figura hermosa, irrepetible. Parece una modelo.

Lo es, sin duda. «Lo es, sin duda». Toda la ansiedad que había estado sintiendo hasta ese momento se desplomó a mis pies como una bandeja de cristales frágiles. La cara me ardía. Musa no me había engañado, por tanto: aquella noche había estado en La Floresta. Continué la lectura sin esperanza, cada vez más seguro de que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber. Ocho páginas más allá llegaba yo. Rosalía apenas me dedicaba dos líneas.

Un Opel oscuro estaciona en la acera. Se baja un tipo bajito y barbudo, con gafitas, de aspecto ridículo. Entra en el restaurante.

La cabeza empezaba a dolerme. Mis ojos pugnaban por llorar. Devoré frases, descripciones del vecindario, una pelea callejera, un gato negro hurgando entre los cubos de basura, la calle vacía, nuevos clientes (una pareja de ancianos, una familia), un grupo de jóvenes cantando, el silencio y los coches, las 10 menos cuarto, las 10 menos 10, las 10 menos 5… Perdí la esperanza. El final se aproximaba.

Llegué a la última página sin poder apenas respirar. ¡Nadie ha leído con más ansiedad el final de un libro! Constaba de 10 líneas. Las 3 primeras se dedicaban a comentar el rugido de una moto que pasó a toda velocidad provocando los airados insultos de un probo transeúnte. Entonces, tras un punto y aparte, venían las 7 últimas líneas:

A las 10, otro Opel oscuro estaciona en la acera. Se baja una mujer. Lleva chaqueta negra y bolso. Su pelo castaño claro está recogido en un moño, como el de la chica alta que llegó hace más de media hora. Pero ésta no parece modelo. Antes de entrar en La Floresta se quita el abrigo. Su vestido negro ceñido al cuello le desnuda la espalda. Su figura es… Pero ya no la veo. Ha entrado muy rápido.

Así terminaba el libro de Rosalía Guerrero. Pero para mí comenzaba todo de nuevo. Había dos mujeres. Dos mujeres vestidas de forma similar: Musa y ELLA. Yo tenía razón. Grisardo tenía razón. Modesto tenía razón. Cerré el libro, descolgué el auricular del teléfono, introduje unas monedas y marqué un número. Cuando el contestador automático de las oficinas de Horacio Neirs me dejó hablar, dije:

– Señor Neirs: la literatura y yo teníamos razón.

Y me eché a llorar de pura felicidad.