Únicamente dos datos son seguros: que el dichoso dactilograma es una copia y que su título, En las tiendas griegas, es posterior a mil novecientos dieciocho, porque fue en ese año que César Vallejo escribió el poema del cual ese título está sacado. De los setenta años transcurridos desde entonces, en los primeros cuarenta, o en los primeros treinta a lo sumo, en la selva apretada de esas tres décadas, Soldi y los demás saben que hay que buscar las semanas, los meses o, y es la hipótesis más probable, los años en que la novela fue escrita. Y en cuanto al autor, ningún indicio permite todavía identificarlo. No hay ningún nombre encima o debajo del título escrito en la primera hoja, en mayúsculas entrecomilladas, en el medio y en la parte superior del espacio en blanco de unos ocho o nueve centímetros, después del cual, a un solo espacio, entre márgenes estrechos, se inicia el texto de la novela que únicamente logra detenerse, con los mismos puntos suspensivos con los que comenzó, ochocientas quince páginas apretadas más tarde. El tema es la guerra de Troya y el lugar, la llanura de Escamandro, frente a los muros de la ciudad sitiada, donde se ha instalado el campamento griego, como lo anuncia el título con tono rigurosamente descriptivo y documental. Las ochocientas quince páginas se desarrollan, de la primera a la última, sin excepción, en el campamento. Ni una sola vez el narrador va del otro lado de los muros y, si la novela termina cuando las puertas de Troya se abren para dejar pasar el caballo de madera, la escena está vista desde lejos, por un viejo soldado que ignora el engaño que sus propios aliados han urdido. Los troyanos son figuras diminutas y fantomáticas que se pasean a lo lejos por los parapetos, las torres y las murallas, y que de tanto en tanto una flecha silenciosa, surgida de algún punto impreciso de la llanura, exacta, escamotea. Como el resto de lo existente, Troya parece ser para el narrador, al mismo tiempo, cercana y remota.

Entre los amigos de Washington, el descubrimiento del dactilograma produjo, demás está decir, un revuelo desmesurado, y de los muchos enigmas que encierran las ochocientas quince páginas, la identidad del autor es uno de los más densos. La hija pretende que se trata de su propio padre, pero la palabra novelista en labios de Washington tenía siempre un matiz despectivo. Lo que viene complicando al máximo la situación es que Julia tiene guardado el dactilograma en una caja de metal, y no permite que salga de Rincón Norte ni que se haga una copia. Soldi fue el primero en obtener la autorización de leerlo, que gracias a una negociación laboriosa consiguió extender a Tomatis y a Marcos Rosemberg. Los tres están entusiasmados con el texto, y completamente desorientados en lo relativo a la identidad del autor y a la fecha aproximada de redacción. El único indicio material que poseen es el cuerpo tipográfico más bien grande de la máquina de escribir que sirvió para copiar el manuscrito, de un modelo anterior a la Segunda Guerra Mundial probablemente, en buen estado de funcionamiento a juzgar por el hecho de que las ochocientas quince páginas han sido escritas con la misma máquina, que ya estaba bastante usada si se tiene en cuenta que desde las primeras líneas del texto algunas teclas mal calibradas golpean ligeramente más arriba del renglón imaginario sobre el que se van estampando, y que en ciertas partes del texto, a causa de la cinta bicolor, muchas letras son negras en la parte superior y de un rojo desteñido, debido a una impresión imperfecta, en la base.

Demás está decir que, desde hace por lo menos un año, gracias a los comentarios epistolares de Tomatis, Pichón está al tanto de la existencia de la novela. Muchas horas en París las ha llenado especulando sobre la identidad posible del autor, sobre la probabilidad de que existan en la ciudad o en el país, o donde fuese, otras copias polvorientas guardadas en el fondo de un ropero o de una valija, e incluso algún sobreviviente de la época capaz de aportar su testimonio para aclarar el misterio. A los pocos días de llegar a la ciudad, durante una conversación con Tomatis, el tema fue tratado en detalle y se pusieron de acuerdo para ir, gracias a la intervención diplomática de Soldi y gracias también a sus medios de transporte puestos a disposición por su padre, hasta Rincón Norte, para visitar la casa de Washington que hacía tanto tiempo que Pichón no veía, y echarle de paso una ojeada al dactilograma.

Y, justamente, eso es lo que han hecho durante el día transcurrido. Soldi había prometido llevarlos en auto, pero al día siguiente nomás de programar el viaje, lo llamó a Tomatis para proponerle, si él y Pichón estaban de acuerdo, ir a lo de Washington no en auto por el camino de la costa, sino en lancha por el río. De modo que esa mañana, a eso de las diez, cuando el calor ha comenzado a apretar a decir verdad, se han encontrado en la entrada del Yacht Club, del otro lado de la laguna, Tomatis, Pichón, Alicia y el Francesito, como lo llaman en la ciudad sus nuevos amigos al hijo de Pichón, y Soldi y el tripulante de la lancha que ya estaban esperándolos desde hacía un rato. Bajo unos eucaliptos plantados cerca de la orilla, la lancha del padre de Soldi, " La Rubita ", ha estado también esperándolos, por decirlo de algún modo, balanceándose con la cadencia plácida, en la mañana ardiente y sin viento, de la corriente, proa hacia la tierra, y ya desembarazada por el tripulante de la lona que la protegía. La lancha es blanca, limpia, amplia, con su cabina en el medio y en la popa la cubierta protegida del sol por un toldo a rayas blancas y verdes; en la heladera encastrada en el rincón exiguo de la cabina que sirve de cocina, Pichón, Soldi y el tripulante han acomodado todo lo necesario para un picnic, fruta, huevos duros, queso, jamón, agua, gaseosas, sardinas, cerveza en lata, y después de distribuirse en las banquetas de la cubierta, bajo el toldo rayado, han esperado, con una excitación leve a causa del paso del suelo firme a la movilidad del agua, que la lancha zarpe, haciendo sacudir, mediante las ondas que generaba a medida que avanzaba maniobrando despacio, y que se renovaban constantemente, las hileras de embarcaciones amarradas a la orilla, fantasmales, informes y ciegas bajo la lona que las envolvía.

Apenas si ha estado menos caluroso en el medio del río que en las orillas, pero el desplazamiento de la lancha y la sombra del toldo a rayas gruesas verdes y blancas, les han permitido aprovechar un vientito fresco. El agua, a causa del sol que ha estado subiendo, ha cabrilleado en las orillas y todo alrededor de la lancha que, al internarse en los riachos más estrechos, y al formar la estela que se desplegaba en ángulos cada vez más abiertos y en ondas sucesivas, ha ido sacudiendo las plantas acumuladas en las orillas, helechitos acuáticos, juncos, camalotes y totoras, que forman una transición inestable y enmarañada, líquida y sólida a la vez, entre la tierra firme y el agua. Como la distancia entre la ciudad y Rincón Norte no es demasiado grande, han navegado despacio y dando rodeos por islas y riachos, para no llegar antes de la hora fijada -las dos y media- con la hija de Washington. No han podido ver, en todo el cielo, hasta el horizonte visible, ni una sola nube, ninguna otra presencia aparte del sol árido, centelleante, rodeado de astillas y manchas en fusión, como si hubiese estado chorreando materia ígnea a lo largo de su desplazamiento. De tanto en tanto algún pájaro, un benteveo de panza amarilla, un cabeza colorada, una corbatita, un martín pescador, alborotándose en las orillas cercanas a causa del ronroneo del motor, han acompañado, sin proponérselo, saliendo bruscos de entre las ramas de los arbustos o de los árboles enanos, recubiertos de plantas trepadoras y saliendo disparados por aturdimiento y por pánico en su misma dirección, el desplazamiento de la lancha. La vegetación de un verde viejo, blanquecino, sin brillo, que sufre al mismo tiempo del exceso de agua y de la prolongación inhabitual del verano, les ha parecido ir destiñéndose todavía más a medida que la luz subía en el cielo, para fluir desde el cénit y penetrar parejamente en las cosas y, por más opacas y macizas que fuesen, volverlas ondulantes y translúcidas. Y cuando han amarrado en una orilla para comer, a la sombra ilusoria de unos sauces raquíticos, sin siquiera bajar de la lancha, el vientito fresco del desplazamiento en la cubierta, bajo el toldo a rayas verdes y blancas, ya no ha soplado más para secar las gotas que van dejando rastros atormentados en sus caras sudorosas. En plena luz cenital, durante un buen rato, hasta la lona tensa del toldo se volvió translúcida, y, lo mismo que en una pantalla, las ramas inmóviles de los sauces proyectaban su sombra sobre las rayas verdes y blancas, traspasaban la tela y eran visibles desde la cubierta. Únicamente los dos adolescentes no sudaban: indiferentes a la excursión, al paisaje, a la conversación de los adultos, a lo exterior en una palabra, serios, casi hoscos, bien bronceados a causa de las muchas horas pasadas en la playa, salían de tanto en tanto de su silencio para hablar en voz baja entre ellos, aislados en la banqueta de popa, de la que se levantaron solamente a la hora del almuerzo para ir a buscar a la cabina un huevo duro o una gaseosa.

Sin embargo, antes y después de comer -bien liviano por cierto a causa del calor- los adolescentes se dieron un chapuzón, de modo que los cuatro adultos, enfrascado cada uno en el ronroneo monótono y deshilachado que fluye sin fin en el fondo de cada uno y que se hace más intenso en el sopor general de la siesta, los han visto, a través de sus párpados entrecerrados, levantar penachos blanquecinos de agua con sus brazadas y sus pataleos que resonaban y repercutían en el aire caliente y soñoliento y que, al agitar el agua, formaban ondas concéntricas rítmicas y rápidas que hacían balancear la lancha, meciendo con suavidad a sus ocupantes adormecidos. Aparte de una que el tripulante ha ido mezclando en un vaso de cartón con naranjada, las latas de cerveza quedaron intactas en la heladera: el calor, el rumor constante del motor que, después de detenerse, ha seguido resonando un buen rato en la memoria, y la fatiga del día incesante, han sido hasta el anochecer alcohol suficiente para empañar, con sus estremecimientos ínfimos pero continuos, la transparencia interna que vacila y se adelgaza. A eso de las dos, rompiendo como se dice el silencio centelleante y alborotando de nuevo a los pájaros ocultos entre las ramas de la orilla, la lancha ha retomado el rumbo de Rincón Norte para ir a arrimar, despacio y sin sombra de falsa maniobra, junto a un embarcadero estrecho de madera ennegrecido por la intemperie, adecuado tal vez para los períodos de creciente, pero demasiado alto para la profundidad actual del riacho, de modo que el tripulante ha debido abordar la orilla por la popa, prescindiendo del muelle de madera, para facilitar la bajada de sus pasajeros. Durante un kilómetro por lo menos, han seguido dos huellas paralelas, arenosas, separadas por una banda central cubierta de pasto reseco y blanqueado de polvo, y por fin han empezado a divisar, por entre las masas de vegetación bien verde y cuidada del patio, las tejas color ladrillo de la casa de Washington. Una criolla vieja, vestida con un batón floreado, trayendo en la mano una pantalla de cartón, obsequio publicitario de algún negocio de la ciudad, con la foto de una estrella de cine en el anverso y el nombre y la dirección del negocio en el reverso, les abrió el portón de tejido y los condujo a la casa por un sendero de lajas blancas irregulares, abierto entre canteros florecidos todavía en marzo gracias a la sombra de los árboles que bordean todo el perímetro del terreno o se levantan, sólidos, bien regados y sin ningún orden particular, en diversos puntos del patio. La hija de Washington los ha esperado en la galería protegida del sol por plantas trepadoras cuyas ramas intrincadas y retorcidas forman una fronda tan apretada que apenas si deja pasar, por algunos huecos, rayos luminosos que estampan unas manchas irregulares en las baldosas relucientes y coloradas. Sin Washington la casa le ha parecido a Pichón un poco más grande de lo que la consideraba en su recuerdo, y tal vez por eso también un poco más desolada. La hija, en cambio, lo acogió con una amabilidad y una ostentación de placer que a Pichón le han parecido exageradas, porque era la primera vez que la veía, pero la conclusión que sacará más tarde de esos signos excesivos de hospitalidad es que, en pleno conflicto compulsivo con el grupo local de amigos de Washington, tal vez sin siquiera haberlo decidido de un modo conciente, ha considerado como una buena medida táctica tomar como aliado a uno que únicamente está de paso por la ciudad. La simpatía servicial que le demostró pretendía quizás demostrar, por contraste, la responsabilidad de los otros en las escaramuzas locales. Pero todo el encuentro ha transcurrido en un ambiente diplomático aburrido y un poco solemne. Estudiándola de tanto en tanto con disimulo, Pichón ha llegado a la conclusión de que Julia parece haber heredado los cabellos blancos, lacios y sedosos del padre, y tal vez algo de su simplicidad espartana, y la opulencia, la buena educación, y la elegancia algo convencional de la madre. Y, al entrar en la biblioteca, tan familiar para él en otras épocas, al transponer otra vez después de tantos años la puerta, ha creído percibir un olor de cera, atenuado pero real, en el que parecía cristalizarse el cambio de dominio o de influencia sobre el lugar, el paso de la camaradería viril del anciano solitario con la fatalidad rugosa y fugitiva de las cosas, al combate constante de la voluntad femenina por preservarlas, tratando de detener o mejor aun de hacer retroceder, la polución, el desgaste, el óxido, la desintegración.