En su tentativa intermitente y discreta de auscultarlo, con una mezcla de curiosidad y de solicitud, Tomatis no ha logrado obtener gran cosa, y al cabo de algunos encuentros -se han venido viendo casi todos los días- el interés inmediato de los temas que abordan, la vivacidad de las noticias que intercambian y el placer intrínseco de la conversación, además de la rapidez con que han restablecido los viejos hábitos, los han hecho desinteresarse de lo que pudiera haber detrás de la mirada imperturbable y clara de Pichón, de sus frases lentas y elaboradas, de sus risas medidas y pensativas y de sus pausas, cortas o interminables, que no revelan, del interior supuestamente misterioso y sin fondo, nada en particular. En cierto sentido, ha terminado por decidir Tomatis, es una forma de cortesía, y le parece, o al menos lo desea, que Pichón piensa y siempre ha pensado algo semejante de su propio comportamiento, el de Tomatis, que, para no abrumar al interlocutor con quejas, confidencias o argumentos demasiado penosos, adopta una indolencia mundana y dicharachera.

Sin habérselo propuesto, y sin siquiera consultarse mutuamente, han resuelto, casi por instinto, tomar las cosas como vienen, una a una en la sucesión tal vez ilusoria en la que se presentan, sopesarlas con atención desapasionada, y dejarlas después seguir como quien dice su camino. A esta altura de sus vidas, y del modo más inesperado, el presente les da la impresión de ser el mejor de los mundos posibles. La juventud les parece haber quedado en una zona arcaica y fabulosa, más lejana e improbable que la dimensión en la que levitaban, en otros tiempos, livianos y sumarios, los dioses, un limbo concluido, brillante, inaccesible a la experiencia pero también a la memoria, y a pesar de eso, y aunque cada minuto que viven los aproxima, como jugando, a la nada, en la cual desaparecerá todo lo vivido, lo pensado y lo recordado, desde la idea de universo, hasta la más inconcebiblemente diminuta de las partículas, pasando por todas las variaciones intermedias que existen entre las dos, y en particular en esta noche calurosa de fin de marzo, dan la impresión de ser macizos, sólidos y despreocupados, indolentes y sanos, concentrados en lo inmediato como el cirujano en una operación delicada, el atleta en el salto que se dispone a dar, o el sibarita en un sorbo de vino fresco.

Soldi -Pinocho para los amigos, como ha dicho Tomatis en el momento de la presentación- los viene a su vez observando en los últimos quince días. Desde un par de años atrás, cuando se acercó por primera vez a Tomatis, lo oye hablar con frecuencia de los mellizos Garay, uno de los cuales desapareció hace unos ocho años, sin dejar rastro como se dice, y el otro vive en París desde hace más de veinte. Según Tomatis, eran tan idénticos que la gente los confundía todo el tiempo y ellos mismos, sin siquiera haberse puesto de acuerdo de un modo explícito, contribuían con maniobras sutilísimas, por pura broma o por razones oscuras incluso para ellos, a aumentar la confusión. De modo que, ahora que ha conocido personalmente a uno, a Soldi le parece que los dos han entrado a través de su experiencia en su imaginación, y que se ha filtrado en ella, probablemente ya para siempre, la misma confusión. El único ejemplar todavía viviente del inconcebible ente repetido que supo atravesar la luz del día en la ciudad durante tantos años, le sirve a Soldi como referencia empírica para representarse, cuando escucha a Tomatis hablar de ellos, a cualquiera de los dos e incluso a los dos a la vez, como una misma imagen desdoblada y no como dos seres autónomos y diferentes.

A veces, cuando escucha hablar a Tomatis y a Pichón, si bien todo lo que dicen lo divierte y le interesa, después, cuando se queda solo, tiene que someterlo a una especie de traducción: los juicios que emiten le parecen exactos en el momento en que los escucha, pero en las horas y en los días siguientes los descompone en todos sus elementos simples, sometiendo cada uno de ellos a un examen riguroso. La compañía de esos dos cuarentones irónicos y tranquilos, ya más cerca de los cincuenta que de los cuarenta a decir verdad, lo delecta aunque, o tal vez por eso mismo, las convenciones que presiden su conversación se le escapan. Aunque la relación que mantiene con ellos, y sobre todo con Tomatis, con quien desde hace más o menos dos años se ve casi todas las semanas, se ha establecido en un plano de igualdad, Soldi cree notar que, cuando se dirigen a él, los dos amigos cambian imperceptiblemente de tono, y sus frases parecen volverse levemente más claras y explicativas que las que intercambian, elípticas y llenas de sobreentendidos, cuando hablan entre ellos. Y, sin embargo, por nada del mundo se privaría de su compañía, por nada del mundo excepción hecha quizás de alguna mujer hermosa, bastante mayor que él de preferencia, una de esas mujeres plenas y maduras a las que la leyenda juvenil les atribuye una infinita sabiduría sexual, capaz de llenar de magia oscura y de sensaciones inolvidables y secretas los encuentros carnales.

– Aunque se llama Soldi y tiene mucha plata, es sinceramente nominalista -le ha dicho Tomatis a Pichón el día de la presentación. Y después, para coronar la alabanza-: Le sobra polenta como pensador.

Él se ha sentido gratificado por ese elogio ligeramente zumbón, y también agradecido, ya que Tomatis no ignora sus esperanzas de poder instalarse un par de años en el extranjero, en Europa o en Estados Unidos, para estudiar teoría literaria, ni las expectativas que ha despertado en él la llegada de Pichón, de quien podría obtener alguna ayuda para sus proyectos. En su obstinación por realizarlos no hay por cierto ninguna ambición profesional como se dice, sino la creencia, que parece generar cierto escepticismo en Tomatis y revelar en él, en Soldi, alguna ingenuidad, de que si adquiere una ciencia de la creación detallada y segura, el sentido de la exaltación misteriosa que desde que aprendió a leer le procuran esos encadenamientos mágicos de palabras, le será revelado. La libertad relativa que le otorga la fortuna familiar, en vez de inducirlo a multiplicarla, o a aprovecharla para viajar, figurar en sociedad o hacerse corredor de autos -el padre, Aldo Soldi, tiene, entre sus muchos negocios, la representación de una marca alemana de automóviles-, le ha permitido instalarse en su extraña obsesión por las palabras, tan íntimamente entrelazadas, desde su infancia, con los pliegues más recónditos de su propio ser, que ya le es imposible desembarazarse de la convicción, firme como un sortilegio, de que un instrumento capaz de desentrañar el sentido de esos tejidos abigarrados, será al mismo tiempo la clave para comprenderse, siquiera fragmentariamente, a sí mismo.

Otro asunto estimula el interés común de Soldi, Pichón y Tomatis. Después de la muerte de Washington Noriega, unos ocho años atrás, casi en los mismos días de la desaparición del Gato, el hermano mellizo de Pichón, su hija Julia, que se había ido a vivir a Córdoba, se separó del marido y vino a instalarse en la casa de Washington en Rincón Norte. Aunque las relaciones con su padre habían sido más bien difíciles, después de la muerte de Washington, la hija, que tenía más de cincuenta años en esa época, organizó su vida, sin desde luego darse demasiada cuenta de la situación, exactamente igual que la de su padre, imitándolo en todo lo que siempre le había reprochado: se separó de su marido, y se instaló a vivir sola, con una mujer que le hacía la limpieza, arreglándose con una jubilación estatal y algunas traducciones esporádicas de libros de medicina. Tenía hijos ya grandes e incluso nietos con los que, igual que Washington con ella, se veía rara vez. Y así como en vida se había distanciado de él y no perdía ocasión de criticarlo, después de su muerte, cuando se instaló en la casa, se le despertó por su padre una devoción tardía, por no decir un verdadero culto. Trató de repertoriar y de ordenar cada uno de sus papeles y de sus libros, y conservó la casa exactamente como Washington la había dejado. Con los viejos amigos de Washington que quedaban en la ciudad, Tomatis, Marcos Rosemberg, Cuello, y otros menos íntimos, las relaciones, normales en apariencia, eran a decir verdad de lo más complicadas, ya que Julia, que parecía sufrir de celos retrospectivos que no lograba disimular del todo, los hacía en su fuero interno responsables de las malas relaciones que había mantenido con su familia. Rosemberg, que tenía más o menos la edad de la hija, tomó las cosas con su paciencia habitual, y Tomatis, que había nacido varios años después del divorcio de Washington, y por lo tanto no tenía nada que ver con sus historias de familia, sin dejar de lanzar de tanto en tanto algún sarcasmo sobre la situación, la manejaba con la habilidad viciosa de un diplomático, pero Cuello, que había sido el amigo más fiel, y había acompañado a Washington hasta su muerte, rompió con la hija al poco tiempo de su instalación en Rincón Norte, y cuando se refería a ella ante terceros la llamaba siempre esa mujer.

Todos estaban preocupados por los papeles de Washington. Julia juntó los que estaban diseminados en libros, en cuadernos, en cajones y en carpetas, los papeles sueltos y los paquetes de hojas polvorientas, y trató de ponerlos en orden, pero como había estudiado medicina y no tenía mucha cultura literaria o filosófica, lo que le costaba reconocer, su trabajo no avanzaba mucho, y debido a sus sentimientos ambivalentes hacia los viejos amigos de Washington, no quería rebajarse a pedirles ayuda. Bastaba que alguno de ellos hiciese una sugerencia para que ella, con pretextos confusos, la rechazara. Esa situación venía durando desde hacía algunos años cuando Soldi, del que Tomatis nunca había oído hablar, se presentó un día en su casa con el fin, según sus propias palabras, de charlar de literatura. Era evidente que le había costado un gran esfuerzo decidirse a tocar el timbre, porque después de haber hecho esa declaración precipitada se había quedado callado, tratando de sonreír detrás de la barba renegrida, y aunque Tomatis le había contestado Todo menos eso, lo había hecho subir a la terraza, donde se habían quedado charlando y tomando mate hasta el anochecer, para bajar después a cenar en un restaurante del centro. Al día siguiente ya habían entrado en confianza, y a Tomatis unas semanas más tarde ya le había venido la idea de mandar a Soldi, según sus propias palabras, como espía doble a Rincón Norte pensando que, como Soldi no tenía el antecedente infamante de haber pertenecido al grupo de amigos íntimos de Washington mientras ella, abandonada por su padre, se marchitaba en Córdoba, podía ser aceptado por la hija con mayor facilidad, lo que efectivamente sucedió. Pisó el palito, comentó Tomatis frotándose las manos, pero Soldi, que era demasiado escrupuloso y leal como para mezclarse en las intrigas de los dos bandos, lo que en el fondo de sí mismo Tomatis, simulando lo contrario, aprobaba, empezó a ocuparse con seriedad de los papeles y, en vez de echar como se dice leña al fuego, trataba, sin mucho éxito a decir verdad, de reconciliarlos. Es demasiado honesto como para que se pueda confiar en él, sabía comentar Tomatis, riéndose de su propia broma. Soldi iba todos los viernes a Rincón Norte, y se pasaba el día entero ordenando los papeles de Washington. Y al cabo de tres o cuatro sesiones de trabajo, en un baúl rotulado de puño y letra de Washington INÉDITOS AJENOS, descubrió lo que él llamaba, y casi enseguida todo el mundo adoptó la palabra, no el manuscrito, sino el dactilograma.