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Mientras se aseaba me dijo que él no había nacido en Rai, sino en Tánger.

– En el Lejano Poniente, como tú -añadió.

De joven estudió las leyes de Alá y de los hombres, y lleno del deseo de visitar los santuarios ilustres, dejó a su padre, madre y amigos y a los veintidós años partió hacia Oriente, solo, sin compañero con el que pudiera vivir familiarmente, sin caravana de la que formar parte. Fue vendedor de dátiles en Arabia, y traficó con esclavos en Kipchak. De los doctores de Damasco obtuvo la licencia para juzgar, y se convirtió en cadí al servicio del sultán de Delhi. La desgracia no se olvidó de él, ni las intemperies, ni los bandidos; varias veces lo perdió todo, su equipaje y su dinero…

– Pero nunca me detuve… hasta que esos demonios llegaron a estas tierras.

– ¿Quiénes son?, ¿de dónde vienen?

– Quién sabe. Una raza de criaturas bestiales. Viajan con los tártaros y tienen algunas de sus mismas costumbres, pero en otras cosas son muy diferentes.

Un anciano de Delhi le había contado la caída de Bagdad; como una nube negra apareció al este de la ciudad y la cubrió por completo. Al momento se originó un gran griterío; la gente trepaba a los terrados y a los alminares para intentar averiguar el origen de esa polvareda. Al fin descubrieron al ejército tártaro llegar oculto por esa niebla, su caballería, sus impedimentas y todo el convoy de equipajes que venía detrás; la faz de la tierra parecía en aquel momento totalmente cubierta de tártaros. Al frente de ellos, como punta de flecha, avanzaban los demonios peludos.

– Me los describió con detalle, pero no quise creerle… hasta que sitiaron Rai, donde yo me encontraba comerciando. Llegaron del mismo modo que el anciano me había narrado, envueltos en una nube pestilente y sometieron la ciudad por el hambre; fui testigo de cosas horribles durante aquellos meses de asedio; vi a mujeres disputarse la piel de un caballo muerto hacía semanas y a la gente arrollarse por beber la sangre de un buey al que se daba muerte, y a un hombre devorar un pie humano. Finalmente la ciudad, exhausta, se rindió al poder de esos monstruos y éstos, al penetrar por sus calles, cometieron las mayores atrocidades que la mente humana puede concebir.

– Dices que viajan con los tártaros, ¿pero acaso no lo son ellos mismos?

– Conozco a los tártaros y son temibles, casi inhumanos. Exterminan poblaciones enteras y esclavizan a los niños, haciéndoles trabajar hasta morir. Pero esas criaturas son mucho peores; llevan el Mal consigo, y eso, además de su aspecto, es lo que las hace diferentes.

Le pregunté qué era eso que él llamaba el Mal, e Ibn-Abdalá señaló el bulto en mi cuello y dijo que había visto a muchos hombres atrapados por él. Cambiaban lentamente y olvidaban su fe y sus recuerdos. Los demonios peludos les obedecían, aunque antes de ser infectados por el Mal, estos hombres fueran sus esclavos. Durante una ceremonia demoníaca, siempre en la oscuridad, el Mal les era transmitido y ocupaba el cuerpo del desgraciado enturbiando su alma y sus ideas.

Yo no deseaba seguir hablando de eso, por lo que pregunté a Ibn-Abdalá:

– ¿Conoces bien estas tierras?

– He pasado mi vida recorriéndolas, he atravesado Anatolia, y navegado por el mar de los Jázaros, cruzando la estepa y llegando hasta Urgandi, Bujara y Samarcanda.

– ¿Conoces el camino hasta Samarcanda?

– Tanto como la palma de mi mano; ¿es ése vuestro destino?

– No exactamente. ¿Sabes de un lugar llamado «desierto de cristal»?

– Conozco un lugar que muy bien podría recibir ese nombre.

Le pedí que me hablara de él, e Ibn-Abdalá me dijo que se trataba del lecho seco del mar de Caspia [26] .

En aquel lugar la sal se había mezclado con la arena y cuando el sol incidía en ellas brillaban desde muy lejos, como una enorme superficie cristalina.

– Es un lugar terrible -concluyó-, y nada vive allí; ¿por qué os interesa saber de él?

– Ése es nuestro destino.

– ¿Por qué? ¿Qué buscáis allí?

Le dije que de momento no podía contarle nada más, y él respondió que no importaba; y añadió con indiferencia que, si ése era nuestro deseo, él podía guiarnos hasta allí.

– ¿Es un lugar cercano de la ciudad de Samarcanda?

– Relativamente -dudó Ibn-Abdalá-; está al norte, a muchas millas de la ciudad, pero se puede llegar hasta el desierto salino siguiendo, desde Samarcanda, el cauce del río Oxus que acaba extraviándose en sus arenas. Pero no os aconsejo esa ruta.

– ¿Por qué no?

– Porque he oído contar que los tártaros se están concentrando por miles en torno a Samarcanda. Se dice que los campos alrededor de la ciudad han sido completamente cubiertos por sus yurtas.

¿Y qué importaba eso?, me pregunté. No me cabía duda alguna de que si los tártaros, o los gog, lo desearan ya habrían caído sobre nosotros.

Pero le pregunté al sarraceno:

– ¿Tienes otra idea?

– Las orillas del mar de los Jázaros, que algunos conocen como el mar de Tabaristán, no están lejos de aquí. A pesar de lo que muchos creen, es un mar aislado y sin comunicación con el mar Negro o con el mar de Caspia, como lo demuestra el hecho de que este último se haya secado por completo a pesar de lo cercanos que están en algún punto ambos mares. Si bordeamos la costa del mar de los Jázaros, llegaremos hasta el mar de Caspia sin peligro de encontrarnos con los tártaros de Samarcanda.

Transmití rápidamente esta información a Joanot, y aproveché la ocasión para pedirle a Ibn-Abdalá como mi esclavo asistente, dado sus amplios conocimientos sobre la geografía de aquellas regiones.

Después, emprendimos la ruta que Ibn-Abdalá nos había descrito.

9

Desperté. Estaba en una habitación bastante amplia, de paredes de madera, con un gran ventanal a la derecha. Las paredes estaban recubiertas de un tapiz de lana decorado con franjas de colores y la rosa blanca de la Virgen María. Mi lecho tenía dosel y cortinas de lino, y olía bien; al espliego, tanaceto y rubia, que debían de haber añadido a la paja del colchón. Hacía calor. ¿Qué lugar era éste? La luz que penetraba a través de las placas de cuerno pulimentado de las ventanas era cálida y suave.

Una mujer dormía en mi lecho de espaldas a mí. Su pelo se derramaba como una impla negra sobre la almohada. Acaricié su sedosidad con mi mano.

– Qué hermosa eres, Amada mía -susurré.

– Vuelve a dormir, Ramón -dijo ella sin volverse; con voz soñolienta.

– Ya ha amanecido -dije.

– No importa. Duerme.

– He tenido un sueño muy desconcertante. Era viejo y caminaba por lejanas tierras, tenebrosas y diabólicas, en compañía de fieros guerreros…

Ella se volvió entonces hacia mí y me dirigió una sonrisa cadavérica con sus labios carcomidos. Sentí el hedor de la podredumbre junto a mi rostro; una fetidez que parecía haber quedado en mis narices desde mi paso por el poblado gog.

– Sólo ha sido un sueño, Ramón -dijo con una voz que era como un eco en una tumba-; vuelve a dormir…

Y soñé de nuevo que era un anciano, poseído por un espíritu maléfico, caminando sin recordar cómo ni por qué, por la orilla de un mar de aguas oscuras.

La niebla espesa y maloliente que había rodeado el asentamiento gog se había ido diluyendo conforme nos acercábamos a las agrestes costas del mar de los Jázaros. Pero el Sol no brilló nunca con excesiva fuerza sobre nuestras cabezas.

Cruzado el equinoccio de otoño, los días se fueron endureciendo como acero gris, anunciando el inminente invierno.

Se desencadenó una temible tormenta que fuimos viendo formarse a lo lejos, en el mar, rozando la curva del horizonte. Llegaban violentas ráfagas del cauro que nos calaban con el agua que arrastraban las crestas de las olas. Se oscureció intensamente el firmamento, y se formó una gran muralla de tinieblas en el centro del mar, que vimos abalanzarse a gran velocidad contra nosotros. El furor de la tormenta fue en aumento y sólo al atardecer consiguieron los almogávares resguardarnos de ella, en un barranco, después de luchar desesperadamente contra un viento impetuoso. Las aguas que penetraban tierra adentro en aquella ensenada estaban casi tranquilas, pero a lo lejos formaban las olas una larga cadena de espuma, y el viento doblaba los árboles a su alrededor. Al día siguiente amaneció lloviendo, y la atmósfera estaba tan densa que no se veían las copas de los árboles alrededor del campamento. La mañana parecía un sombrío crepúsculo acompañado por el incesante estruendo de las olas chocando contra las rocas.

Tras haber visto brevemente el sol, esta repentina oscuridad nos llenó a todos de desánimo, pues era como si los elementos, y la propia naturaleza, se empeñara en enfrentarse a nuestro avance. Un temor supersticioso se había extendido por el campamento, y los almogávares hablaban entre ellos, en voz alta incluso en presencia de Joanot o de alguno de sus almocadenes, de la necesidad de regresar cuanto antes a tierras más hospitalarias. Pero ese día parecía cada vez más lejano, y ahora que tenían a los gog a la espalda, seguir avanzando parecía la única opción.

Y así lo hicimos apenas cesó la lluvia; los almogávares recogieron las empapadas tiendas, las cargaron sobre las acémilas, y nos pusimos en marcha, siempre hacia oriente, siempre bordeando la costa de rocas afiladas y negras.

Nos encontramos con varias aldeas de nativos. Pequeñas aldeas de miserables pescadores que contemplaron el paso de aquellos guerreros disfrazados de mercaderes con apática indiferencia. Hombres pequeños, con barbas y largos cabellos que caían sueltos sobre los hombros, cuya piel recordaba al cuero arrugado y pulido por el uso prolongado, salpicadas de tatuajes azules. No se veían niños ni mujeres por ningún lado, pero era evidente que éstos se ocultaban en el interior de las cabañas, que estaban hechas de paja y arcilla prensada, y se extendían casi hasta la misma orilla del mar, sostenidas a unos seis codos de la arena por anchas estacas de palo. Los troncos ranurados que daban acceso a las cabañas estaban casi lisos por el continuo uso; unas plataformas toscamente construidas se extendían sobre las estacas y sobre ellas se asentaban las cabañas. De los costados de las empalizadas colgaban las redes y aparejos de pesca, y las barcas, estrechas y afiladas como piraguas, dormían bajo la plataforma, a la sombra de las cabañas. Era evidente que aquellas gentes eran demasiado insignificantes como bocado para que ni tan siquiera los salvajes gog se fijaran en ellos.

[26] Existe en toda la antigüedad una enorme confusión entre el mar Caspio, también llamado mar de los Jázaros, y el mar de Aral, que los antiguos consideraban uno solo. Pero Aristóteles le habló a Alejandro Magno de la existencia en estas regiones de dos mares distintos, llamado uno Hircania (el actual mar Caspio), y el otro Caspia (el mar de Aral), cerrados uno y otro como lagos. Lo que es rigurosamente cierto.