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– Debemos seguirle -insistí casi sin fuerzas-. Debemos ayudarle a acabar con esa criatura; no podemos marcharnos de aquí dejándola con vida.

– Vamos -decidió el búlgaro, cargando nuevamente con mi peso-; hagamos lo que dice el anciano.

Ricard dio una patada contra el suelo y dijo: «¡Mierda!», pero se puso en marcha tras los pasos del turco.

Llegamos a la explanada central, y vimos cómo Ibn-Abdalá penetraba en la tienda del chamán.

– Es en ese lugar -dije.

Entramos en su ominosa y maloliente penumbra.

Las palomas revoloteaban asustadas. Ibn-Abdalá estaba plantado en silencio frente al lecho del chamán; la espada de Ricard quieta en su mano. El anciano estaba tendido cuan largo era, con la boca abierta y los delgados miembros rígidos.

Ricard apartó al sarraceno, y tocó el cuello del chamán.

– Está muerto -dijo al cabo de un instante-; y por su aspecto parece como si llevara muerto varios meses.

– No es así -dije-. Yo hablé con él anoche.

– Pues ahora está muerto -insistió Ricard-. ¿Lo has matado tú? -Le preguntó a Ibn-Abdalá.

– No.

Me zafé de Sausi que me sujetaba, y me acerqué con paso torpe al lecho.

– Anoche vivía -dije contemplando con repulsión el cuerpo del anciano-, y no creo que un demonio pueda morir tan fácilmente.

– Podemos asegurarnos de que este muerto nunca se remueva en su tumba -dijo Ibn-Abdalá, y atravesó con su espada el reseco pecho del anciano muerto.

– Ya basta -dijo Ricard, enfurecido, arrebatándole la espada al turco-. Salgamos de aquí. Puede que éste haya muerto, pero quedan muchos vivos que pueden complicarnos la vida.

Mientras abandonábamos la siniestra yurta, dirigí una última mirada al cuerpo tendido sobre el lecho y recordé con un estremecimiento los acontecimientos de las dos últimas noches. Yo también deseaba abandonar aquel lugar cuanto antes.

8

Desperté en el conocido interior de mi carromato, zarandeado por el rítmico balanceo de la marcha. Asomé la cabeza fuera de la lona, y vi la espalda del almogávar que conducía el carromato. De nuevo era de noche, por lo que mi sueño-desmayo, había durado, al menos, todo un día. Era evidente que si Joanot había decidido viajar en la oscuridad, era con la intención de alejarse cuanto antes del poblado gog, y eludir así la batalla contra aquellos pequeños y diabólicos guerreros. Pero yo dudaba que esto fuera posible y tenía por cierto que por mucho que lográramos alejarnos, aquellos demonios nos encontrarían. ¿No era aquélla su tierra y sus caminos? No tardarían en dar con nuestro rastro, y el dejado por el paso de trescientas personas no podía ser, en ningún caso, sutil. ¿Qué ganaba entonces Joanot con aquella apresurada huida? Quizás el joven caballero, tan sólo deseaba encontrar un terreno más propicio para la lucha.

Recordé nuestra salida del poblado, y la extraña fortuna que nos había protegido para salir con vida de aquel lugar. Eso me llevó a pensar en los cautivos turcos y preguntarme qué habría sido de ellos. Sabía que Joanot había ordenado ir encadenando a los turcos conforme éstos salían del poblado gog para caer en manos de los almogávares. Cuando llegamos, ordenó hacer lo propio con Ibn-Abdalá, y yo me sentía demasiado débil como para interceder eficazmente por el sarraceno, pues prácticamente me desmayé al verme al fin rodeado de amigos y a salvo.

Temiéndome lo peor, y rezando a la Virgen Santísima para que mi intervención no resultase ser demasiado tarde, pedí al almogávar que detuviera el carromato.

Al saltar a tierra, noté una punzada de dolor en el cuello, y todo pareció girar a mi alrededor como si estuviera ebrio. El bulto había crecido aún más, y me presionaba la garganta dificultándome tragar. Dolía horriblemente y sentía latir el pulso en las venas hinchadas de aquella zona.

Pero no disponía de tiempo para preocuparme por eso cuando, quizás, aquellos pobres desgraciados turcos estarían a punto de ser ajusticiados por los catalanes.

Si no lo habían sido ya.

Esperé en el borde del camino, tragando el polvo levantado por las acémilas, hasta que vi llegar a Joanot. Me saludó, y comentó que me veía bastante recuperado.

Le dije que teníamos que hablar; y él me respondió que Ricard y el búlgaro ya le habían contado la extraña historia. También me dijo que no tenía nada que temer, que nos estábamos alejando de aquellas bestias lo bastante rápido como para que no pudieran dar con nosotros.

Repliqué que estábamos inmersos en sus tierras y que no era posible correr lo bastante rápido como para alejarnos de aquello que nos rodeaba por todas partes. Necesitábamos a los turcos; ellos conocían estas tierras y podían sernos de gran ayuda.

– Son indignos de confianza -dijo él-. Como todos los adoradores de Mahoma.

Suspiré con alivio. Al menos aún estaban con vida.

– A pesar de todo -dije-, deseo hablar con ellos.

Joanot se encogió de hombros.

– No veo para qué. Pero si ése es tu deseo… Están en la cola de la caravana.

Joanot siguió su camino, y yo esperé la llegada de los sarracenos. Caminaban lentamente, con el paso entorpecido por las cadenas que colgaban de sus tobillos; tal y como Joanot dijo, iban casi al final de la caravana, tragando el polvo levantado por las acémilas y los camellos. Su situación desde que habían salido del poblado gog había mejorado sin duda, pero no completamente.

Distinguí la delgada figura de Ibn-Abdalá entre el grupo de prisioneros, y llamé a uno de los almogávares que los custodiaban.

– ¿Ves a ese hombre de ahí? -dije señalando al sarraceno.

– Sí.

– Deseo interrogarlo. Sepáralo del resto, y condúcelo hasta mi carromato.

– ¿Tu carromato? -preguntó el guerrero.

– Sí, mi carromato. ¿Acaso no sabes quién soy?

– Claro que sí -me respondió él con expresión burlona. Le ordené entonces que me obedeciera y, sin darle oportunidad a seguir discutiendo, di media vuelta y caminé hasta mi carromato aparentando toda la seguridad en mí mismo que me era posible.

Esperé en su interior hasta que el encadenado Ibn-Abdalá fue empujado dentro.

El pobre me miró con expresión desolada; llené una escudilla con agua, y se la ofrecí. El no rehusó; tomándola con ambas manos, bebió hasta agotar su contenido.

Después me tendió la escudilla sin soltarla y pidió más agua. Escancié el líquido, y esperé pacientemente a que terminara de beber.

Realmente aquel hombre parecía tan viejo como yo; tenía las mejillas hundidas y le faltaban casi todos los dientes de la parte de arriba de la boca, su piel estaba arrugada y curtida y sus ojos eran los ojos de alguien que ha vivido mucho. Su mirada era extraña e indefinible, y contenía un sentimiento que no fui capaz de precisar. Pero el pelo de su cabeza y barba eran abundantes y de color negro, aunque ahora estaban completamente cubiertos de polvo y arena.

– ¿Mejor? -le pregunté.

– Sí, y si me libraras de estas cadenas -dijo alzándolas para que pudiera verlas-, la cosa mejoraría aún más.

– Temo que eso no esté en mis manos.

– ¿Por qué nos hacéis arrastrar estas cadenas? Mi gente está débil.

– Somos enemigos, y tenemos nuestras normas sobre cómo tratar a los enemigos.

– Nunca he visto a infieles como vosotros. ¿De qué parte del mundo sois?

– De Poniente.

Él preguntó extrañado:

– ¿De Al-Andalus?

– Estos hombres provienen del norte de Al-Andalus -le expliqué con cuidado-; de las montañas que limitan con el país de los francos.

Asintió de nuevo, y dijo que él no nos consideraba sus enemigos. Les habíamos salvado de los demonios y nos estaba agradecido. Ejecutó un saludo musulmán con sus manos encadenadas.

Le dije que, en ese caso, no le importaría responder a alguna de mis preguntas, y él me invitó con sus expresivos ojos a que preguntara.

– ¿Sabes lo que es esto? -dije tocando apenas el bulto de mi cuello. Cada vez dolía más; dolía sólo con rozarlo.

– Sí. Estás infectado por el Mal.

Le miré atónito.

– ¿Qué?

– El Mal está dentro de ti. No tardará en apoderarse de todo tu cuerpo.

– ¿De qué me estás hablando? ¿De una enfermedad? -No pude evitar un temblor en mi voz al preguntar.

– No -me miró directamente a los ojos-; hablo del Mal en esencia.

Le pregunté qué iba a ser de mí.

– Afortunadamente eres muy viejo -dijo-; el Mal no tendrá tiempo de apoderarse de tu alma, tu cuerpo degenerará y se marchitará mucho antes de que esto suceda.

Yo sólo podía comprender parcialmente lo que el sarraceno me estaba contando, pero una cosa estaba bastante clara a pesar de todo: mi vida estaba a punto de terminar. Y entonces comprendí el significado de su mirada; era misericordia, piedad, ¡aquel sarraceno encadenado y famélico sentía pena por mí!

Le pregunté si existía alguna posible cura, y él me dijo que, desafortunadamente, no; y su tono era el de quien pronuncia una sentencia de muerte.

– Mi nombre es Ramón Llull -le dije, intentando conservar la calma-, y soy muy viejo y ya he vivido más que suficiente. Hace mucho tiempo tuve una familia y disfruté de una buena situación mundana. A todo esto renuncié de buen grado a fin de honrar a Dios y exaltar nuestra santa fe. Aprendí el árabe, y muchas veces prediqué entre los sarracenos. Fui detenido, encarcelado y flagelado por la fe; no una, sino muchas veces. Aceptaré entonces cualquier destino que Dios tenga a bien enviarme.

El inclinó levemente la cabeza en una especie de saludo respetuoso, y dijo:

– Que Dios te proteja entonces, hermano del Libro.

Le pregunté cómo había llegado el Mal a estas tierras, y él respondió, mirando hacia un lado, que era una larga historia.

– Te puedo dedicar todo el tiempo que me quede -dije, mientras esbozaba una amarga sonrisa.

– Bien, te lo contaré entonces, pero me siento muy incómodo con estas cadenas y con toda la suciedad que se ha pegado a mi cuerpo.

Asentí. Gracias a los años que pasé con mi desafortunado esclavo moro, sabía la importancia que los sarracenos le daban a la higiene personal. Una importancia que para muchos cristianos es incomprensible pero que, debo admitir, se me ha contagiado en parte. Llamé al almogávar del exterior y pedí que nos proporcionara un barreño lleno de agua, cosa que hizo al instante, y le solicité que librara a Ibn-Abdalá de sus cadenas, a lo que se negó rotundamente.

El sarraceno se encogió de hombros, y aceptó aquello que había conseguido; se lavó lo mejor que pudo y me pidió algo para recortarse la barba y el pelo. Le di unas tijeras, sin pensar ni por un momento que aquel hombre pudiera usarlas como arma. Y no lo hizo. Después de lavarse y afeitarse, su aspecto había mejorado lo suficiente como para que empezara a mostrar la edad que auténticamente tenía.