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– ¡Hermano del Libro, no nos abandones, ten piedad de nosotros!

Me volví hacia aquel hombre sin poder apartar el horror de mis ojos, pues me costaba respirar el aire corrompido que provenía de aquel lugar, y le pregunté si eran turcos. Él me respondió llamándome nuevamente hermano del Libro y rogándome que les ayudara o les diera, al menos, una muerte digna. Yo sólo pude decir, conteniendo el llanto que atenazaba mi garganta, que rezaría por ellos.

– Rezaré por vosotros -repetí mientras obligaba a mi montura a dar media vuelta y me alejaba al trote de aquel lugar de muerte. Mis peludos captores me siguieron silenciosos y sonrientes en todo momento.

Aquellos hombres, adoradores de Mahoma, habían sido nuestros enemigos durante incontables generaciones. Habíamos luchado encarnizadamente contra ellos, y ellos contra nosotros, nos habíamos infligido mutuamente terribles torturas y sufrimientos, pero nada podía compararse a lo que sucedía en aquel lugar.

¿De dónde había salido aquella raza espantosa de seres impíos, de monstruos que no tenían nada de humano?

Frente a ellos, los turcos parecían más humanos, y las diferencias de nuestras razas y nuestra fe me parecían ahora ridículas y fútiles disputas entre hermanos. Aquellos seres eran ajenos a toda humanidad; eran algo más que maléficos, estaban poseídos por una maldad que sólo podía describirse como enfermiza. En aquellos momentos no tuve ninguna duda de estar rodeado de demonios surgidos de las profundidades de la Tierra.

Con mi mente nublada por estos y otros pensamientos fui conducido como un pelele por aquellos seres hasta el centro mismo del campamento. Una yurta enorme, cubierta de pieles de león y leopardo, y con las cuerdas hechas de seda trenzada, ocupaba la amplia explanada central, elevándose sobre una sólida tarima de madera.

Nueve tridentes de los que colgaban nueve colas de algún gran animal, estaban clavados frente a la entrada. Mis captores me obligaron entonces a desmontar de mi caballo y arrodillarme frente a aquellos tridentes cuyo significado desconocía. Después subimos las escalinatas hasta lo alto de la tarima, y me arrastraron al interior de la tienda. Era amplia, de cincuenta codos o más de diámetro; en su centro ardía una hoguera cuyo humo escapaba por una abertura situada en el ápice de la yurta, donde se cruzaban las maderas que eran el esqueleto sustentador de la tienda. A pesar de ese orificio, el interior de la yurta estaba enturbiado por el humo y el aire era sofocante y levemente narcótico.

La cabeza empezó a dolerme casi al instante de penetrar en aquel ambiente denso.

Siempre arrastrado por dos de mis captores, rodeé el fuego central, y me dirigí al estrado situado en el otro extremo de la tienda. El suelo estaba alfombrado con pieles de armiño y marta, y alrededor de aquel estrado brillaban lámparas de oro que quemaban incienso. Un gog enorme se sentaba en un trono dorado presidiendo aquel lugar.

Era gigantesco, mayor y más pesado que dos hombres juntos (lo que resultaba extraño cuando todos los miembros de su raza que yo había visto eran tan diminutos), e iba completamente vestido de seda y adornos dorados, con sus manos y su rostro cubiertos de pelo negro e hirsuto. La expresión de sus ojillos era verdaderamente maligna. Sujetaba entre sus manos una pierna de carnero, casi cruda, que chorreaba sangre y grasa sobre su pecho, arrancándole grandes pedazos de carne a dentelladas, que tragaba rápidamente.

A su alrededor, y a sus pies, habría unas veinte hembras completamente desnudas, sin otra cosa sobre sus peludos cuerpos que algunos collares y diademas de oro y piedras preciosas. Las hembras se contoneaban indecentemente en alguna especie de danza blasfema que hacía sonar sus adornos dorados. Tan sólo sus rostros, sus manos y pies, y una zona alrededor de los pezones, estaban libres de aquel vello oscuro que las cubría completamente.

Aparté mis ojos de aquellos cuerpos indecentes sólo para ver algo que, de alguna forma, me resultó aún más repulsivo.

Era tan humano como yo, pero su cuerpo gordo y blanco parecía encontrarse en las últimas etapas de la más profunda degeneración. Vestía los harapos de lo que en alguna ocasión debió de ser una rica túnica bordada en oro, pero que ahora estaba destrozada y deshilachada. Su rostro era abotargado y sus grotescos y gruesos labios se abrían en una boca oscura y desdentada; sólo poseía una aureola de largos y grasientos mechones de pelo en torno a la cúpula calva de su cráneo, y éstos se derramaban sobre lo que quedaba de las hombreras doradas de su túnica. Me miró con sus ojos saltones y enrojecidos, parpadeando lentamente como si dudara de que yo fuera real.

El cacique gog le increpó con su bárbaro idioma gutural, y el gordo y pálido humano le miró con atención mientras hablaba; después se volvió hacia mí y pronunció algunas palabras con una voz afeminada e insegura, en algún idioma que yo no conocía pero cuyo acento no me resultaba completamente extraño. Pensé que quizás era siríaco. Yo le respondí en sarraïnesc, en griego y en latín que no podía comprenderle, y los ojos del hombre se agrandaron por la sorpresa.

– Jesús-Cristo es nuestro Señor -pronunció el hombre en un correcto griego.

– Él es nuestro Salvador -repliqué, inclinando levemente la cabeza-. ¿Eres cristiano católico?

– Por favor, atiéndeme -dijo él con su melosa voz-. Estás en presencia del Señor de todas estas tierras, cuyo nombre es Dorga. Debes guardarle el respeto que merece, y no apartar tus indignos ojos del suelo. No le mires directamente, porque al hacerlo le desafías, y en ese caso me temo que tu vida no durará mucho.

Bajé rápidamente mis ojos, y pregunté nuevamente al intérprete:

– Dime, ¿quién eres tú?

– Un humilde servidor de Cristo, tan indigno como tú -respondió él-; pero que hace mucho viajó hasta lejanas tierras para extender la Verdadera Fe de Nuestro Señor el Hijo de María…

Y utilizó la palabra griega Khristotókos, es decir, la «Madre de Cristo»; y no Theotókos, que hubiera significado: «La Madre de Dios», lo que era más correcto.

– ¡Eres un sacerdote nestoriano! -comprendí.

El hereje me sonrió con su boca desdentada.

– Así es, pero no estás aquí para hablar de teología, sino para responder a las preguntas de mi señor Dorga.

Intenté arrinconar en mi mente la aversión que aquel tipo me producía. Miembro de un clero ignorante, supersticioso, simoníaco y blasfemo; que toleraba la poligamia y ordenaba sacerdotes a los niños desde la cuna. Peor aún, la Iglesia nestoriana se había dejado contaminar por los groseros ídolos de aquellas naciones bárbaras.

– Adelante -le dije-, he venido hasta aquí en paz. Dile esto a tu señor.

– No creo que ese detalle le preocupe lo más mínimo -replicó-; sí le interesa saber, en cambio, cuál es la naturaleza de tu viaje.

– Somos comerciantes; y sólo estamos de paso por estas tierras pues nuestro destino es mucho más lejano. Podemos pagaros generosamente por el derecho de cruzar.

El nestoriano tradujo mis palabras haciendo sonar en su garganta las gorjeantes sílabas del idioma gog.

Uno de mis captores, que había permanecido tras de mí en silencio hasta ese momento, habló rápidamente apenas el nestoriano terminó de traducir.

Entonces el gordo hereje se volvió hacia mí y dijo con evidente satisfacción:

– Yeda dice que mientes, que tus compañeros de viaje son lobos ocultos en pieles de comerciantes.

Así que el gog que hablaba sarraïnesc se llamaba Yeda.

– No queremos nada contra vuestro pueblo -dije con la voz más implorante que fui capaz de pronunciar. Al mismo tiempo le mostré al gordo caudillo mis manos desnudas, en lo que consideré que sería un aceptable gesto de buena voluntad.

Pero esto pareció, en cambio, enfurecerle. Dorga, arrojó a un lado lo poco que quedaba de la pierna de carnero, se puso en pie, y avanzó hacia mí profiriendo horribles gritos. Yo continué con la cabeza agachada, sin atreverme a mirarle, y él descargó una salvaje patada contra mis viejas costillas.

Durante un momento permanecí en el suelo cubierto de pieles, tumbado de costado, luchando por superar el dolor que sentía e inhalar una bocanada más de aire.

– Te aconsejo que no dirijas gestos hacia mi señor, ni le mires directamente.

– Acepto el consejo -tosí.

Dorga se plantó junto a mí, y me gritó con todas las fuerzas de sus pulmones. Yo me acurruqué aún más en el suelo, y cerré los ojos esperando un nuevo golpe en mis costillas. Pero el golpe no llegó, y el caudillo gog repitió su grito.

– Mi señor Dorga pregunta sobre tu papel en esa expedición. Dice que, desde luego, tú no pareces un guerrero; ni un comerciante.

Abrí los ojos, y vi el peludo pie del gordo caudillo a menos de un palmo de mi rostro. Estaba tan cerca, que pude distinguir las pulgas rojizas que correteaban por entre el pelo de sus tobillos.

– Soy un hombre de ciencia… y de Dios -dije sin atreverme a alzar la vista.

El nestoriano tradujo mis palabras, y luego se volvió hacia mí, evidentemente interesado, y me preguntó si era un sacerdote. Le respondí que pertenecía a la orden de los frailes menores, en su tercera regla.

– Un franciscano, ¡por supuesto! -exclamó-. He oído hablar de vosotros. La vuestra debe de ser una orden muy atrevida para enviar a sus hijos a las mismísimas puertas del Averno. -Y añadió-: En estas tierras puedes perder algo más que la vida.

– Luego admites que estás entre criaturas satánicas.

El nestoriano rió con su horrible boca desdentada y fatua, y dijo:

– Ni siquiera Dios logra distinguir con claridad los imprecisos límites entre el Bien y el Mal. ¿Quién eres tú para intentarlo?

– ¡Blasfemo! -le grité.

Dorga, harto de aquella discusión que no entendía entre el nestoriano y yo, dio una furiosa patada en el suelo, justo frente a mi rostro, e increpó a su esbirro. El hereje palideció más de lo que parecía posible, y se apresuró a traducir nerviosamente nuestras palabras. Por supuesto no pude ver la expresión del gog al escuchar la traducción, pero su reacción hizo evidente que todo aquel asunto estaba perdiendo interés para él. El caudillo regresó a su trono dorado, y profirió unas rápidas y guturales órdenes. Yeda y mis otros captores habían permanecido junto a la entrada de la tienda, guardando un respetuoso silencio, y al escuchar las órdenes de Dorga, se pusieron rápidamente en marcha. Me sujetaron por las axilas, y me pusieron de pie con un tirón brusco y doloroso. Sin demasiados miramientos, empezaron a arrastrarme hacia la salida.