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Alucinados, todos se levantan para pedir explicaciones, y Frida murmura:

—¡Aisss, Betta, cuándo aprenderás!

Raimon está furioso y sus padres, junto a otras personas, no dan crédito a lo que escuchan. Alfred no sabe dónde meterse. Todos gritan. Todos opinan. Betta no sabe qué decir y, entonces, sin tocarla, me acerco a ella y murmuro en español:

—Te lo dije. Te dije que conmigo no se jugaba, ¡zorra! Vuelve a acercarte a Eric, a su familia, a sus amigos o a mí, y te juro que te echan de Alemania.

Dicho esto, Frida, Marta y yo salimos del restaurante. Mi venganza con esa idiota ha finalizado. Con la adrenalina por los aires, decidimos ir a bailar al Guantanamera. No quiero regresar a casa. No quiero ver a Eric, y un poquito de salsa cubana y ¡azúcar! me vendrá bien.

38

Al día siguiente, con una resaca monumental, pues la noche ha sido de órdago y sólo he dormido unas horas en la casa de Marta, cuando llego a casa de Eric, él está allí. Cuando me ve entrar con las gafas de sol puestas, camina hacia mí y sisea furioso:

—¿Se puede saber dónde has dormido?

Sorprendida, levanto la mano y murmuro:

—En medio de la calle te puedo asegurar que no.

Gruñe. Blasfema. Me hace saber lo preocupado que ha estado. No le hago caso. Camino decidida mientras siento sus pasos detrás de mí. Está furioso, y cuando entro en mi cuartito, le doy con la puerta en las narices. Eso le ha debido de cabrear una barbaridad. Espero a que entre y me grite, pero no lo hace. ¡Bien! No me apetece oírle gruñir. Hoy no.

Mientras termino de meter mis cosas en las cajas de cartón intento ser fuerte. No voy a llorar. Se acabó llorar por Iceman. Si no le importo, no tengo por qué quererlo yo a él. Tengo que terminar con esto cuanto antes. Cuando acabo de cerrar una caja de libros, decido subir a mi habitación. Aquí tengo muchas cosas. Por suerte, no me cruzo con Eric, y cuando entro en el dormitorio, suspiro al ver que tampoco está. Dejo un par de cajas y entro a ver a Flyn.

El pequeño, al verme, se alegra, pero cuando se da cuenta de que me estoy despidiendo de él, su gesto cambia. Su dura mirada vuelve y susurra:

—Prometiste que no te irías.

—Lo sé, cielo. Sé que te lo prometí, pero en ocasiones las cosas entre los adultos no salen como uno prevé, y al final, se complican más de lo que imaginabas.

—Todo es culpa mía —dice, y se le contrae la cara—. Si yo no hubiera cogido el skate, no me habría caído, y el tío y tú no habríais discutido.

Lo abrazo. Lo acuno. Nunca me habría imaginado que lloraría por mí, e intentando que las lágrimas no desborden mis ojos, murmuro:

—Escucha, Flyn. Tú no tienes la culpa de nada, cariño. Tu tío y yo...

—No quiero que te vayas. Contigo me lo paso bien, y eres..., eres buena conmigo.

—Escucha, cielo.

—¿Por qué te tienes que ir?

Sonrío con tristeza. Es incapaz de escucharme y yo de explicarle una vez más el absurdo cuento de por qué me voy. Al final, le quito las lágrimas de los ojos y le digo:

—Flyn, siempre me has demostrado que eres un hombrecito tan duro como tu tío. Ahora lo tienes que volver a ser, ¿vale? —El crío asiente, y prosigo—: Cuida bien a Calamar. Recuerda que él es tu superamigo y tu supermascota, y quiere mucho a Susto, ¿de acuerdo?

—Te lo prometo.

Sus ojos vidriosos me encogen el corazón y, tras darle un beso en la mejilla, murmuro:

—Escucha, cariño. Te prometo que vendré a verte dentro de un tiempo, ¿vale? Llamaré a Sonia y ella nos ayudará a que nos veamos, ¿quieres?

El niño asiente, levanta el pulgar, yo levanto el mío, los unimos y nos damos una palmada. Eso nos hace sonreír. Lo abrazo, lo beso y con todo el dolor de mi corazón salgo de la habitación.

Una vez fuera, no puedo respirar. Me llevo la mano al pecho y al final logro tomar aire. ¿Por qué todo tiene que ser tan triste? Cuando entro en mi habitación, abro el armario. Miro todas aquellas preciosas cosas que Eric me compró y, tras pensarlo, decido llevarme sólo lo que vino de Madrid. Al coger mis botas negras, veo una bolsa, la abro y sonrío con tristeza al ver mi disfraz de poli malota. No lo he estrenado. Por unas cosas u otras al final no me lo he puesto para Eric. Lo meto en una de las cajas, junto a mis vaqueros y mis camisetas. Después, entro en el baño y cojo mis pinturas y mis cremas. Nada de lo que hay allí es mío.

Cuando regreso a la habitación me acerco a mi mesilla. Vacío un cajón y miro los juguetes sexuales. Toco la joya anal con la piedra verde. Los vibradores. Los cubrepezones. Todo aquel arsenal no lo quiero, puesto que me recordará a él. Cierro el cajón. Allí se queda. Los ojos se me están cargando de lágrimas. Momento tonto. La culpable es la lamparita que meses atrás Eric compró en el rastro de Madrid y no sé qué hacer. La miro, la miro y la miro. Él compró las dos. Al final, decido llevármela. Es mía.

Me doy la vuelta, y Eric me está observando desde la puerta. Está impresionante con su vaquero de cintura baja y la camiseta negra. Se le ve algo demacrado. Preocupado. Pero imagino que yo estoy igual. No sé cuánto tiempo lleva ahí, pero lo que sí sé es que su mirada es fría e impersonal. Esa que pone cuando no quiere demostrar lo que siente. No quiero discutir. No me apetece y, mirándole, murmuro:

—La verdad es que estas lamparitas nunca han pegado con la decoración de tu habitación. Si no te importa, me llevo la mía.

Asiente. Entra en la habitación y, acercándose a la suya, murmura mientras la toca:

—Llévatela. Es tuya.

Me muerdo el labio. Guardo la lamparita en la caja y le escucho decir:

—Esto ha sido lo que siempre me ha llamado la atención de ti, que seas totalmente diferente de todo lo que me rodea.

No respondo. No puedo. Entonces, en un tono más calmado, Eric afirma:

—Judith, siento que todo acabe así.

—Más lo siento yo, te lo puedo asegurar —le recrimino.

Noto que se mueve por la habitación. Está nervioso y, finalmente, pregunta:

—¿Podemos hablar un momento como adultos?

Trago el nudo de emociones que tengo en mi garganta y asiento. Ya no me llama «pequeña», ni «morenita», ni «cariño». Ahora me llama «Judith» con todas sus letras. Me doy la vuelta y lo miro. Cada uno estamos a un lado de la cama. Nuestra cama. Ese lugar donde nos hemos amado, querido, besado, y Eric empieza:

—Escucha, Judith. No quiero que por mi culpa te veas privada de un trabajo. He hablado con Gerardo, el jefe de personal de la delegación de Müller de Madrid, y vuelves a tener el puesto que tenías cuando nos conocimos. Como no sé cuándo te querrás reincorporar, le he dicho que en el plazo de un mes te pondrás en contacto con él para retomar tu trabajo.

Niego con la cabeza. No quiero volver a trabajar en su empresa. Eric continúa:

—Judith, sé adulta. Una vez me dijiste que tu amigo Miguel necesitaba un trabajo para pagar su casa, su comida y poder vivir. Tú has de hacer lo mismo, y con el paro y la crisis que hay en España te resultará muy difícil conseguir un trabajo decente. Hay un nuevo jefe en ese departamento y sé que no tendrás ningún problema con él. En cuanto a mí, no te preocupes. No tienes por qué verme. Ya te he aburrido bastante.

Esta última frase me duele. Sé que la dice por lo que le grité la otra noche, pero no digo nada. Lo escucho. La cabeza me da vueltas, pero sé que tiene razón. Vuelve a tener razón. Contar con un trabajo hoy en día es algo que no está al alcance de todo el mundo y no puedo rechazar la oferta. Al final, accedo:

—De acuerdo. Hablaré con Gerardo.

Eric asiente.

—Espero que retomes tu vida, Judith, porque yo voy a retomar la mía. Como dijiste cuando besaste a Björn, ya no soy el dueño de tu boca ni tú de la mía.