Изменить стиль страницы

—Acabo de incumplir tu gran norma: desde este instante mi boca ya no es tuya.

El gesto de Eric es indescriptible. Sé que no esperaba eso de mí. Y ante la expresión alucinada de Björn, explico:

—Te lo voy a facilitar. No hace falta que me eches, porque ahora la que se va soy yo. Recogeré todas mis cosas y desapareceré de tu casa y de tu vida para siempre. Me tienes aburrida. Aburrida de tener que ocultarte las cosas. Aburrida por tus normas. ¡Aburrida! —grito. Pero antes de salir y con la respiración entrecortada siseo—: Sólo te voy a pedir un último favor: necesito que tu avión me lleve a mí, a Susto y a mis cosas hasta Madrid. No quiero meter a Susto en una jaula en la bodega de un avión y...

—¿Por qué no te callas? —maldice, furioso, Eric.

—Porque no me da la real gana.

—Chicos, por favor, serenaos —pide Björn—. Creo que estáis exagerando las cosas y...

—He estado callada —prosigo, obviando a Björn y mirando a Eric— cuatro días y a ti no te ha importado lo que yo pudiera pensar o sentir. No te ha importado mi dolor, mi furia o mi frustración. Por lo tanto, no me pidas ahora que me calle porque no lo voy a hacer.

Björn, alucinado, nos observa, y Eric murmura:

—¿Por qué estás diciendo tantas tonterías?

—Para mí no lo son.

Tensión. Nos miramos airados, y mi alemán pregunta:

—¿Por qué te vas a llevar a Susto?

Enardecida, me acerco a él.

—¿Qué pasa, vas a luchar por su custodia?

—Ni él ni tú os vais a ir. ¡Olvídate de ello!

Tras su grito, levanto el mentón, me retiro el pelo de la cara y musito:

—De acuerdo. Ya veo que no me vas a ayudar en lo referente a tu puñetero jet privado. ¡Perfecto! Susto se queda contigo. Ya encontraré la manera de llevármelo porque me niego a meterlo en la bodega de un avión. Pero que sepas que yo el domingo ¡me voy!

—Pues vete, ¡maldita sea! ¡Márchate! —grita, descontrolado.

Sin más, salgo del despacho mientras siento que de nuevo tengo el corazón partido.

Por la noche duermo en mi cuartito. Eric no me busca. No se preocupa por mí, y eso me desmotiva total y completamente. He cumplido su objetivo. Le he facilitado que no fuera él quien me echara de su casa y de su vida. Tumbada en la mullida alfombra junto a Susto, miro por la cristalera mientras soy consciente de que mi bonita historia de amor con este alemán se ha acabado.

Al día siguiente, cuando Eric se marcha a trabajar, estoy molida. La alfombra es la bomba, pero tengo la espalda destrozada. Cuando entro en la cocina, Simona, ajena a mi pena, me saluda. Tomo el café en silencio, hasta que le pido que se siente a mi lado. Cuando le cuento que me marcho, su rostro se contrae y, por primera vez en todo el tiempo que llevo aquí, veo a la mujer llorar con desconsuelo. Me abraza, y yo la abrazo.

Durante horas recojo todas las cosas que hay mías por la casa. Guardo fotos, libros, CD en cajas, y cada vez que cierro una con cinta, el corazón se me encoge. Por la tarde, quedo con Marta en el bar de Arthur, y cuando le digo que me marcho, sorprendida, dice:

—Pero ¿mi hermano es imbécil?

Su expresividad me hace sonreír y, tras tranquilizarla, murmuro:

—Es lo mejor, Marta. Está visto que tu hermano y yo nos queremos mucho, pero somos totalmente incapaces de arreglar nuestros problemas.

—Mi hermano y tú, no. ¡Mi hermano! —insiste ella—. Conozco a ese cabezón, y si tú te vas es, seguro, porque él no te lo ha puesto fácil. Pero te juro por mi madre que me va a oír. Le voy a poner verde por ser como es. ¿Cómo puede dejarte ir? ¿¡Cómo!?

Frida se suma a nuestro duelo y, durante horas, charlamos. Nos consolamos mutuamente, mientras Arthur se acerca a nosotras para traernos bebidas frescas. No sabe qué nos pasa. Lo único que sabe es que tan pronto lloramos como reímos.

De pronto, recuerdo algo. Miro el reloj. Es viernes, y son las siete y veinte.

—¿Sabéis dónde está la Trattoria de Vicenzo?

—¿Tienes hambre? —pregunta Marta.

Niego con la cabeza y les comento que a esa hora sé que Betta estará en ese lugar.

—¡Ah, no! —dice Frida al ver mi mirada—. ¡Ni se te ocurra! Si Eric se entera se enfadará más y...

—¿Y qué? —pregunto—. ¿Qué importa ya?

Las tres nos miramos y, como brujas, nos partimos de risa. Nos montamos en el coche de Marta y veinte minutos después estamos frente a ese lugar. Entre risas, urdimos un plan. Esa Betta se va a enterar de quién es Judith Flores.

Cuando entramos en el bonito restaurante, escaneo el local en busca de ella. Como imaginaba, está sentada a una mesa con varias personas. Durante un rato la observo. Parece encantada y feliz.

—Judith, si quieres, lo dejamos —susurra Marta.

Yo niego con la cabeza. Mi venganza se va a completar. Camino con decisión hasta la mesa, y Betta, cuando nos ve a las tres, se queda blanca. Yo sonrío, y le guiño un ojo. Para mala, ¡yo! Cuando estamos a su lado, Frida dice:

—Hombre, Betta. ¿Tú aquí?

—¡Vaya, vaya, qué casualidad! —digo, riendo, y Betta se descompone.

Todos los comensales que hay a la mesa nos miran, y yo me presento.

—Soy Judith Flores, española como Betta. —Todos asienten, y murmuro con una sonrisa encantadora y angelical—: Encantada de conocerlos.

Los comensales sonríen, y sin perder tiempo, pregunto:

—Un pajarito me ha dicho que hoy alguien te iba a preguntar algo importante. ¿Es cierto que te han pedido matrimonio?

Con una descolocada sonrisa, asiente, y su prometido, un hombre entradito en años, afirma, feliz:

—Sí, señorita. Y esta preciosidad ha dicho que sí. —Y cogiéndole la mano, añade—: De hecho, mi madre le acaba de dar el anillo de pedida de la familia, una verdadera joya.

Los invitados aplauden, y Marta, Frida y yo también. Todos sonríen mientras nos ofrecen unas copas de champán y, encantadas de la vida, las aceptamos y bebemos. Nos hacen hueco. Nos sentamos con ellos a la mesa, y Betta me observa. Yo sonrío y, mirando al futuro marido de ella, digo:

—Raimon, ella sí que es una joya..., una auténtica joyita.

El hombre asiente, orgulloso, y, divertida, junto a mis dos compinches, los animamos a que todos griten: «¡Que se besen!»

Betta me mira furiosa y, yo, encantada, aplaudo hasta que por fin se besan. Cuando lo hacen, cabeceo, y con una angelical voz, vuelvo a preguntar:

—¿Y quién es el primo Alfred?

Un joven de mi edad levanta la mano, y mirándolo, pregunto:

—¿Le has dicho a Raimon que tú te acuestas con Betta también? Creo que merece saberlo, aunque todo quede en familia.

Las caras de todos cambian. Raimon, el novio, se levanta y pregunta:

—¿Cómo dice, joven?

Con pesar, asiento. Toco en el hombro al pobre Raimon, me levanto y cuchicheo:

—Vamos, Alfred, ¡cuéntaselo!

Todos miran al abochornado joven, y Frida insiste:

—Venga, Alfred..., es tu primo. Es lo mínimo que puedes hacer.

Betta está roja. No sabe dónde meterse mientras los que iban a convertirse en sus suegros le exigen que les devuelva el anillo de la familia. Encantada por ver aquello, miro al descolorido Raimon y murmuro:

—Sé que es una putada lo que te estoy contando, pero a la larga me lo vas a agradecer, Raimon. Esta joyita sólo se casa contigo por tu dinero. En la cama, no le pones nada y se acuesta con media Alemania. Y antes de que lo preguntes, sí, lo puedo demostrar.

Fuera de sí, Betta se levanta y grita mientras la madre de Raimon le estira del dedo para recuperar su anillo:

—¡Mentira, eso es mentira! ¡Raimon, no la escuches!

Marta, que ha estado callada hasta este instante, sonríe con malicia y apunta:

—Betta..., Betta..., que te conocemos. —Y mirando a los comensales, añade—: Mi hermano se llama Eric Zimmerman, salió con ella un tiempo, pero la dejó cuando la encontró con su propio padre retozando en la cama. ¿Qué les parece? Feo, ¿verdad?