Изменить стиль страницы

Dios, ¿lo va a hacer?

¿Va a bailar conmigo en medio de la calle?

¡Increíble!

Con decisión, se para frente a mí y murmura:

—Baila conmigo.

Me tiro a sus brazos. Esto me hace feliz. Ver que es capaz de parar el coche en medio de una calle muy transitada y bailar conmigo sin ningún pudor es maravilloso.

—Como dice la canción eres el sol de mi vida y, si te veo triste, yo no puedo ser feliz —susurra en mi oído—. Te prometo, pequeña, que iremos a España siempre que quieras, que tu familia vendrá a nuestra casa siempre que quiera, pero, por favor, sonríe; si yo no te veo sonreír, no puedo ser feliz.

Sus palabras me tocan de lleno el corazón. Me emocionan. Lo abrazo y asiento. Bailo con él y disfruto de ese momento mágico. La gente que pasa por nuestro lado nos mira. No entiende que hagamos eso. Sonrío. No importa lo que piensen, y sé que a Eric tampoco le importa. Cuando la canción acaba, lo miro y susurro, dichosa y feliz:

—Te quiero con toda mi alma, tesoro.

Asiente. Disfruta con mis palabras.

—Sigo esperando que quieras casarte conmigo.

Eso me hace sonreír. Y aclaro.

—Cariño..., eso fue un impulso. ¿No lo habrás tomado en serio?

Mi Iceman me mira..., me mira y, finalmente, dice:

—Sí.

—Pero, Eric, ¿de qué hablas? Yo no soy de casarme ni esas cosas.

Mi loco amor me besa.

—En casa tenemos en el frigorífico una estupenda botella de Moët Chandon rosado. ¿Qué te parece si nos la bebemos y hablamos de ese impulso?

Calor. Emoción. Nerviosismo.

¿De verdad está hablando de matrimonio?

Pero conteniendo mis nervios, sonrío y pregunto mimosa:

—¿Moët Chandon rosado?

—¡Ajá! —sonríe.

—Ese de las pegatinas rosas que huele a fresas silvestres —me mofo al recordar la primera vez que llevó esa botella a mi casa de Madrid.

—Sí, pequeña.

Suelto una carcajada y murmuro, sin separarme de él:

—De momento, vayamos a por la botella

De pronto, suena el móvil de Eric. Ha recibido un mensaje. Me besa. Devora mi boca y, cuando ambos nos damos por satisfechos, entramos en el coche. Hace frío. Mira su móvil y dice:

—Cielo, tengo que pasar un momento por la oficina, ¿te importa?

Enamorada hasta las trancas de ese hombre, niego con la cabeza y sonrío. Veinte minutos después, llegamos hasta la mismísima puerta. Son las diez de la noche y poca gente se ve en la calle. Cuando entramos en el hall, los guardias de seguridad nos saludan. Me miran con sorpresa y sonrío. Ellos no sonríen.

¡Aisss, madre!, lo que les cuesta a los alemanes sonreír.

Cuando llegamos a la planta presidencial, observo que no hay nadie. La oficina está completamente vacía. Tengo que ir al baño.

—Eric, ¿dónde están los baños aquí?

Señala a mi derecha y corro hacia ellos, mientras él dice:

—Te espero en mi despacho.

Una vez que hago lo que tengo que hacer, me miro al espejo y me coloco el pelo. Mi aspecto es dulce y jovial. Vestida con aquel jersey rosa que me ha regalado mi padre y los vaqueros parezco más joven de lo que soy.

Pienso en lo que Eric me ha dicho minutos antes. ¿Boda? ¿Realmente deberíamos casarnos?

Sonrío, sonrío, sonrío.

Con una esplendorosa sonrisa salgo del baño y me encamino hacia el despacho de Eric. Cuando abro la puerta me quedo con la boca abierta y mi sonrisa desaparece al ver a Amanda frente a Eric ataviada con un sexy y sugerente vestido rojo. ¡Lagarta!

Durante unos segundos, ellos no me ven. Observo cómo se agacha hacia Eric mientras le enseña unos papeles. Sus pechos están demasiado cerca de él e intuyo que busca algo más que trabajo. Eric sonríe. Ella le toca el hombro, y él no dice nada. ¡Los mato!

Sigo observándolos unos minutos. Hablan. Miran papeles. Al final, Amanda, con coquetería, se sienta en la mesa y cruza las piernas ante mi Iceman. Mis celos son intensos. Demasiado intensos. Peligrosos. Cuando no puedo más cierro con fuerza la puerta del despacho, y ambos me miran.

Mi cara ya no es la de la dulce jovencita del baño. Estoy por gritar como Shakira. ¡Rabiosa! Lo que acabo de ver me subleva. Esa mujer y sus artimañas sacan lo peor de mí. La cara de sorpresa de Amanda lo dice todo. No me esperaba aquí. Con decisión y cierta chulería me acerco hasta donde ellos están. Eric me mira. Tiene una ceja arqueada.

—Hombre, Amanda, ¡cuánto tiempo sin verte!

Ella se baja de la mesa, se recompone el vestido y se aleja unos pasos de Eric. Se toca su cuidadísimo pelo rubio, clava su impersonal mirada en mí y responde con una prefabricada sonrisa:

—Querida Judith, qué alegría verte.

¡Será mentirosa...!

Se acerca para saludarme, pero yo prefiero las cosas claritas. La detengo y digo con voz de enfado:

—Ni se te ocurra tocarme, ¿entendido?

Eric se levanta. Prevé problemas, y antes de que abra la boca, digo señalándole:

—Tú, cállate. Estoy hablando con Amanda. Después hablaré contigo.

La mujer sonríe. Se siente bien ante el gesto de disgusto de Eric. Nos miramos con odio. Está claro que nunca seremos amigas. Soy consciente de que en ese momento nuestras pintas nada tienen que ver. Ella va vestida con un sexy y rojo vestido ceñido y unos taconazos de infarto, y yo voy con jersey rosita, vaqueros y botas planas. Vamos..., imposible competir.

Ella es consciente de esto. Lo sé por cómo me mira. Pero estoy dispuesta a dejar claro lo que pasa por mi cabeza, así que digo con seguridad:

—No necesito ir vestida de fulana para volver loco a un hombre. Empezando porque ya tengo pareja, que, mira por dónde, ¡qué casualidad!, es la misma a la que te estabas insinuando, ¡so perra!

Amanda va a protestar cuando, levantando un dedo, la hago callar.

—Trabajas para Eric. Para mi novio. Limítate a eso, a trabajar, y no busques nada más.

—Jud... —gruñe Eric.

Pero, sin hacerle caso, continúo:

—Si vuelvo a ver que intentas con él cualquier otra cosa, te juro que lo vas a lamentar. Esta vez no va a ocurrir como la última en que nos vimos. En esta ocasión, yo no me voy a ir. Si alguien se va a marchar, vas a ser tú, ¿me has entendido?

Eric se mueve de su silla. Amanda nos mira y responde:

—Creo..., creo que te estás equivocando, querida.

Dispuesta a marcar mi territorio, le doy con el dedo en el prominente canalillo, y siseo:

—Déjate de «querida» y de gilipolleces. Aléjate de Eric, pedazo de zorra, ¿de acuerdo?

—Jud... —me regaña Eric, incrédulo.

Amanda, humillada, recoge sus cosas y se va, aunque antes mira hacia atrás y dice:

—Mañana te llamaré.

Eric asiente. Ella se va, y yo, enfadada, siseo:

—Como me digas que no te has dado cuenta de cómo esa tiparraca se te insinuaba hace unos segundos, te juro que cojo esa estatuilla que hay encima de tu mesa y te abro la cabeza. —No responde, y prosigo—: Me acabas de decepcionar, ¡imbécil! Esta idiota te estaba poniendo las tetas en la cara, y tú lo estabas permitiendo.

—Te equivocas.

—No, no me equivoco. Entre Amanda y tú hay tal familiaridad que no te das cuenta, ¿verdad? Pues genial... ¡sigamos por ese camino! Cuando vea a Fernando la próxima vez, como hay familiaridad entre nosotros, sin importarme lo que tú pienses o sientas, me voy a sentar en sus piernas para hablar con él, o le voy a poner mis tetas en la cara, ¿te parece bien?

—Te estás pasando, Jud —sisea furioso.

—¡Y una mierda! —grito—. Te has pasado tú.

Su cara de cabreo es un poema. Sé que estoy exagerando; lo que he visto ha sido tonteo por parte de Amanda y no de Eric, pero ya no puedo parar.

—Tú deberías haber cortado ya el rollo con Amanda. Os he visto. ¡Joder! He visto cómo te miraba ella, y..., y... si yo no te hubiera acompañado, habrías terminado tirándotela sobre la mesa como otras veces, ¿no crees?

—Yo que tú no continuaría por ese camino... —insiste con frialdad.

—¿A cuento de qué te tiene que hacer venir a la oficina a estas horas? —No contesta—. Pero ¿no has visto cómo iba vestida? Simplemente buscaba sexo. Ni más ni menos. Y tú eres tan idiota que no te das cuenta, ¿verdad?