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—Oye, cariño, yo no sabía quién era ese hombre. Solamente he sido simpática y...

—Pues no lo seas —me corta—. A ver cuándo te das cuenta de que aquí, si eres tan simpática con un hombre, se creen que estás ligando.

Eso me hace sonreír. Los alemanes son algo particulares en muchas cosas, y ésa es una de ellas.

—¿Estás celoso?

Eric no responde. Me mira con esos ojazos que me tienen loca. Al final, sisea:

—¿He de estarlo?

Niego con la cabeza mientras le doy al botón de los CD del coche y me sorprendo al ver que Eric escucha mi música. Mientras Eric protesta y yo sonrío, Luis Miguel canta:

Tanto tiempo disfrutamos de este amor, nuestras almas se acercaron tanto así,

que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también, sabor a mí.

¡Oh, Dios, qué bolero más romántico!

Miro a Eric. Su ceño fruncido me hace suspirar, y sin dejarle continuar con sus quejas, pregunto:

—¿Estás mejor de tu dolor de cabeza?

—Sí.

Tengo que hacer algo. Tengo que relajarlo y hacerlo sonreír. Por ello, digo:

—Sal del coche.

Sorprendido, me mira y pregunta:

—¿Cómo?

Abro la puerta del coche y repito:

—Sal del coche.

—¿Para qué?

—Sal del coche, y lo sabrás —insisto.

Cuando lo hace, da un portazo. En su línea. Antes de salir yo subo la música a tope y dejo mi puerta abierta. Susto sale también. Después, camino hacia donde está mi gruñón preferido y, abrazándolo, digo ante su cara de mosqueo:

—Baila conmigo.

—¡¿Qué?!

—Baila conmigo —insisto.

—¿Aquí?

—Sí.

—¿En medio de la calle?

—Sí... Y bajo la nieve. ¿No te parece romántico e ideal?

Eric maldice. Yo sonrío. Va a darse la vuelta, pero dándole un tirón del brazo, le exijo tras propinarle un fuerte azote:

—¡Baila conmigo!

Duelo de titanes. Alemania contra España. Al final, cuando arrugo la nariz y sonrío, claudica.

¡Olé la fuerza española!

Me abraza. Es un momento mágico. Un instante irrepetible. Baila conmigo. Se relaja. Cierro los ojos en los brazos de mi amor mientras la voz de Luis Miguel dice:

Pasarán más de mil años, muchos más.

Yo no sé si tendrá amor la eternidad.

Pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás

sabor a mí.

—Tiene su puntillo verte celoso, cariño, pero no has de estarlo. Tú para mí eres único e irrepetible —murmuro sin mirarlo, abrazada a él.

Noto que sonríe. Yo lo hago también. Bailamos en silencio, y cuando la canción termina, lo miro y pregunto:

—¿Más tranquilo? —No responde. Sólo me observa, y añado mientras le pongo caritas—: Te quiero, Iceman.

Eric me besa. Devora mis labios y murmura sobre mi boca:

—Yo sí que te quiero, cuchufleta.

33

Llega mi cumpleaños, el 4 de marzo. Veintiséis añazos. Hablo con mi familia, y todos me felicitan con alegría. Los añoro. Tengo ganas de verlos y achucharlos, y prometo ir pronto a visitarlos. Sonia, la madre de Eric, da una cena en su casa por mi cumpleaños. Ha invitado a Frida, Andrés y a los amigos que conoce. Estoy feliz.

Flyn me ha regalado un colgante muy bonito de cristal que luzco con orgullo. Que el pequeño me haya buscado y me haya dado ese regalo ha sido especial. Muy especial. Eric me regala una preciosa pulsera de oro blanco. En ella está grabado su nombre y el mío, y me emociona. Es maravillosa. Pero el regalo que me pone la carne de gallina es cuando mi amor me dice que me quite el anillo que me regaló y me obliga a leer lo que hay en su interior: «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre».

—Pero ¿cuándo has puesto esto? —pregunto boquiabierta.

Eric ríe. Está feliz.

—Una noche mientras dormías. Te lo quité. Norbert lo llevó a un joyero amigo y cuando lo trajo en un par de horas te lo puse. Sabía que no te lo quitarías y que no lo verías.

Lo abrazo. Ese tipo de sorpresas son las que me gustan, las que no me espero, y más cuando con voz ronca me besa y murmura sobre mi boca:

—No lo olvides, pequeña, ahora y siempre.

Una hora después, tras arreglarme, me miro en el espejo. Me gusta mi imagen. El vestido de gasa negro que Eric me compró me encanta. Observo mi pelo. Decido dejármelo suelto. A Eric le gusta mi pelo. Le gusta tocarlo, olerlo, y eso me excita.

La puerta de la habitación se abre y el dueño de mis deseos aparece. Está guapísimo con su esmoquin oscuro y su pajarita.

«¡Mmm!, ¡¿pajarita?! Qué sexy. Cuando regresemos le quiero desnudo con la pajarita», pienso, pero mirándole pregunto:

—¿Qué te parezco?

Eric recorre mi cuerpo con su mirada y en su escaneo siento el ardor de lo que le parezco. Finalmente, ladea la boca y, con una peligrosa sonrisa, murmura:

—Sexy. Excitante. Maravillosa.

Por favor..., ¡¡¡que me lo como!!!

Acalorada, dejo que me abrace. Sus manos tocan mi desnuda espalda y yo sonrío cuando su boca encuentra la mía. Ardor. Durante unos segundos, nos besamos, nos disfrutamos, nos excitamos, y cuando estoy a punto de arrancarle el esmoquin, se separa de mí.

—Vamos, morenita. Mi madre nos espera.

Miro el reloj. Las cinco.

—¿Tan pronto vamos a ir a la casa de tu madre?

—Mejor pronto que tarde, ¿no crees?

Cuando me suelta, sonrío. ¡Malditas prisas alemanas!

—Dame cinco minutos y bajo.

Eric asiente. Vuelve a darme otro beso en los labios y desaparece de la habitación dejándome sola. Sin tiempo que perder, me pongo los zapatos de tacón, me vuelvo a mirar en el espejo y me retoco los labios. Una vez que termino, sonrío, cojo el bolsito que hace juego con el vestido y, encantada y dispuesta a pasarlo bien, salgo de la habitación.

Cuando bajo la bonita escalera, Simona acude a mi encuentro.

—Está usted bellísima, señorita Judith.

Contenta, sonrío y le doy un achuchón. Necesito achucharla. Susto y Calamar vienen a saludarme. Una vez que suelto a Simona, con una candorosa sonrisa, me mira y dice mientras se lleva a los perros:

—El señor y el pequeño Flyn la esperan en el salón.

Encantada de la vida y con una gran sonrisa en los labios, me dirijo hacia allí. Cuando abro la puerta, una corriente eléctrica recorre todo mi cuerpo y, contrayéndoseme la cara, me llevo la mano a la boca y, emocionada como pocas veces en mi vida, me pongo a llorar.

—¡Cuchufletaaaaaaaaaaa! —grita mi hermana.

Ante mí están mi padre, mi hermana y mi sobrina.

No puedo hablar. No puedo andar. Sólo puedo llorar mientras mi padre corre hacia mí y me abraza. Calidez. Eso siento al tenerlo cerca. Finalmente, sólo puedo decir:

—¡Papá! ¡Papá, qué bien que estés aquí!

—¡Titaaaaaaaaaaaa!

Mi sobrina corre a besuquearme junto a mi hermana. Todos me abrazan y durante unos minutos un caos de risas, lloros y gritos impera en el salón, en tanto observo el gesto serio de Flyn y la emoción de Eric.

Cuando me repongo de esa estupenda sorpresa, me retiro los lagrimones de las mejillas y pregunto:

—Pero..., pero ¿cuándo habéis llegado?

Mi padre, más emocionado que yo, responde:

—Hace una hora. Menudo frío hace en Alemania.

—¡Aisss, cuchu, estás preciosa con ese vestido!

Me doy una vueltecita ante mi hermana y, divertida, respondo:

—Es un regalo de Eric. ¿A que es precioso?

—Alucinante.

Al no ver a mi cuñado en el salón, pregunto:

—¿Jesús no ha venido?

—No, cuchu...Ya sabes, el trabajo.

Asiento y mi hermana sonríe. La beso. La quiero. Mi sobrina, que está como loca agarrada a mi cintura, grita:

—¡No veas cómo mola el avión del tito Eric! La azafata me ha dado chocolatinas y batidos de vainilla.

Eric se acerca a nosotros y, tomándome de la mano, dice tras besármela: