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Eric ríe. Le encanta ver el buen rollo que hay últimamente entre su sobrino y yo. Con dulzura, dejo que me bese sin mostrar mis pies. Le doy un beso en los labios.

—¿Cómo está el agua? —pregunta.

—¡Estupenda! —decimos al unísono Flyn y yo.

Encantado, toca la cabeza mojada de su sobrino y, antes de salir por la puerta, indica:

—Poneos un bañador si queréis seguir en el agua.

—Vamos, cariño. ¡Anímate y ven!

Iceman me mira, y antes de desaparecer por la puerta, contesta con gesto cansado:

—Tengo cosas que hacer, Jud.

En cuanto Eric cierra la puerta, nos sentamos en el borde de la piscina. Rápidamente, nos quitamos los patines y los escondemos en un armario que hay al fondo.

—Ha faltado poco —murmuro, empapada.

El pequeño ríe, yo también, y sin más nos volvemos a tirar a la piscina. Cuando salimos una hora después de ella, Flyn se agarra a mi cintura.

—No quiero que te vayas nunca, ¿me lo prometes?

Emocionada por el cariño que el niño me demuestra, le beso en la cabeza.

—Prometido.

Esa tarde, Flyn se marcha a casa de Sonia. Según él, tiene cosas que hacer. Su secretismos me hacen gracia. Eric está serio. No está enfadado, pero su gesto me demuestra que le ocurre algo. Intento hablar con él y al final consigo saber que le duele la cabeza. Eso me alarma. ¡Sus ojos! Sin decir nada se va a descansar a nuestra habitación. No lo sigo. Quiere estar solo.

Sobre las seis de la tarde, Susto, aburrido porque Flyn se ha llevado a Calamar, me pide a su manera que vayamos a dar su paseo. Eric ya ha salido de nuestra habitación y está en su despacho. Tiene mejor aspecto. Sonríe. Eso me tranquiliza. Intento que me acompañe, que le dé el aire. Pero se niega. Al final, desisto.

Abrigada con mi plumón rojo, gorro, guantes y bufanda, salgo al exterior de la casa. No hace frío. Susto corre, y yo corro tras él. Cuando traspasamos la verja negra, comienzo a tirarle bolas de nieve. El perro, divertido, corre y corre mientras da vueltas a mi alrededor.

Durante un buen rato, paseamos por la carretera. La urbanización donde vivimos es enorme y decido disfrutar de la tarde y caminar aunque ya ha anochecido. De pronto, veo un coche parado en la cuneta. Con curiosidad me acerco. Un hombre trajeado de unos cuarenta años habla por teléfono con el cejo fruncido.

—Llevo esperando la jodida grúa más de una hora. Mándela ¡ya!

Dicho esto cuelga y me mira. Yo sonrío y pregunto:

—¿Problemas?

El trajeado asiente y, sin muchas ganas de hablar, contesta:

—Las luces del coche.

Curiosa, miro el coche. Un Mercedes.

—¿Puedo echarle un ojo a su automóvil?

—¿Usted?

Ese «¿usted?» con sonrisita de superioridad no me gusta, pero suspiro, lo miro y respondo:

—Sí, yo. —Y al ver que no se mueve, insisto—. No tiene nada que perder, ¿no cree?

Boquiabierto, asiente. Susto está a mi lado. Le pido que abra el capó, y lo hace desde el interior del coche. Una vez abierto, cojo la varilla y lo aseguro para que no se cierre. Mi padre siempre me ha dicho que lo primero que tengo que mirar cuando me fallan las luces del coche son los fusibles. Con la mirada, busco dónde está la caja de fusibles en ese modelo de coche, y cuando la localizo, la abro. Miro un par de ellos y encuentro lo que pasa.

—Tiene un fusible fundido.

El hombre me mira como si le estuviera explicando la teoría del calamar adobado.

—¿Ve esto? —digo, enseñándole el fusible de color azul. El hombre asiente—. Si se fija, verá que está fundido. No se preocupe, la luz de su coche está bien. Sólo hay que cambiar el fusible para que la bombilla del coche vuelva a funcionar.

—Increíble —asiente el hombre, mirándome.

¡Oh, Dios!, cómo me gusta dejar a los hombres boquiabiertos por estas cosas. ¡Gracias, papá! Cuánto agradezco que mi padre me enseñara a ser algo más que una princesa.

Separándome de él, que se ha acercado más de la cuenta, pregunto:

—¿Tiene fusibles?

Vuelvo a darme cuenta de que no tiene ni idea de lo que le pregunto y, divertida, insisto:

—¿Sabe dónde tiene la caja de herramientas del coche?

El guapo trajeado abre el portón trasero del vehículo y me entrega lo que le pido. Bajo su atenta mirada, busco el fusible del amperaje que necesito y, tras encontrarlo, lo introduzco donde corresponde, y dos segundos después la luz delantera del coche vuelve a funcionar.

La cara del tipo es increíble. Le acabo de dejar alucinado. Que una desconocida, una mujer, se le acerque y le arregle el coche en un pispás le ha dejado totalmente descolocado. Y acercándose a mí, dice:

—Muchas gracias, señorita.

—De nada —sonrío.

Me mira con sus ojos claros y, tendiéndome la mano, dice:

—Mi nombre es Leonard Guztle, ¿y usted es?

Le doy la mano, y respondo:

—Judith. Judith Flores.

—¿Española?

—Sí —sonrío, encantada.

—Me encantan los españoles, sus vinos y la tortilla de patatas.

Asiento y suspiro. Éste, al menos, no ha dicho «¡olé!».

—¿Puedo tutearla?

—Por supuesto, Leonard.

Durante unos segundos, siento que recorre con sus claros ojos mi cara, hasta que pregunta:

—Me gustaría invitarte a una copa. Después de lo que has hecho por mí, es lo mínimo que puedo hacer para agradecértelo.

¡Vaya!, ¿está ligando conmigo?

Pero dispuesta a cortar eso de raíz, sonrío y respondo:

—Gracias, pero no. Llevo algo de prisa.

—¿Puedo llevarte donde me digas? —insiste.

En ese momento, Susto da un ladrido y corre hacia un coche que se acerca a nosotros. Es Eric. Su mirada y la mía se cruzan, y ¡guau!, está serio. Para el coche, se baja y, acercándose a mí, murmura tras besarme y agarrarme por la cintura.

—Estaba preocupado. Tardabas demasiado. —Después, mira al hombre, que nos observa, y dice, tendiéndole la mano—. ¡Hola, Leo!, ¿qué tal?

¡Vaya, se conocen!

Sorprendido por la presencia de Eric, el hombre nos mira y mi chico aclara:

—Veo que has conocido a mi novia.

Un silencio tenso toma el lugar, y yo no entiendo nada, hasta que Leonard, repuesto por encontrarse con Eric, asiente y da un paso atrás.

—No sabía que Judith fuera tu novia. —Ambos cabecean, y Leonard prosigue—: Pero quiero que sepas que ella solita me acaba de arreglar el coche.

—Venga, ya..., si sólo te he cambiado un fusible.

Leonard sonríe, y murmura mientras toca con su dedo la congelada punta de mi nariz:

—Has sabido hacer algo que yo no sabía, y eso, jovencita, me ha sorprendido.

Tensión. Eric no sonríe.

—¿Cómo está tu madre? —pregunta el hombre.

—Bien.

—¿Y el pequeño Flyn?

—Perfecto —responde Eric con sequedad.

¿Qué ocurre? ¿Qué les pasa? No entiendo nada. Al final nos despedimos. Leornard arranca su Mercedes, encience las luces y se va. Eric, Susto y yo nos montamos en el coche. Arranca, pero sin moverse de su sitio, pregunta:

—¿Qué hacías con Leo a solas?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Venga, va..., estaba sin luces en el coche y le he cambiado un fusible. Sólo he hecho eso, no te enfades.

—¿Y por qué has tenido que hacerlo?

Atónita por esa absurda pregunta, murmuro:

—Pues, Eric..., porque me ha salido así. Mi padre me ha educado de esta manera. Por cierto, ¿de qué lo conoces?

Eric me mira.

—Ese imbécil al que le has arreglado el coche es Leo, el que era el novio de Hannah cuando ocurrió todo y el que se desprendió de Flyn sin pensar en él.

¡Las carnes se me abren!

¿Ese idiota es quien no quiso saber de Flyn cuando Hannah murió? Si lo sé, le arregla el fusible a ese estúpido su tía la del pueblo.

Los ojos de Eric escupen fuego. Está muy enfadado. Con frustración por los recuerdos que esto le trae, da un golpe al volante con las manos.

—Parecías muy a gusto con él.

No quiero discutir e, intentando mantener el control, murmuro: