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Asiento, y Eric me indica que baje del coche. Hace un frío pelón. Me encojo en el interior de mi plumón rojo y comienzo a caminar de la mano con Eric. Me sujeta con seguridad. Su mano se acopla a la mía tan bien que sonrío, encantada. En seguida, veo que vamos directos a un hotel y leo NH Munchën Dornach.

Cuando entramos, Eric pregunta por la habitación del señor Dexter Ramírez. Nos indican el número, y tras llamarlo para confirmar nuestra llegada, Eric y yo nos introducimos en el ascensor. Estoy nerviosa. ¿Tan especial es este Dexter? Eric, agarrado a mi cintura, sonríe, me besa y murmura:

—Tranquila, todo irá bien. Te lo prometo.

Llegamos ante una puerta que está entornada. Eric toca con los nudillos y oigo decir en español:

—Eric, pasa.

Mi vagina comienza a lubricarse. Eric me coge del brazo y entramos. Cierra la puerta y escuchamos:

—Ahorita salgo.

Entramos en un amplio y bonito salón. A la derecha, hay una puerta abierta desde donde veo la cama. Eric me observa. Sabe que lo estoy mirando todo con curiosidad. Se acerca a mí y pregunta:

—¿Excitada?

Lo miro y asiento. No voy a mentir. En ese momento, aparece un hombre de la edad de Eric sentado en una silla de ruedas.

—Eric, ¡cuate! ¿Cómo estás?

Choca su mano con la de él, y después el hombre dice mientras pasea sus ojos por mi cuerpo:

—Y tú debes de ser Judith, la diosa que tiene a mi amigo atontado, por no decir enamorado, ¿verdad?

Eso me hace sonreír, aunque estoy sorprendida de verlo en aquella silla.

—Exacto —respondo—. Y que conste que me encanta tenerlo atontado y enamorado.

El hombre, tras cruzar una divertida mirada con Eric, coge mi mano, la besa y murmura con galantería:

—Diosa, soy Dexter, un mexicano que cae rendido a tus pies.

¡Vaya, mexicano! Como el culebrón de «Locura esmeralda». Eso me hace sonreír, aunque me apena verlo en silla de ruedas. ¡Es tan joven! Pero tras cinco minutos de charla con él, soy consciente de la vitalidad y buen rollo que desprende.

—¿Qué queréis beber?

Se lo decimos y Dexter abre un minibar y lo prepara. Me observa. Me mira con curiosidad, y Eric me besa. Cuando nos da las bebidas, sedienta, doy un gran trago a mi cubata.

—Me gustan las botas de tu mujer.

Sorprendida por aquel comentario, toco mis botas. Eric sonríe y me indica, tras besarme en el cuello:

—Cariño, desnúdate.

¿Así? ¿En frío?

¡Joder, qué fuerte!

Pero dispuesta a ello y sin ningún pudor, lo hago. Quiero jugar. Yo lo he pedido. Dexter y Eric no me quitan ojo mientras me desprendo de la ropa, y yo me recreo en excitarlos. Una vez que estoy completamente desnuda, Dexter dice:

—Quiero que te pongas las botas de nuevo.

Eric me mira. Recuerdo lo que ha dicho Frida de que a éste le gusta ordenar. Entro en su juego, cojo las botas y me las pongo. Desnuda y con las botas negras que me llegan hasta la mitad de los muslos, me siento sexy, perversa.

—Camina hacia el fondo de la habitación. Quiero verte.

Hago lo que él me pide. Mientras camino sé que los dos me miran el trasero; lo muevo. Llego hasta el final de la habitación y regreso. El hombre clava la mirada en mi monte de Venus.

—Bonito tatuaje. Como decimos en mi país, ¡muy padre!

Eric asiente. Da un trago a su whisky y responde sin apartar sus ojazos de mí:

—Maravilloso.

Dexter alarga su mano, la pasa por mi tatuaje y, mirando a Eric, señala:

—Llévala a la cama, güey. Me muero por jugar con tu mujer.

Eric me coge de la mano, se levanta y me lleva hasta la habitación contigua. Me hace poner a cuatro patas en la cama y, tras abrirme las piernas, dice mientras se desnuda:

—No te muevas.

Excitante. Todo esto me parece excitante.

Miro hacia atrás, y veo que Dexter se acerca a nosotros en su silla. Llega hasta la cama. Toca mis muslos, la cara interna de mis piernas y sus manos alcanzan las cachas de mi trasero. Las estruja y da un azote. Después otro, otro y otro, y dice:

—Me gustan los traseros enrojecidos.

Después, pasea su mano por mi hendidura y juguetea con mis humedecidos labios.

—Siéntate en la cama y mírame.

Obedezco.

—Diosa..., mi aparatito no funciona, pero me excito y disfruto tocando, ordenando y mirando. Eric sabe lo que me gusta. —Ambos sonríen—. Soy un poco mandón, pero espero que los tres lo pasemos bien, aunque ya me ha advertido tu novio que tu boca es sólo suya.

—Exacto. Sólo suya —asiento.

El mexicano sonríe, y antes de que diga nada, añado:

—Eric sabe lo que te gusta, pero yo quiero saber cómo te gustan las mujeres.

—Calientes y morbosas. —Y sin dejar de mirarme, pregunta—: Eric, ¿tu mujer es así?

Mi Iceman pasea su lujuriosa mirada sobre mí y asiente.

—Sí, lo es.

Su seguridad me hace jadear y, dispuesta a ser todo eso que él afirma que soy, lo animo:

—¿Qué es lo que deseas de mí, Dexter?

El hombre mira a Eric, y tras éste asentir, puntualiza:

—Quiero tocarte, atarte, chuparte y masturbarte. Dirigiré los juegos, os pediré posturas y lo pasaré chévere con lo que hacéis. ¿Estás dispuesta?

—Sí.

Dexter coge una bolsa que cuelga de la silla y dice, tendiéndomela:

—Tengo ciertos juguetitos sin estrenar que quiero probar contigo.

Abro la bolsa. Veo una nueva joya anal. Esta vez con el cristal rosa. Me sorprendo y sonrío. ¿Estará de moda eso en Alemania? Con curiosidad abro una cajita donde hay una cadenita con una especie de pinza en cada extremo, y cuando la cierro, observo un par de consoladores. Son suaves y rugosos. Uno de ellos es un arnés con vibración. Los toco, y Dexter explica:

—Quiero introducirlos dentro de ti; si me dejas, claro.

Eric me aprieta contra él y afirma con voz ronca:

—Te dejará, ¿verdad, Jud?

Asiento.

Calor..., tengo mucho calor.

Dexter coge la bolsa, saca la cajita que he abierto segundos antes, me enseña la cadena y murmura:

—Dame tus pechos. Voy a ponerles estos clamps.

No sé qué es eso. Miro a Eric, y éste me indica tras tocarlos:

—Tranquila, no dolerá. Estas pinzas son suaves.

Acerco mis pechos a aquel hombre, y entonces la carne se me pone de gallina cuando con aquella especie de pinza oscura agarra un pezón y después, con la otra pinza, el otro. Mis pechos quedan unidos por una cadenita y, cuando tira de ella, mis pezones se alargan, y yo jadeo mientras siento un hormigueo excitante.

Dexter sonríe. Disfruta, y sin apartar sus oscuros ojos de mí, susurra en voz baja:

—Quiero verte atada a la cama para masturbarte y después quiero ver cómo Eric te folla.

Jadeo y, dispuesta a todo, me levanto, saco las cuerdas que hay en la bolsa y, ofreciéndoselas a mi amor, murmuro:

—Átame.

Eric me mira, coge las cuerdas y, sobre mi boca, susurra:

—¿Estás segura?

Lo miro a los ojos, y totalmente excitada por lo que allí está ocurriendo, asiento:

—Sí.

Me tumbo en la cama. Mis pezones, al estirarme, se contraen. Eric ata mis manos y pasa la cuerda por el cabecero. Después, me anuda un tobillo, que ata a un lado de la cama y, finalmente, al otro. Estoy totalmente abierta de piernas e inmovilizada para ellos.

Dexter, con pericia, se pasa de la silla a la cama y me mira. Tira de la cadenita de mis pezones, y yo gimo.

—Eric..., tienes una mujer muy caliente.

—Lo sé —asiente mientras me mira.

Mi vagina se lubrica sola, y Dexter añade:

—¿Te gusta el sado, diosa?

Eric sonríe, y yo contesto:

—No.

Dexter asiente y vuelve a preguntar:

—¿Te excita que utilicemos tu cuerpo en busca de nuestro propio placer?

—Sí —respondo.

Vuelve a tirar de la cadenita, y mis pezones se endurecen como nunca. Jadeo, grito, y pregunta de nuevo:

—Te pone cachonda lo que hago.

—Sí.

Pasa uno de los consoladores por mi húmeda vagina.