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También he acompañado en varias ocasiones a Eric al campo de tiro olímpico. Sigue sin gustarme el rollito de las armas, pero disfruto al ver lo bien que él lo hace. Me siento orgullosa. Una de las mañanas que estamos ahí me presenta a unos amigos, y uno de ellos pregunta si soy española. Directamente, niego con la cabeza e indico: «¡Brasileña!». De inmediato el hombre dice: «Samba, caipirinha». Yo asiento y me río. Está visto que, dependiendo de dónde seas, te persigue un sambenito. Eric me mira sorprendido y al final sonríe. Esa noche, cuando me hace el amor, cuchichea con sorna en mi oído:

—Vamos, brasileña, baila para mí.

Flyn ha avanzado mucho con el skate y los patines. El tío es listo y aprende rápidamente. Lo hacemos a escondidas, cuando Eric no está. Si nos viera, ¡nos mataría! Simona sonríe y Norbert refunfuña. Me advierte que el señor se enfadará cuando lo sepa. Sé que tiene razón, pero ya no puedo parar mis enseñanzas con el crío. Su trato conmigo ha cambiado, y ahora me busca y pide mi ayuda continuamente.

Eric, en ocasiones, nos observa, y sabe que entre nosotros ha ocurrido algo para que se haya obrado ese cambio en el pequeño. Cuando pregunta, lo achaco a la llegada de los animales a la casa. Él asiente, pero sé que no lo convence. No pregunta más.

El primer día que puedo salir a escondidas con Jurgen a desfogarme con la moto es una pasada. Tantos días de inactividad en casa casi me vuelven loca, por lo que salto, derrapo y grito con Jurgen y los amigos de éste por los caminos de cabras de las afueras de Múnich. Pienso en Eric. Debo contárselo. El problema es que no encuentro nunca el momento oportuno. Eso me comienza a martirizar. Nuestra base es la confianza, y esta vez yo estoy fallando.

Una tarde cuando estoy liada con mi moto en el garaje llega Flyn del colegio. El niño me busca, y cuando me encuentra, alucinado, mira la moto. La recuerda. Y cuando le indico que es la moto de su madre y que me tiene que guardar el secreto ante su tío, pregunta:

—¿Sabes utilizarla?

—Sí —respondo con las manos sucias de grasa.

—El tío Eric se enfadará.

La frase me hace gracia. Todos, absolutamente todos, saben que Eric se enfadará. Y respondo, mirándolo:

—Lo sé, cariño. Pero el tío Eric, cuando me conoció, ya sabía que yo hacía motocross. Lo sabe y tiene que entender que a mí me gusta practicar este deporte.

—¿Lo sabe?

—Sí —afirmo, y sonrío al recordar cómo se enteró.

—¿Y te deja?

Esa pregunta no me sorprende, y mirándolo, le aclaro:

—Tu tío no me tiene que dejar. Soy yo la que decido si quiero o no hacer motocross. Los adultos decidimos, cariño.

El crío, no muy convencido, asiente, y vuelve a preguntar:

—¿Sonia te regaló la moto de mi madre?

Lo miro, y antes de contestar, pregunto:

—¿Te molestaría si fuera así?

Flyn lo piensa y, dejándome de piedra, contesta:

—No. Pero tienes que prometerme que me enseñarás.

Sonrío, suelto una carcajada y digo mientras él ríe:

—Tú qué quieres, ¿que tu tío me mate?

Una hora después, Eric me llama por teléfono. Tiene un partido de baloncesto y quiere que vaya al polideportivo. Encantada, acepto. Me pongo unos vaqueros, mis botas negras y una camiseta de Armani. Me abrigo, llamo a un taxi y, cuando llego a la dirección que él me ha dado, sonrío al verle esperándome apoyado en su coche.

Eric paga el taxi, y mientras caminamos hacia los vestuarios, murmuro:

—¿Cómo no me habías dicho lo del partido?

Mi chico sonríe, me besa y susurra:

—Lo creas o no, se me olvidó. Si no es por Andrés, que me ha llamado a la oficina, ¡ni lo recuerdo!

Cuando llegamos a los vestuarios, me besa.

—Ve a las gradas. Seguro que allí está Frida.

Encantada de la vida y del amor, camino hacia la cancha. Allí está Frida junto a Lora y Gina. Mi trato con ellas ha cambiado. Me aceptan como la novia de Eric y se lo agradezco. Lora, la rubia, al verme aparecer, sonríe y dice:

—Llegó mi heroína.

Sorprendida, la miro, y cuchichea:

—Ya me he enterado de que le diste a Betta su merecido.

Miro a Frida en actitud de reproche por habérselo contado, y ésta indica:

—A mí no me mires, que yo no he sido.

Lora sonríe y, acercándose de nuevo a mí, me comenta:

—Me lo ha contado la mujer que iba con Betta.

Asiento, sonriendo.

—Por favor, que no se entere Eric. No me gustaría darle otro disgusto más.

Todas se muestran de acuerdo y poco después los chicos salen a la cancha. Como es de esperar, el mío me vuelve loca. Verle ágil y activo mientras corre por la pista me pone a cien. Pero esta vez, a pesar de su empeño, pierden el partido por tres puntos.

Cuando termina, bajamos hasta la pista, y Eric, al verme, me besa. Está sudoroso.

—Voy a ducharme, cariño. En seguida vuelvo.

En la salita donde solemos esperarlos sólo estamos Frida y yo. Lora y Gina se han marchado. Cotilleamos, divertidas, hasta que Eric y Andrés salen, y este último dice:

—Preciosa, cambio de planes. Regresamos a casa.

Frida, sorprendida, protesta.

—Pero si hemos quedado con Dexter en su hotel.

Andrés asiente con la cabeza, pero indica:

—Anularé la cita. Me ha surgido algo que tengo que solucionar.

Veo que Frida refunfuña.

—¿Quién es Dexter? —pregunto.

La joven me mira, y ante los atentos ojos de mi Iceman, responde:

—Un amigo con el que jugamos cuando viene a Múnich. Eric le conoce también, ¿verdad?

Mi chico asiente.

—Es un tipo genial.

¿Jugar? ¿Sexo? Mi cuerpo se excita y, acercándome a Eric, sondeo:

—¿Por qué no vamos nosotros a esa cita?

Me mira sorprendido, e insisto:

—Me apetece jugar. Venga..., vamos.

Mi Iceman sonríe y mira a Frida; después, me mira a mí y señala:

—Jud, no sé si el juego de Dexter te va a gustar.

Alucinada, lo miro y, al ver que no dice nada, pregunto a Frida:

—¿Le va el sado?

—No y sí —responde Andrés ante la risa de Eric.

Frida se encoge de hombros.

—A Dexter le gusta dominar, jugar con las mujeres y ordenar. No es sado lo suyo. Es exigente, morboso e insaciable. Yo me lo paso genial cuando nos vemos.

Eric saluda con la mano a uno de sus compañeros que se marcha y dice, cogiéndome de la cintura:

—Venga, vámonos a casa.

Yo lo miro, lo paro e insisto:

—Eric, quiero conocer a Dexter.

Mi Iceman me mira, me mira y me mira, y al final claudica.

—De acuerdo, Jud. Iremos.

Andrés lo llama y comenta el cambio de planes. Dexter acepta, encantado.

Entre risas, llegamos a nuestros respectivos coches, nos despedimos y cada pareja toma su camino. Mi chico y yo nos sumergimos en el tráfico de Múnich. Está callado. Pensativo. Yo canturreo una canción de la radio y, de pronto, veo que se para en una calle. Me mira y pregunta:

—¿Tan deseosa estás de jugar?

Su pregunta me sorprende, y respondo:

—Oye..., si te molesta, no vamos. He pensado que te podía apetecer.

—Te dije que para mí el juego en el sexo es un suplemento, Jud, y...

—Y para mí lo es también, cariño —afirmo. Y mirándole de frente, aclaro—: Tú me has enseñado que esto es una cosa de dos. Cuando tú lo propones, a mí me parece bien. ¿Por qué no te puede parecer bien a ti que lo proponga yo?

No responde; sólo me mira. Y encogiéndome de hombros, añado:

—Al fin y al cabo, es un suplemento que los dos disfrutamos, ¿no?

Tras un silencio en el que Eric respira, dice con voz más dulce.

—Dexter es un buen tío. Nos conocemos desde hace años y cuando viene a Múnich solemos vernos.

—¿Para jugar? —pregunto con sarcasmo.

Eric asiente.

—Para jugar, cenar, tomar algo o simplemente hacer negocios.

—¿Te excita que yo haya pedido jugar con él?

Mi alemán clava sus impresionantes ojos en mí y, tras hacerme arder, murmura:

—Mucho.