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Asiente, sonríe, y yo estoy a punto de saltar de felicidad. Una tregua. Tengo una tregua con Flyn. Y cuando creo que nada mejor puede pasar, dice:

—Gracias por dormir anoche conmigo.

Me encojo de hombros para quitarle importancia a eso.

—¡Ah, no!, gracias a ti por dejarme meterme en tu cama.

Él sonríe y comenta:

—A ti no te dan miedo los truenos. Lo sé. Tú eres mayor.

Eso me hace reír. ¡Qué listo que es el jodío!

—¿Sabes, Flyn? Cuando yo era pequeña, también tenía miedo a los truenos y a los rayos. Cada vez que había una tormenta, yo era la primera en meterme en la cama de mis padres. Pero mi mamá me enseñó que no hay que tener miedo a las inclemencias del tiempo.

—¿Y cómo te enseño tu mamá?

Sonrío. Pensar en mamá, en su cariñosa mirada, en sus manos calentitas y en su sonrisa perpetua me hace decir:

—Me decía que cerrara los ojos y pensara en cosas bonitas. Y un día me compró una mascota. Le llamé Calamar. Fue mi primer perro. Mi superamigo y mi supermascota. Cuando había tormentas, Calamar se subía conmigo a la cama, y el verme acompañada por él me hizo valiente. Ya no necesitaba ir a la cama de mis padres. Calamar me protegía y yo lo protegía a él.

—¿Y dónde está Calamar?

—Murió cuando yo tenía quince años. Está con mamá en el cielo.

Esta revelación de mi madre le sorprende. Omito mencionar a Curro, o todo parecería muy cruel.

—Sí Flyn, mi mamá murió como la tuya. Pero ¿sabes? Ella junto a Calamar desde el cielo me dan fuerzas para que no tenga miedo a nada. Y estoy segura de que tu mamá hace lo mismo contigo.

—¿Tú crees?

—¡Oh, sí!, claro que lo creo.

—Yo no me acuerdo de mi mamá.

Su tristeza me conmueve, y respondo:

—Normal, Flyn. Eras muy pequeño cuando se fue.

—Me hubiera gustado conocerla.

Su pena es mi pena, e incapaz de no profundizar en el tema, murmuro:

—Creo que podrías conocerla a través de los ojos de las personas que la quisieron, como son tu abuela Sonia, la tía Marta y Eric. Hablar con ellos de tu mamá sería recordarla y saber cosas de ella. Estoy segura de que tu abuela estaría encantada de contarte cientos de cosas de tu mamá.

—¿Sonia?

—Sí.

—Ella siempre está muy ocupada —protesta el niño.

—Es lógico, Flyn. Si tú no dejas que ella te cuide ni te mime, tiene que seguir con su vida. Las personas no pueden quedarse sentadas a esperar a que otras las quieran; tienen que continuar viviendo, aunque en su corazón te añoren todos los días. Por cierto, ¿por qué la llamas por su nombre y no abuela?

El crío se encoge de hombros y piensa la respuesta durante un momento.

—No lo sé. Me imagino que es porque su nombre es Sonia.

—¿Y no te gustaría llamarla abuela? Yo estoy segura de que a ella le emocionaría mucho que la llamaras así. Llámala un día por teléfono y vete con ella a merendar, a comer, a cenar. Pídele que te cuente cosas de tu mamá, y estoy convencida de que te darás cuenta de lo importante que eres tú para ella y para tu tía Marta.

El crío asiente. Silencio. Pero de pronto dice:

—Yo moví la coca-cola para que te saltara en la cara el otro día.

Recordarlo me hace reír. ¡Será cabronazo! Pero dispuesta a no tenerle nada en cuenta, asevero:

—Me lo imaginaba.

—¿Te lo imaginabas?

—Sí.

—¿Y por qué no dijiste nada al tío Eric?

—Porque yo no soy una chivata, Flyn. —Y, al ver cómo me mira, le toco su oscuro cabello, y añado—: Pero eso ya no importa. Lo importante es que a partir de ahora intentaremos llevarnos bien y ser amigos, ¿te parece buena idea?

Asiente. Pone su pulgar ante mí y volvemos a hacer nuestro saludo. Yo sonrío.

Sus ojos recorren la habitación con curiosidad y veo que se detienen continuamente en algo que está a la derecha. Con disimulo miro y veo que se trata del skateboard y mis patines. Y sin demora, pregunto:

—Te gustaría aprender a usar el skate o a patinar, ¿verdad? —Flyn no responde, y cuchicheo—: Será algo entre tú y yo. Tu tío, de momento, no tiene por qué enterarse. Aunque tarde o temprano, a riesgo de que nos mate, se lo diremos, ¿vale? ¿Quieres que te enseñe?

Su gesto cambia y acepta. ¡Lo sabía!

Sabía que Flyn quería aprender cosas nuevas. Rápidamente me levanto del suelo. Él lo hace también. Voy hasta donde está el skate y lo pongo en el suelo. Me subo sobre él y le demuestro que sé utilizarlo.

—¿Yo puedo hacer eso también?

Paro, me bajo y digo:

—Pues claro, cielo. —Y guiñándole el ojo, murmuro—: Te enseñaré a hacer cosas que cuando las vea cierta niña rubia de tu cole no podrá dejar de mirarte.

Flyn se pone colorado.

—¿Cómo se llama? —pregunto con complicidad.

—Laura.

Encantada por el momento tan estupendo que estoy viviendo con el niño, le tomo de los hombros y afirmo:

—Te aseguro que en unos meses Laura y esa pandilla de macarras de tu cole van a flipar cuando vean cómo manejas el skate.

El pequeño asiente. Le miro y digo:

—Vamos..., prueba. Primero, sube un pie en el skate y nota cómo se mueve.

Flyn me hace caso. Yo le cojo las manos y, en cuanto el pequeño pone el pie sobre el skate se escurre. Asustado, me mira y yo intento tranquilizarlo:

—Punto uno: nunca lo utilices sin estar yo delante. Punto dos: para no hacerse daño hay que usar rodilleras, coderas y casco. Punto tres, y muy importante: ¿confías en mí?

Hace un gesto afirmativo y me emociono.

De pronto, se oye el ruido de un coche. Miro por la ventana y veo que es Eric que entra en el garaje. Sin necesidad de decir nada, el crío deja el skate donde estaba y se sienta junto a mí de nuevo en el suelo. Disimulamos. Dos minutos después, la puerta de la habitación se abre, y Eric, al vernos a los dos en el suelo sentados, pregunta sorprendido:

—¿Ocurre algo?

Flyn se levanta y abraza a su tío.

—Jud me ha ayudado a aprender una cosa del colegio.

Eric me mira. Yo asiento. El pequeño se marcha. Yo me levanto. Me acerco a mi alemán favorito y, agarrándole de la cintura, murmuro:

—Como verás, cualquier día consigo ese besito de tu sobrino.

Eric, asombrado como nunca antes, sonríe. Me coge entre sus brazos, y con cuidado de no darme en la barbilla, susurra buscando mi boca:

—De momento, pequeña, mi beso ya lo tienes.

30

Por la mañana, la tonalidad de mi cara es más verde que roja. Me miro en el espejo y me desespero. ¿Cómo puedo tener esta pinta?

Por favor, ¡si parezco Hulk, el monstruo verde!

Vale..., no es que sea una belleza, pero vamos, verme así es terrible, es deprimente. Pobre Eric. Vaya novia que tiene. Soy igualita a la novia cadáver. Me río. Soy tonta. Cuando regreso a la habitación en la radio suena Satisfaction de los Rolling Stones y canto. Esa canción siempre me recuerda a mis amigos de Jerez. Comienzo a bailar mientras canto a voz en grito. Eric sube a darme un beso antes de marcharse a trabajar y, sorprendido, me mira desde la puerta, hasta que soy consciente del deprimente espectáculo que le estoy ofreciendo y me paro, aunque mis hombros siguen el ritmo mientras me acerco a él.

—Me encanta verte así de feliz.

Sonrío. Le doy un beso.

—Esta canción me trae muy buenos recuerdos de mi gente.

—¿De alguien en especial?

Con una maquiavélica sonrisa, asiento. Eric cambia su gesto y, dándome un azote de lo más sensual, exige con posesión:

—¿De quién?

Divertida por lo que voy a decir, explico:

—De Fernando... —Y cuando su mirada se tensa, prosigo—: De Rocío, Laura, Alberto, Pepi, Loli, Juanito, Almudena, Leire...

Me da otro azote y otro más. Pica, pero me río. Cambia su gesto a otro más divertido y murmura mientras me masajea la nalga enrojecida: