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—Pequeña, no estás tú hoy para muchos trotes.

Suelto una carcajada. Tiene razón. Durante un rato lo observo mientras que mi mente calenturienta vuela e imagina. Mi cara es tal que Eric pregunta:

—¿Qué piensas?

Sonrío...

—Vamos, pequeña viciosilla, ¿qué piensas?

Divertida por su comentario, inquiero:

—¿Nunca has tenido ninguna experiencia con un hombre?

Levanta una ceja. Me mira y afirma:

—No me van los hombres, cariño. Ya lo sabes.

—A mí no me van las mujeres tampoco —aclaro—. Pero reconozco que no me importa que jueguen conmigo en ciertos momentos.

Mi Iceman sonríe y, secándose, indica:

—A mí sí me importa que un hombre juegue conmigo.

Ambos nos reímos.

—¿Y si yo deseo ofrecerte a un hombre?

Eric se paraliza, me escruta con la mirada y responde:

—Me negaría.

—¿Por qué? Se trata sólo de un juego. Y tú eres mío.

—Jud, te he dicho que no me van los hombres.

Cabeceo y sonrío, pero no estoy dispuesta a callar.

—A ti te excita ver cómo una mujer mete su boca entre mis piernas, ¿verdad?

—Sí, mucho, pequeña.

—Pues a mí me gustaría ver a un hombre con su boca entre tus piernas.

Sorprendido, me mira y pregunta:

—¿Te encuentras bien?

—Perfectamente, señor Zimmerman. —Y al ver cómo me mira, añado—: Las mujeres no me van, pero por ti, por tu placer de mirar, he experimentado lo que es que una mujer juegue conmigo, y reconozco que tiene su morbo. Y la verdad, me gustaría que un hombre te hiciera eso mismo a ti. Que metiera su cabeza entre tus piernas y...

—No.

Me levanto y le abrazo por la cintura.

—Recuerda, cariño: tu placer es mi placer y nosotros los dueños de nuestros cuerpos. Tú me has enseñado un mundo que desconocía. Y ahora yo quiero, anhelo y deseo besarte, mientras un hombre te...

—Bueno, ya hablaremos de ello en otro momento —me corta.

Me empino, le doy un beso en los labios y murmuro:

—Por supuesto que hablaremos de esto en otro momento. No lo dudes.

Eric sonríe y menea la cabeza. Luego se anuda la toalla alrededor de la cintura y suelta mientras me coge en brazos:

—¿Sabes, morenita? Comienzas a asustarme.

Después de comer, Eric se marcha a la oficina. Me promete que regresará en un par de horas. Antes de irse, me prohíbe salir a la nieve, y yo me río. Marta, que está todavía aquí, también se marcha, y Sonia, al saber lo ocurrido llama angustiada, aunque al hablar conmigo se tranquiliza.

Simona está preocupada. Vemos juntas nuestro culebrón, pero me mira continuamente el rostro. Yo intento hacerle ver que estoy bien. Ese día, a Esmeralda Mendoza, el malo de Carlos Alfonso Halcones de San Juan, al no conseguir el amor verdadero de la joven, le quita su bebé. Se lo da a unos campesinos para que se lo lleven y lo hagan desaparecer. Simona y yo, horrorizadas, nos miramos. ¿Qué va a pasar con el pequeño Claudito Mendoza? ¡Qué disgusto tenemos!

Cuando Flyn regresa del colegio, yo estoy en mi cuarto. Estoy sentada en la mullida alfombra hablando por el Facebook con un grupo de amigas. Nos denominamos las Guerreras Maxwell, y todas tenemos un punto de locura y diversión que nos encanta.

—¿Puedo pasar?

Es Flyn. Su pregunta me sorprende. Él nunca pregunta. Asiento. El pequeño entra, cierra la puerta y, al levantar mi rostro hacia él, veo que se queda blanco en décimas de segundo. Se asusta. No esperaba verme la cara de mil colores.

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

—Pero tu cara...

Al recordar mi rostro sonrío e, intentando quitarle importancia, cuchicheo:

—Tranquilo. Es una acuarela de colores, pero estoy bien.

—¿Te duele?

—No.

Cierro el portátil, y el crío vuelve a preguntar:

—¿Puedo hablar contigo?

Sus palabras y, en especial su interés, me conmueven. Esto es un gran avance, y respondo:

—Por supuesto. Ven. Siéntate conmigo.

—¿En el suelo?

Divertida, me encojo de hombros.

—De aquí seguro que no nos caemos.

El pequeño sonríe. ¡Una sonrisa! Casi aplaudo.

Se sienta frente a mí y nos miramos. Durante más de dos minutos nos observamos sin hablar. Eso me pone nerviosa, pero estoy decidida a aguantar su mirada achinada el tiempo que haga falta como aguanto en ocasiones la de su tío. ¡Vaya dos! Al final, el niño dice:

—Lo siento, lo siento mucho. —Se le llenan los ojos de lágrimas y murmura—: ¿Me perdonas?

Me conmuevo. El duro e independiente Flyn ¡está llorando! No puedo ver llorar a nadie. Soy una blanda. ¡No puedo!

—Claro que te perdono, cielo, pero sólo si dejas de llorar, ¿de acuerdo? —Asiente, se traga las lágrimas y, para quitarle parte de la culpa que siente, digo—: También fue culpa mía. No me tenía que haber subido al muro y...

—Fue sólo mi culpa. Yo cerré las puertas y no te dejé entrar. Estaba enfadado, y yo..., yo... lo que hice está muy mal, y comprenderé que el tío Eric me mande al internado que dicen Sonia y Marta. Me lo advirtió la última vez, y yo le he vuelto a decepcionar.

El dolor y el miedo que veo en sus ojos me destrozan. Flyn no va a ir a ningún internado. No lo voy a permitir. Su inseguridad me da de lleno en el corazón y respondo:

—No se va a enterar porque ni tú ni yo se lo vamos a contar, ¿de acuerdo?

Esa reacción mía Flyn no la espera y, sorprendido, me mira.

—¿No le has contado al tío lo que ha ocurrido?

—No, cielo. Simplemente le he dicho que estaba yo en la nieve, me resbalé y caí.

De pronto, me acuerdo de mi padre. Acabo de sorprender a Flyn, y eso lo debilita. Sonrío. Los hombros del pequeño se relajan. Le acabo de quitar un peso de encima.

—Gracias, ya me veía en el internado.

Su sinceridad me hace sonreír.

—Flyn, me tienes que prometer que no volverás a comportarte así. Nadie quiere que vayas a un internado. Eres tú el que parece, con tus actos, que lo desea, ¿no te das cuenta? —No responde, y pregunto—: ¿Qué ocurrió el otro día en el colegio?

—Nada.

—¡Ah, no, jovencito! ¡Se acabaron los secretos! Si quieres que yo confíe en ti, tú tendrás que confiar en mí y contarme qué narices pasa en el colegio y por qué dicen que tú has comenzado una pelea cuando no creo que sea así.

Él cierra los ojos, calibrando las consecuencias de lo que me va a decir.

—Robert y los otros chicos me empezaron a insultar. Como siempre, me llamaron chino de mierda, gallina, miedica. Ellos se mofan de mí porque no sé hacer nada de lo que ellos hacen con el skateboard, la bicicleta o los patines. Intenté no hacerles caso como siempre, pero cuando George me tiró al suelo y comenzó a darme puñetazos, agarré su skate y se lo estampé en la cabeza. Sé que no lo tenía que haber hecho, pero...

—¿Esas cosas te dicen esos sinvergüenzas?

Flyn asiente.

—Tienen razón. Soy un torpe.

Maldigo a Eric en silencio. Él, con sus miedos a que ocurran cosas, está provocando todo esto. El crío susurra:

—Los profes no me creen. Soy el bicho raro de la clase. Y como no tengo amigos que me defiendan, siempre cargo con las culpas.

—¿Y tu tío no te cree tampoco?

Flyn se encoge de hombros.

—Él no sabe nada. Cree que me meto en problemas porque soy conflictivo. No quiero que sepa que esos chicos se mofan de mí porque soy cobarde. No quiero decepcionarlo.

Eso me duele. No es justo que Flyn cargue con aquello y Eric no lo sepa. Tengo que hablar con él. Pero centrándome en el niño le cojo el óvalo de la cara y murmuro:

—El que le dieras a ese chico con el skate en la cabeza no estuvo bien, cielo. Lo entiendes, ¿verdad? —El pequeño asiente, y dispuesta a ayudarlo sigo—: Pero no voy a consentir que nadie más te vuelva a insultar.

Sus ojitos de pronto se avivan. Me acuerdo de mi sobrina.

—Pon tu pulgar contra el mío. Y una vez que se toquen, nos damos una palmadita en la mano. —Hace lo que le digo y vuelve a sonreír—: Ésta es la contraseña de amistad entre mi sobrina y yo. Ahora será la nuestra también, ¿quieres?