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De pronto, la puerta de la habitación se abre de par en par, y Flyn dice muy enfadado:

—Quita la música. Me molesta.

Lo miro sorprendida.

—¿Te molesta?

—Sí.

Resoplo. La música no le puede molestar. No está tan alta como para ello, pero dispuesta a ser condescendiente me levanto y bajo dos puntos el volumen del equipo. Regreso junto a la estantería y cojo los libros que he dejado en el suelo. Con el rabillo del ojo, veo que el mocoso se dirige hacia el equipo y, de un manotazo, para la música y se marcha.

«La madre que lo parió. Me está buscando y me va a encontrar.»

Dejo los libros sobre una mesa, me acerco al equipo y pongo de nuevo la música. El niño, que salía por la puerta en ese instante, se para, me mira como si quisiera matarme y grita:

—¡¿Por qué no te vas a tu casa?!

—¡¿Qué?!

—Vete, y deja de molestar.

Me muerdo la lengua. ¡Oh, sí! Mejor me la muerdo porque como me deje llevar por mi genio, ese enano gruñón se va a enterar de cómo se enfada una española. Con mal gesto llega hasta el equipo de música. Lo para. Saca el CD y sin decir nada se encamina hacia la cristalera, abre la puerta y tira el CD al exterior.

¡Dios, mi CD de Malú!

¡Lo mato, lo mato, lo matooooooooooooo!

Sin pensarlo salgo al exterior en su busca. Lo cojo de la nieve como si se tratara de mi bebé, lo limpio con mi camiseta mientras me acuerdo de todos los antepasados de ese pequeño cabroncete y, cuando me doy la vuelta, oigo el clic de la puerta al cerrarse.

Cierro los ojos mientras murmuro:

—¡Por favor, Dios mío, dame paciencia!

Hace frío, mucho frío, y desde el exterior toco a la puerta.

—Flyn, abre ahora mismo, por favor.

El pequeño demonio me mira. Sonríe con maldad, se da la vuelta y tras tirar los libros que he colocado en la estantería y pisotear varios CD de música, veo que sale de la habitación. ¡Será malo el tío! Intento abrir, pero ha cerrado desde dentro.

—¡Joder!

Con ganas de estrangularlo camino hacia la siguiente cristalera mientras mis deportivas empapadas se hunden en la nieve. ¡Dios, qué frío! Llego hasta el exterior de la habitación donde él hace los deberes y veo que entra en ella. Toco el cristal y digo:

—Flyn, por favor, abre la puerta.

Ni me mira. ¡Pasa de mí!

Tiemblo. Hace un frío horroroso e intento que me abra la puerta. Pero nada. No se apiada de mí, y diez minutos después, cuando los dientes me castañetean, el pelo húmedo está tieso en mi cabeza y siento estalactitas debajo de la nariz, grito como una posesa mientras aporreo la puerta.

—¡La madre que te parió, Flyn! ¡Abre la puñetera puerta!

El crío, por fin, me mira. Creo que se va a compadecer de mí. Se levanta, camina hacia la cristalera y, ¡zas!, echa las cortinas. Boquiabierta, sigo aporreando la puerta mientras le digo de todo en español. Absolutamente de todo menos bonito.

Nieva. Estoy en la calle vestida con unas míseras prendas de algodón y las zapatillas de deporte. Tengo frío. Un frío horroroso. Me froto las manos y pienso qué hacer. Corro hacia la puerta de la cocina. Cerrada. Recuerdo que Simona no está. Intento entrar por la puerta del salón. Cerrada. La puerta de la calle. Cerrada. La puerta del despacho de Eric. Cerrada. La ventana del baño. Cerrada.

Tirito. Me estoy congelando por instantes y mi pelo húmedo y tieso me hace estornudar. Menuda pulmonía voy a pillar. Regreso hasta donde sé que está Flyn tras las cortinas. Tengo ganas de asesinarlo. Miro hacia arriba. El balcón de una de las habitaciones. Sin pararme a pensar en el peligro, me subo a un poyete para intentar alcanzar el balcón, pero estoy tan congelada y el poyete tan resbaladizo que voy derechita al suelo. Me levanto e insisto. Me siento en un muro congelado, me levanto y antes de alcanzar el balcón, ¡zaparrás!, mis zapatillas se escurren y voy contra el suelo, aunque antes me doy con el muro. El golpe ha sido horroroso y me duele la barbilla una barbaridad.

Tumbada sobre la nieve me resiento, y cuando me levanto con la cara llena de hielo, grito:

—¡Abre la maldita puerta! Me estoy congelando.

Flyn descorre entonces las cortinas, y su cara ya no es la que era. Dice algo. No lo oigo. Y cuando abre la puerta, grita:

—¡Tienes sangre!

—¿Dónde tengo sangre?

Pero ya no hace falta que me lo diga. Al mirar hacia el suelo, veo la nieve roja a mis pies. Mi camiseta gris es roja y al tocarme la barbilla siento la herida y las manos se llenan de sangre. Flyn, asustado, me mira. No sabe qué hacer, y digo mientras entro en su habitación:

—Dame una toalla o algo, ¡corre!

Sale corriendo y regresa con una toalla, pero el suelo ya está manchado de sangre. Me la pongo en la barbilla e intento tranquilizarme. En la boca siento el sabor metálico de la sangre. Me he mordido el labio también. Estoy sola con Flyn. Simona y Norbert no están, y necesito ir urgentemente a un hospital. Sin más, miro a Flyn, que está desconcertado, y le pregunto:

—¿Sabes dónde está el hospital más cercano?

El crío asiente.

—Vamos, ponte el abrigo y el gorro.

Sin rechistar los dos llegamos a la puerta y cogemos nuestros abrigos. Gotas de sangre caen al suelo y no tengo tiempo para limpiarlas. Cuando voy a ponerme mi abrigo, retiro la toalla de la barbilla; la sangre gotea a chorretones. Me asusto, y Flyn también. Me vuelvo a poner la toalla, y empapada de agua y sangre, le pregunto:

—¿Me ayudas a ponérmelo?

Rápidamente lo hace. Una vez que los dos estamos abrigados, entramos en el garaje. Allí cojo el Mitsubishi, y cuando las puertas del garaje se abren, Flyn sujeta la toalla en mi barbilla para que yo conduzca y me indica por dónde tengo que ir. Me tiemblan las manos y las rodillas, pero intento serenarme mientras estoy al volante.

El hospital no está lejos y cuando llegamos y ven cómo voy rápidamente me atienden. Flyn no se separa de mi lado. Le dice a uno de los doctores que su tía es Marta Grujer y que por favor la llamen a casa y le digan que acuda al hospital. Me sorprende la capacidad que tiene el enano para dar órdenes, pero estoy tan dolorida que me da igual lo que diga. Como si quiere llamar a Mickey Mouse.

Nos pasan a otra sala, y cuando el doctor ve mi herida, me indica que lo del labio sanará solo, pero que me tiene que dar cinco puntos en la barbilla. Eso me asusta. Tengo ganas de llorar. Me asustan los puntos. Una vez de pequeña me dieron cinco en la rodilla y lo recuerdo como un trauma. Miro a Flyn. Está blanco como la nieve. Tiene un susto horroroso. Y me doy cuenta de que no lloro por vergüenza, pero cuando me pinchan la anestesia en la barbilla, inconscientemente, una lágrima sale de mis ojos, y Flyn la ve.

Al momento se levanta de la banqueta donde está sentado, su mano coge la mía y la aprieta. El doctor le ordena que se siente de nuevo, pero el niño se niega. Al final, escucho decir al médico:

—Eres igualito que tu tío.

Eso me sorprende, ¿o no?

—¿Tu nombre es? —pregunta el doctor.

—Judith Flores.

—¿Española?

¡Dios, que no diga eso de «¡olé, paella, toro, castañetas!». No quiero oírlo. Pero cuando asiento, el hombre dice:

—¡Olé, toro!

Ni me inmuto, o le doy un puñetazo. Malditos guiris. Me duele la cabeza, la boca, la barbilla y este idiota sólo dice: «¡Olé, toro!». Cierro los ojos para no mirarlo y oigo que Flyn le explica:

—Es la novia de mi tío Eric.

Abro los ojos. Me sorprende lo que ha admitido el pequeño.

—Bien, Judith, voy a darte los puntos —me informa el doctor—. No te preocupes que con seguridad cuando sequen no se notarán. Pero me temo que mañana y durante unos días tendrás la cara amoratada. Te has dado un buen golpe y ya tienes algún moratón.

—Vale...

Inconscientemente, aprieto la manita de Flyn. Y su energía es de pronto mi energía y me tranquilizo. Cuando el doctor acaba de poner un enorme apósito en mi barbilla, aplica una crema en mi labio y me indica que tengo que regresar en una semana. Asiento. Y cuando pregunto cómo pago la consulta, me dice que ya lo hablará con Marta.