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—¿Que lo devuelva? ¿Por qué?

Ninguno contesta. Saco de nuevo el skate verde de la caja y se lo enseño a Flyn.

—¿No te gusta?

El crío, por primera vez desde que lo conozco, me mira expectante. Ese regalo lo ha impresionado. Sé que el skate le ha gustado. Me lo dicen sus ojos, pero soy consciente de que no quiere decir nada ante el gesto duro de Eric. Dispuesta a batallar, dejo el skate a un lado e insto a que el niño abra los otros regalos. Tras abrirlos, tiene ante él un casco, unas rodilleras y las coderas. Después, cojo de nuevo el skate y me dirijo a mi Iceman:

—¿Qué le ocurre al skate?

Eric, sin mirar lo que tengo en las manos, dice:

—Es peligroso. Flyn no sabe utilizarlo y, más que pasarlo bien con él, lo que se hará será daño.

Norbert y Simona asienten con la cabeza, pero yo, incapaz de dar mi brazo a torcer, insisto:

—He comprado todos los accesorios para que el daño sea mínimo mientras aprende. No te agobies, Eric. Ya verás cómo en cuatro días lo domina.

—Jud —dice con voz muy tensa—, Flyn no montará en ese juguete.

Incrédula, respondo:

—Venga ya, pero si es un juguete para pasarlo bien. Yo le puedo enseñar.

—No.

—Enseñé a Luz a utilizarlo y tendrías que ver cómo lo monta.

—He dicho que no.

—Escucha, cielo —sigo a pesar de sus negativas—, no es difícil aprender. Es sólo cogerle el truco y mantener el equilibrio. Flyn es un niño listo, y estoy segura de que aprenderá rápidamente.

Eric se levanta, me quita el skateboard de las manos y puntualiza alto y claro:

—Quiero esto lejos de Flyn, ¿entendido?

¡Dios, cuando se pone así, lo mataría! Me levanto, le quito el skate de las manos y gruño:

—Es mi regalo para Flyn. ¿No crees que debería ser él quien dijera si lo quiere o no?

El niño no habla. Sólo nos observa. Pero finalmente dice:

—No lo quiero. Es peligroso.

Simona, con la mirada, me pide que me calle. Que lo deje estar. Pero no, ¡me niego!

—Escucha, Flyn...

—Jud —interviene Eric, quitándome de nuevo el skate—, te acaba de decir que no lo quiere. ¿Qué más necesitas escuchar?

Malhumorada, le vuelvo a arrancar el puñetero skateboard de las manos.

—Lo que he oído es lo que ¡tú! querías que dijera. Déjale a él que responda.

—No lo quiero —insiste el crío.

Con el skate en las manos me acerco a él y me agacho.

—Flyn, si tu quieres, yo te puedo enseñar. Te prometo que no te vas a hacer daño, porque yo no lo voy a permitir y...

—¡Se acabó! ¡He dicho que no y es que no! —grita Eric—. Simona, Norbert, llévense a Flyn del salón; tengo que hablar con Judith.

Cuando los otros salen del salón y nos quedamos solos, Eric sisea:

—Escucha, Jud, si no quieres que discutamos delante del niño o del servicio, ¡cállate! He dicho que no al skate. ¿Por qué insistes?

—Porque es un niño, ¡joder! ¿No has visto sus ojos cuando lo ha sacado de la caja? Le ha gustado. Pero ¿no te has dado cuenta?

—No.

Deseosa de llamarle de todo menos bonito, protesto.

—No puede estar todo el día enganchado a la Wii, a la Play o a la... Pero ¿qué clase de niño estás criando? No te das cuenta de que el día de mañana va a ser un niño retraído y miedoso.

—Prefiero que sea así a que le pueda pasar algo.

—Desde luego, algo le pasará con la educación que le estás dando. ¿No has pensado que llegará un momento en el que él quiera salir con los amigos o con una chica, y no sabrá hacer nada, a excepción de jugar con la Wii y obedecer a su tío? ¡Vaya dos!, desde luego sois tal para cual.

Eric me mira, me mira y me mira, y al final responde:

—Que vivas conmigo y el niño en esta casa es lo más bonito que me ha ocurrido en muchos años, pero no voy a poner en peligro a Flyn porque tú creas que él deba ser diferente. He aceptado que metieras en casa este horrible árbol rojo, he obligado al niño a que escriba tus absurdos deseos para decorarlo, pero no voy a claudicar en cuanto a lo que a la educación de Flyn concierne. Tú eres mi novia, me has propuesto acompañar a mi sobrino cuando yo no esté, pero Flyn es mi responsabilidad, no la tuya; no lo olvides.

Sus duras palabras en una mañana tan bonita como es la de Reyes me retuercen el corazón. ¡Será capullo! Su casa. Su sobrino. Pero no dispuesta a llorar como una imbécil, saco mi mal genio y siseo mientras recojo con premura todos los regalos del niño y los meto en la bolsa original:

—Muy bien. Le haré un cheque a tu sobrino. Seguro que eso le gusta más.

Sé que mis palabras y en especial mi tono de voz molestan a Eric, pero estoy dispuesta a molestarle mucho, mucho y mucho.

—Dijiste que la habitación vacía de esta planta era para mí, ¿verdad?

Eric asiente, y yo me encamino hacia ella. Abro la puerta del salón y me encuentro con Simona, Norbert y Flyn. Miro al pequeño y digo con sus regalos en la mano:

—Ya puedes entrar. Lo que tu tío y yo teníamos que hablar ya está hablado.

Con premura me encamino hacia esa habitación, abro la puerta y dejo caer en el suelo el skate y todos sus accesorios. Con el mismo brío, regreso al salón. Simona y Norbert han desaparecido y sólo están Eric y Flyn, que me miran al entrar. Con el gesto desencajado le digo al pequeño, que me observa:

—Luego, te doy un cheque. Eso sí, no esperes que sea tan abultado como el de tu tío, pues punto uno: no estoy de acuerdo con darte tanto dinero y punto dos: ¡yo no soy rica!

El crío no responde. El mal rollo está instalado en el comedor y no estoy dispuesta a ser yo quien lo cambie. Por ello, saco el sobre que Eric me ha entregado, lo abro y, al ver un cheque en blanco, se lo devuelvo.

—Gracias, pero no. No necesito tu dinero. Es más, ya me di por regalada con todas las cosas que me compraste el otro día.

No responde. Me mira. Ambos me miran, y como un huracán asolador, señalo el árbol, dispuesta a rematar el momentito «Navidad».

—Vamos, chicos, continuemos con esta bonita mañana. ¿Qué tal si leemos los deseos de nuestro árbol? Quizá alguno se ha cumplido.

Sé que los estoy llevando al límite. Sé que lo estoy haciendo mal, pero no me importa. Ellos, en pocos días, me han sacado de mis casillas. De pronto, el niño grita:

—¡No quiero leer los tontos deseos!

—¿Y por qué?

—Porque no —insiste.

Eric me mira. Comprende que estoy muy cabreada y le desconcierta no saber cómo pararme. Pero yo estoy embravecida, enloquecida de rabia por estar aquí con estos dos obtusos y tan lejos de mi familia.

—Venga, ¿quién es el primero en leer un deseo del árbol?

Ninguno habla, y al final, cómicamente cojo yo un deseo.

—Muy bien..., ¡yo seré la primera y leeré uno de Flyn!

Le quito la cinta verde y, cuando lo estoy desenrollando, el pequeño se lanza contra mí y me lo quita de las manos. Le miro sorprendida.

—¡Odio esta Navidad, odio este árbol y odio tus deseos!—exclama—. Has enfadado a mi tío y por tu culpa el día de hoy está siendo horrible.

Miro a Eric en busca de ayuda, pero nada, no se mueve.

Deseo gritar, montar la tercera guerra mundial en el salón, pero al final hago lo único que puedo hacer. Agarro el puñetero árbol de Navidad rojo y a rastras lo saco del salón para meterlo en la habitación donde he dejado anteriormente el skateboard.

—Señorita Judith, ¿está usted bien? —pregunta Simona, descolocada.

¡Pobre mujer! ¡Vaya mal rato que está pasando!

—Relájese —añade antes de que yo le pueda responder, y me coge de las manos—. El señor, en ocasiones, es algo recto con las cosas del niño, pero lo hace por su bien. No se enfade usted, señorita.

Le doy un beso en la mejilla. ¡Pobre!, y mientras camino escaleras arriba murmuro:

—Tranquila, Simona. No pasa nada. Pero voy a refrescarme, o esto va a terminar peor que «Locura esmeralda».