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—Si te sirve de consuelo, nos la tiene declarada a todas las mujeres.

—Pero ¿por qué?

La joven sonríe.

—Según el psicólogo, se debe a la pérdida de su madre. Flyn piensa que las mujeres somos personas circunstanciales que vamos y venimos en su vida. Por eso intenta no demostrar su afecto hacia nosotras. Con mamá y conmigo se comporta igual. Nunca nos demuestra su afecto y, si puede, nos rechaza. Pero bueno, nosotras ya nos hemos acostumbrado a ello. Al único que quiere por encima de todos es a Eric. Por él siente un amor especial; en ocasiones, para mi gusto, enfermizo.

Durante un par de segundos ambas callamos, hasta que yo ya no puedo más.

—Marta, me gustaría decirte algo en referencia a lo que has dicho, pero quizá te pueda molestar. No soy nadie para dar mi opinión en un tema así, pero es que si no lo digo, ¡reviento!

—Adelante —responde, sonriente—. Prometo no enfadarme.

Primero doy una calada al cigarrillo y expulso el humo.

—Desde mi punto de vista, el niño se agarra a Eric porque es el único que nunca lo abandona. Y antes de que me digas nada más, ya sé que tú o tu madre no lo habéis abandonado, pero me refiero a que quizá Eric es el único que se enfada con él en ocasiones e intenta hacerlo razonar, y en fechas tan importantes, como por ejemplo la Nochevieja, no se aleja de él. Flyn es un niño, y los niños sólo buscan cariño. Y si él, por lo ocurrido con su madre, es reacio a querer a una mujer, sois vosotras las que tenéis que hacer todo lo posible para que él se dé cuenta de que su madre se ha marchado, pero que vosotras seguís aquí. Que nunca lo abandonaréis.

—Judith, te aseguro que mamá y yo hemos hecho de todo.

—No lo dudo, Marta. Pero quizá deberíais cambiar la táctica. No sé..., si una cosa no funciona, probad algo diferente.

El silencio que sobreviene me pone la carne de gallina.

—La muerte de Hannah nos rompió el corazón a todos —dice finalmente Marta.

—Lo imagino. Tuvo que ser terrible.

Sus ojos se llenan de lágrimas, y yo la tomo del brazo. Marta sonríe.

—Ella era el motor y el centro de la familia. Era vitalista, positiva y...

—Marta... —susurro al ver una lágrima rodar por su mejilla.

—Te hubiera encantado, Jud, y estoy convencida de que os habríais llevado muy bien las dos.

—Seguro que sí.

Ambas damos sendas caladas a nuestros cigarrillos.

—Nunca olvidaré la cara de Eric esa noche. Ese día no sólo vio morir a Hannah, también perdió a su padre y a la que era su novia en aquel momento.

—¿Todo en el mismo día? —pregunto, curiosa.

Nunca he hablado demasiado de este tema con Eric. No puedo. No quiero hacerle recordar.

—Sí. El pobre, al no poder contactar con su padre para contarle lo ocurrido, se presentó en su casa y lo encontró en la cama con esa imbécil. Fue terrible. Terrible.

Se me pone la carne de gallina.

—Te juro que pensé que Eric nunca se repondría —prosigue Marta—. Demasiadas cosas malas en tan pocas horas. Tras el entierro de Hannah, durante dos semanas no supimos de él. Desapareció. Nos preocupó muchísimo. Cuando regresó, su vida era un caos. Se tuvo que enfrentar a su padre y a Rebeca. Fue terrible. Y para colmo, Leo, el hombre que vivía con mi hermana Hannah y Flyn, por cierto ¡otro imbécil!, nos dijo que no quería hacerse cargo del pequeño. De pronto, no lo consideraba su hijo. El niño sufrió mucho al principio, y entonces Eric tomó las riendas de su vida. Dijo que él se ocuparía de Flyn y, como habrás visto, lo está haciendo. En cuanto al tema de Nochevieja, sé que tienes razón, pero quien rompió la tradición fue Eric, llevándose a Flyn el primer año al Caribe. Al año siguiente, nos dijo a mamá y a mí que prefería que esa noche pasara sin mucha celebración, y así han transcurrido los años. Por eso, ella y yo hacemos nuestros planes.

—¿En serio? —pregunto, sorprendida.

Justo en este momento se abre la puerta de la cocina, y el pequeño Flyn nos observa con su mirada acusadora. Instantes después se va.

—¡Joder! —protesta Marta—. Prepárate.

—¿Que me prepare?

Apoyada en el quicio de la puerta de cristal, sonríe.

—Va a chivarse a Eric de que estamos fumando.

Yo me río. ¿Chivarse? Por favor, que somos adultas.

Pero antes de que pueda contar hasta diez, la puerta de la cocina se abre de nuevo, y mi alemán, seguido por su sobrino, pregunta mientras camina hacia nosotras con actitud intimidatoria:

—¿Estáis fumando?

Marta no contesta, pero yo asiento con la cabeza. ¿Por qué he de mentir? Eric mira mi mano. Pone mala cara y me quita el cigarrillo. Eso me enoja y, con un tono de voz nada tranquilo, siseo:

—Que sea la última vez que haces lo que acabas de hacer.

La frialdad de los ojos de Eric me traspasa.

—Que sea la última vez que tú haces lo que acabas de hacer.

El aire puede cortarse con un cuchillo.

España contra Alemania. ¡Esto pinta mal!

No comprendo su enfado, pero sí entiendo mi indignación. Nadie me trata así. Y, sin pensarlo dos veces, cojo la cajetilla de tabaco que está sobre la mesita, saco un pitillo y me lo enciendo. Para chula, ¡yo!

Boquiabierto, Eric me mira mientras Marta y Flyn nos observan. Instantes después, Eric me quita de nuevo el cigarrillo de las manos y lo tira al fregadero. Pero no. Eso no va a quedar así. Cojo otro cigarrillo y lo vuelvo a encender. Él repite la misma acción.

—Pero bueno, ¿queréis acabar con todo mi suministro de tabaco? —protesta Marta mientras recoge el paquete.

—Tío, Jud ha hecho algo malo —insiste el pequeño.

Su voz de niño de las tinieblas me encoge el corazón, y al ver que ni Marta ni Eric le dicen nada, lo miro, enfadada.

—Y tú, ¿cómo eres tan chivato?

—Fumar es malo —dice.

—Mira, Flyn. Eres un niño y deberías cerrar esa boquita, y...

Eric me corta.

—No la tomes con el niño, Jud. Él sólo ha hecho lo que tenía que hacer.

—¿Chivarse es lo que tenía que hacer?

—Sí —responde con seguridad. Y luego, mirando a su hermana, añade—: Me parece fatal que fumes e incites a Jud a fumar. Ella no fuma.

¡Ah, no!, eso sí que no. Yo fumo cuando me sale del bolo, e incapaz de no decir nada, atraigo su mirada y farfullo muy molesta:

—Estás muy equivocado, Eric. Tú no sabes si fumo o no.

—Pues nunca te he visto fumar en todo este tiempo —asegura, malhumorado.

—Si no me has visto fumar es porque no soy una fumadora empedernida —lo recrimino—. Pero te aseguro que en ciertos momentos me gusta fumarme algún que otro cigarrito. Ni éste es el primero de mi vida ni por supuesto será el último, te pongas como te pongas.

Me mira. Lo miro. Me reta. Lo reto.

—Tío, tú dijiste que no se puede fumar, y ella y Marta lo estaban haciendo —insiste el pequeño monstruito.

—¡Que te calles, Flyn! —protesto ante la pasividad de Marta.

Con la mirada muy seria, mi chico, no latino, indica:

—Jud, no fumarás. No te lo voy a permitir.

¡Buenooooo, lo que acaba de decir!

El corazón me bombea la sangre a un ritmo que me hace presuponer que esto no va a terminar bien.

—Venga ya, hombre, no me jorobes. Ni que fueras mi padre y yo tuviera diez años.

—Jud..., ¡no me enfades!

Ese «¡no me enfades!» me hace sonreír.

En este instante mi sonrisa advierte como un gran cartel luminoso la palabra ¡CUIDADO!, y en tono de mofa, la miro y respondo ante la cara de incredulidad de Marta:

—Eric..., tú ya me has enfadado.

En este instante, aparece la madre de Eric y, al vernos a los tres ahí, pregunta:

—¿Qué ocurre? —De pronto, ve el paquete de cigarrillos en las manos de su hija y exclama—: ¡Oh, qué bien! Dame un cigarrito, cariño. Me muero por fumarme uno.

—¡Mamá! —protesta Eric.

Pero Sonia arruga el entrecejo y, mirando a su hijo, suelta:

—¡Ay, hijo!, un poquito de nicotina me relajará.

—¡Mamá! —protesta de nuevo Eric.