Casi no se ven edificios destruidos. Muchas tiendas, muchos bares y hoteles llevan la inscripción «incautado»; se trata de las empresas puestas bajo la administración del Estado o de los sindicatos.

Como en Barcelona, domina aquí, en todas partes, el «mono», traje azul de faena, hecho de lienzo o algodón, que se cierra con «cremallera». Son muy cómodas las alpargatas —calzado ligero, de tela blanca, con suela de esparto—. Antes, en estos barrios de Madrid, hasta cuando el calor era más terrible, resultaba incorrecto presentarse sin chaqueta, sin chaleco, sin corbata y sin sombrero. Ahora, toda la capital se pasea llevando mono y alpargatas, con la cabeza descubierta: milicianos, aguadores, damas y ancianos venerables.

19 de agosto

El Ministerio de la Guerra se levanta en el centro mismo de la ciudad, sobre una colina, rodeado de jardines. Frente a la entrada principal, una estatua del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, famoso caudillo medieval. Las escaleras, las salas de recibir y los salones son los de un auténtico palacio, con mármoles, tapices y gobelinos. Adosados a este edificio, se han construido nuevos pabellones propios para oficinas: es la sede del Estado Mayor.

Las salas están repletas de gente —hay gente en torno a las mesas, junto a los teléfonos, y formando animados grupos de conversación. Se ve mucha gente civil, sobre todo diputados al Parlamento. Unos permanecen aquí horas y días enteros, pidiendo, procurando sacar del ministerio, con ruegos, protecciones o amenazas, quinientos soldados, trescientos o ciento cincuenta, fusiles o ametralladoras, o camiones para su distrito electoral. Esto se considera manifestación de patriotismo, de lealtad hacia los electores y hasta prueba de talento militar. Y el ministerio, cediendo a la presión, regateando, reparte a cada delegado cuatrocientos noventa o doscientos setenta y cinco o ciento cuarenta fusiles, soldados, camiones...

El ministro de la Guerra, Saravia, ha sido llamado a alguna parte. En vez de entrevistarme con él, hablo con el presidente del Consejo de Ministros, José Giral. Es un hombre de edad madura, pulcro, de modesta presencia, con gafas de doctor, con cuello duro almidonado. Es químico de profesión, investigador, pero, al mismo tiempo, es un activo republicano de izquierda, uno de los amigos más próximos del presidente Azaña. Procura no ceder ante la espontaneidad de la situación, no perder la serenidad y encauzar los acontecimientos, aunque con pocos resultados. Siguiendo la costumbre española, para hablar conmigo a solas, me saca al balcón. Hace cinco años, dos semanas después del derrocamiento de los Borbones, estuve hablando en este mismo balconcito con el ministro de la guerra, Azaña.

La caída de Badajoz no alarma mucho a Giral. Lo único monstruoso es la matanza organizada allí por los fascistas, la pesadilla de ese fusilamiento de mil quinientos obreros, mujeres y niños en la plaza de toros. Es dudoso que los facciosos, incluso después de haber tomado Badajoz, logren unir sus frentes norte y sur. En el Guadarrama, las unidades se mantienen firmes. Lo único catastrófico es la falta de armamento. Hacen falta aviones, artillería, tanques y, ante todo, fusiles. ¡Por Dios, fusiles! El gobierno se ha dirigido a todos los países no fascistas, pide armas en Europa, en América del Norte y del Sur. Ofrece el precio y las condiciones que sean. Gente, tenemos la que queremos, hombres valientes y leales, voluntarios. En todas partes se forman nuevas columnas. No hay con qué armarlas. La preocupación fundamental y única del gobierno es, ahora, el armamento. ¿Cuánto durará la guerra? Giral piensa que es cuestión de meses. Quizá hasta de medio año. Si ahora, en este momento, se tuvieran a mano armas, la sublevación podría liquidarse en dos o tres semanas. Los alemanes y los italianos están mandando abiertamente a los facciosos pertrechos de todas clases.

—Hace un momento —me ha dicho aún Giral— he estado hablando con evadidos de Sevilla; nos comunican que anteayer llegó a dicha ciudad un nuevo tren con pertrechos y municiones para toda clase de armas, con la particularidad de que hasta la guardia del tren está formada por fascistas alemanes que se llaman «voluntarios»... A nosotros nos es difícil oponernos a la actividad del gobierno francés que intenta, por lo demás sin resultado, establecer un acuerdo internacional de neutralidad respecto a España, aunque no comprendemos qué neutralidad se puede observar cuando un gobierno legalmente formado lucha en el interior del país con los facciosos. Pero el mal está en que ni siquiera esa neutralidad existe respecto a nosotros. Todos los días los facciosos reciben del extranjero aviones, fusiles y bombas. A la vista de todo el mundo se hace una burla descarada del derecho internacional. En esta situación, cuanto más tiempo pase, tanto más difícil será aplastar al enemigo... Pero, a pesar de todo, lo aplastaremos. Y luego, si ustedes no tienen nada en contra, me daré una vuelta por su país a ver la química soviética y a descansar. Aún no hace mucho tiempo mi sueño dorado era hacer un viaje a la Unión Soviética y conocer a sus hombres de ciencia, de los que tanto he oído hablar y entre los cuales esperaba encontrar amigos. Las circunstancias han hecho que yo, como republicano y demócrata, me encuentre presidiendo el gobierno que defiende la República, la cultura y el honor del pueblo español frente a la monarquía, la reacción y el fascismo... Estamos profundamente agradecidos al pueblo soviético, a su gobierno, a sus sindicatos por su noble actitud y la ayuda que nos prestan en este difícil momento...

Me pregunta si tengo todo lo que necesito, si me hacen falta documentos, algún pase, un automóvil. Da instrucciones al correspondiente negociado para que no se me demore el envío de los telegramas. Regresa el coronel Saravia, hombre amable, de pequeña estatura y pelo canoso. Ha estado con el presidente, quien se halla absorbido por el curso de las operaciones militares, examina cada desplazamiento de unidades, toda disposición operativa. Saravia coge el teléfono, empieza a dar cumplimiento a lo convenido en svi conversación con el presidente. Por lo visto, no hay, aquí, ningún Estado Mayor, tampoco hay medios de enlace y de dirección. El propio ministro llama a los batallones y columnas y él mismo da las órdenes por teléfono. Así no se puede ir muy lejos.

Los republicanos izquierdistas del grupo de Azaña se parecen todos a Giral y todos se parecen entre sí. Se trata de intelectuales radicales, muy cultos, por su estilo, hombres de gabinete, pero no de un gabinete de ministros, sino de un gabinete de profesores, doctos; son hombres inclinados a las amplias generalizaciones (en general, rasgo característico de los españoles), vagos y lentos en las resoluciones concretas. Todo esto se completa, por ahora, con cierta decisión interior, con la decisión de quedarse con el pueblo, de llevar hasta el fin la misión que han aceptado. El destino se ha burlado cruelmente de los sosegados doctores en química, arqueólogos y críticos literarios arrojándolos al hervidero de la guerra civil, de la revolución y de la intervención. Por ahora no oponen resistencia a semejante destino; quieren, mientras tengan fuerzas, luchar contra el fascismo; en esto radica su papel histórico acertadamente comprendido, su papel histórico de intelectuales burgueses de izquierda radicales, y su indudable mérito.

Pero la lucha se hace cada día más virulenta. Hoy se cumple un mes desde el día en que resonaron los primeros disparos fascistas en el cuartel de La Montaña, y el nudo se estrecha cada vez con más fuerza.