Me he ido en busca de protección. Primero he visto a Comorera; luego, a España, miembro del gobierno para los asuntos del interior. En el patio y dentro del edificio hay mucha gente, gendarmes, policía, pero España no está, ha ido a desayunar.

Pregunto por Casanovas. Está aquí, en el palacio, pero tiene reunión. Estoy dispuesto a esperar hasta que termine. El secretario es muy amable y, a propósito, no tiene nada que hacer. Me muestra el palacio, luego los cuadros, luego los gobelinos, luego la biblioteca. La sesión continúa. Se oye el rugido de leones y tigres del parque zoológico. Pasan las horas. Dan ganas de rugir como los leones.

Por fin, sale el gobierno. Casanovas me estrecha la mano, señala a España: «Se lo arreglará todo.» Desaparece. España: «Sí, sí, no se preocupe, todo se arreglará. Permítame que le presente: nuestro comisario de prensa, hará todo lo que haga falta.» Ha desaparecido. El comisario de prensa: «Espéreme usted aquí, vuelvo dentro de un minuto.» Ha desaparecido. Han desaparecido todos. Diez minutos, veinte. Nadie. Los ujieres se ocupan de la limpieza... De todos modos, el comisario de prensa ha vuelto: «Preséntese dentro de dos horas en la Consejería del Interior; para entonces, el gobierno se habrá puesto de acuerdo con telégrafos.» Me ha dejado su tarjeta de visita. Se llama Joaquim Vila i Bisa. Ha desaparecido.

Exactamente dos horas después, como disparado por un cañón, llego a la Consejería del Interior. ¿Dónde está el comisario de prensa, señor Joaquim Vila i Bisa? No está. ¿Cuándo estará? ¡No se sabe! Bueno, pero ¡¿más o menos?! Se ha pasado la noche trabajando y, probablemente, dormirá hasta las tres. ¡Pero si yo le he visto! No importa, ahora probablemente está durmiendo. ¿Dónde vive? Aquí está la dirección. Allá voy. Joaquim está medio desnudo, se afeita, se encuentra de buen humor. Me ha dado otra tarjeta de visita con una recomendación para el jefe de la sección de aparatos, en la central de telégrafos. «Él le llevará el asunto adelante ¿Y sabe por qué? Es comunista. Para la Pravda,lo hará todo.»

De nuevo en telégrafos. El jefe de la sección de aparatos está dispuesto a llevar la cosa adelante, tanto más cuanto que la correspondencia fue entregada en Lérida el día anterior al de la prohibición. Pero hace falta el visto bueno del jefe de telégrafos. Y el jefe es nuevo, aún no se ha hecho cargo de su puesto, es muy circunspecto y es inútil esperar algo de él. A no ser que haya una disposición directa de Madrid.

De nuevo con un palmo de narices, todo lo hecho ha sido en vano. Ayer no había jefe; hoy, ante su puerta están sentados dos cancerberos de cabello gris, con galones. Por lo visto se trata de un gran burócrata. Bueno, nada se pierde, entraremos... Resulta que en un enorme despacho veo a un mozo de unos veintidós años, con aspecto de obrero, jovial y sencillo. ¿Dar curso a un telegrama? ¡Por favor! En un instante pone el visto bueno. Siente no haber comenzado a trabajar ayer, el telegrama habría salido ayer mismo.

Durante el resto de la jornada, Marina me muestra los sitios de los combates, los puntos de los choques principales. Hace su relato con pocas palabras, cortésmente: eran tres: el hermano Alber, un amigo y ella. Juntos crecieron, jugaban juntos, juntos ingresaron en las Juventudes comunistas. El 18 de julio, juntos tomaron un fusil cada uno y fueron a la barricada de la plaza de Colón. Al amigo lo mataron, con cuatro balas en el vientre. Cayó entre el hermano y la hermana. Alber se hizo con un libro de táctica, el reglamento de infantería y se fue camino de Zaragoza. Marina se hizo mecanógrafa en el Comité Militar. A veces se vuelve, se mete en un rincón y permanece largo rato sentada ante la pared. Cuando la llamo, declara:

—A usted, como camarada ruso, se lo puedo decir sin reservas: Aquí, todos somos demasiado sentimentales. ¡Esto es un gran defecto! ¡Somos enormemente sentimentales!

Julio Jiménez Orgue-Glinoiedski no va a Madrid. Hoy se ha presentado Alber por encargo especial de Trueba y de toda la columna de Tardienta, para pedir a Jiménez que vuelva con ellos como consejero militar y jefe de artillería. Jiménez Orgue ha decidido aceptar la propuesta —los muchachos son buenos, capaces, valientes—. Además, Jiménez se siente intimidado ante los grandes Estados Mayores. Sus conocimientos militares han envejecido un poco, corresponden a 1916. Para reforzar su autoridad quería comprarse una fusta; le he disuadido y le he regalado unos guantes amarillos de cabritilla. Ha dicho que esto, en cierto modo, también da autoridad.

Llegan noticias inquietantes de Madrid. Los facciosos se han apoderado de Badajoz. Esto les permite unir dos de sus zonas hasta ahora aisladas, la del sur y la del norte.

16 de agosto

Esta mañana he ido al aeródromo del Praty por el camino me he roto la clavícula derecha y me he dislocado un pie. Estaba firmemente convencido de que así iba a ocurrir, pero creía que el accidente se produciría más tarde y que sería de menos levedad. Ayer por la mañana me tomaron el coche —alguien lo necesitó para un viaje a Valencia— y me dieron otro, ya con chófer, un lujoso Hispano-Suiza, nuevecito, con incrustaciones de plata en el interior; sólo estaba arrancada la puerta de la derecha y la habían atado apresuradamente con una vieja cuerda. El chófer, José, muchacho de dulce y tranquilo rostro, con ojos de gacela, corre como todos aquí, como loco rematado. Ya ayer, al hacer el recorrido de palacio a telégrafos, hacía tales pasadas que acudían a la cabeza todos los pensamientos sobre lo efímero de la vida terrenal. Dar la vuelta penetrando un buen trecho en la acera, empujando a la gente, es, para él, lo más legítimo del mundo... Hoy en la carretera, a noventa por hora, sin disminuir la velocidad, ha adelantado a un carro tirado por unos asnos, ha trazado una diabólica espiral entre un camión que venía en sentido contrario y un segundo carro. El coche se ha aplastado contra un plátano enorme, la carrocería se ha doblado como el ángulo de un sobre. A mi acompañante, Masha, se le han clavado unos cristales en el brazo y en seguida se le ha cubierto de sangre el blanco impermeable. Masha ha saltado toda ensangrentada dejando los zapatos en el coche; yo, con las manos en el hombro y en el cuello. En seguida ha acudido gente, ayes, uyes, se ha presentado, no sé de dónde, un coche de la Cruz Roja. Nos hacen subir al coche. A Masha le ponen algodones y vendajes, nos llevan y... Y luego —nadie del mundo lo va a creer, esto es un truco de un film de aventuras de a perra gorda— exactamente dos minutos después, salvados tres kilómetros, el coche sanitario, que también corre a cien por hora, arremete contra un puentecito y rueda por un elevado talud...

Todos quedan indemnes y se ríen, abatidos. De súbito aparece por la carretera nuestro Hispano con la carrocería aplastada y bamboleándose. Sale José, baja el talud, lanza una mirada fulminante al chófer sanitario y nos recoge a nosotros dos, sus pasajeros. Llegamos al Prat, allí nos dirigimos primero al garaje, a comunicar que el coche sanitario está en la zanja, y luego vamos a una pequeña clínica particular. El cirujano, durante un tiempo infinitamente largo y con extremado celo, va arrancando cristalitos del brazo de Masha, que sonríe entre lágrimas. José también se ha metido dentro; contempla, pasmado, la operación y de pronto, cubriéndose el rostro con las manos, se echa sobre una camilla. Resulta que no soporta la visión de la sangre: «soy nervioso»...