Camilo José Cela

La cruz de San Andrés

La cruz de San Andrés pic_1.jpg

…what is this quintessence of

dust? Man delights not me; no,

nor woman neither.

SHAKESPEARE

Hamlet, II, ii, 316

I Dramatis personae

AQUÍ, en estos rollos de papel de retrete marca La Condesita, escribiendo con bolígrafo no se corre la tinta verde, ni la azul, ni la roja, no se corre la tinta, aquí en este soporte humildísimo se va a narrar la crónica de un derrumbamiento, ni la mansedumbre ni la fiebre hacen temblar la silueta ni el trasluz de nada, yo aguanto mucho, lo único que pido a Dios es que no me mande todo lo que puedo aguantar, yo soy capaz de aguantar más que un eunuco turco bien alimentado con carne de toro de Karabuk, las patronas de las pensiones de estudiantes dicen papel higiénico, yo sé que nadie es culpable de que nada ni nadie se derrumbe silenciosamente o con estrépito, eso es lo mismo; el gladiador que va a morir saluda al César con un corte de mangas porque también él juega y juzga y se ríe a carcajadas del César y de quienes van a escupir sobre su cadáver, sería espantoso imaginarnos a la humanidad demasiado sumisa, suenan los clarines porque ya empieza la misa negra de la confusión, el solemne acto académico de la más turbia de todas las confusiones, los sacerdotes se visten con muy austeros uniformes militares ribeteados de oro, las sacerdotisas cubren sus escuálidas y ajadas carnes o sus opulentas y tersas carnes con túnicas de terciopelo verdeceledón o rojo sangre bordadas en oro y con botones de oro, y los unos y las otras comulgan con hebras de carne de sucio cerdo infamante, en cada toalla aparece la cara de un muerto teñida de amarillo y sin afeitar y las campanas tañen albricias o doblan a muerto según las fases de la luna: se trata de contar un cuento al amor de la lumbre, la farsa debe representarse con sencillez para que el gran público se deleite, a las hienas hay que echarles vísceras podridas, bofe, corazón, mondongo, para que no se ensañen con las colegialas púberes y tristes, amargas, pálidas y desilusionadas.

– ¿Por qué te ciñes tanto al pie de la letra?

– Lo ignoro.

– ¿Por qué tu marido se tiñe el pelo de color ciclamen?

– Son figuraciones tuyas, mi marido no lleva el pelo teñido de color ciclamen sino limpio, tan sólo limpio.

No es que las mujeres vulgares no tengamos historia, los hombres tampoco, las mujeres vulgares lo somos a nuestro pesar e ignoramos los más pedestres conocimientos, lo que pasa es que no sabemos contar nuestra propia historia; a las ciudades y a los pueblos les pasa lo mismo y así resulta que unos son esplendorosos y rutilantes como el Paraíso Terrenal, otros opacos y deleznables como las aburridas y cándidas ánimas del purgatorio, y aun otros anodinos y mansos como las ovejas del matadero quienes, en su dulce y suplicante (inconsciente que no deliberadamente suplicante) mirar, parecen sonreír al matarife; los cerdos son más dignos y mueren estremeciéndose, sangrando y sufriendo, sí, pero también odiando, rugiendo y blasfemando, el odio, el rugido y la blasfemia deben ir siempre más allá del testimonio e incluso del estupor.

– Proceda usted a presentarse.

– Con la venia del señor presidente. Me llamo Matilde Verdú, mi madre también se llamaba Matilde Verdú, soy hija de soltera y no me avergüenza declararlo, mi madre era adorable y hacia ella no siento sino respeto y gratitud, también admiración y lástima, mucha lástima. Soy inspectora de primera enseñanza, mi madre también lo era y tenía mucha afición al ejercicio de la literatura, sus biografías para escolares de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz tuvieron muy buena acogida, sobre todo la segunda. Mi abuelo era militar, era comandante de infantería y murió en el cumplimiento del deber durante la guerra civil, lo mataron en el frente de Huesca, le dieron un tiro en el pecho y murió en seguida, el asistente le cerró los ojos, eso fue lo que me dijo; nosotros nos quedamos en La Coruña porque tampoco teníamos a donde ir, en La Coruña no somos demasiado conocidos ni admitidos, La Coruña es una ciudad muy clasista y exclusiva, primero los coruñeses de la Ciudad Vieja, después los del Ensanche y después ya veremos. Eso es todo.

– Bien, puede retirarse.

Me armo de valor y de melancolía y confieso sin rubor alguno haber pecado contra todos los mandamientos de la ley de Dios, pero pienso que ya se me hizo pagar la penitencia a muy alto precio y que no sería justo que ahora, cuando me muera, ahora que ya oigo a la muerte repicar en el aldabón de mi cuarto de dormir y de morir, se me mandase al infierno a seguir ardiendo por los siglos de los siglos, es probable que el infierno esté vacío, en el infierno a lo mejor no está ni Judas y considero que sería muy desairado terminar allí, bueno, ni terminar siquiera: verme allí ardiendo en la infinita soledad y por la infinita eternidad. Hace ya más de un mes que el fantasma de la muerte se mea todas las noches por el tubo de la chimenea de mi alcoba, se conoce que quiere avisarme con sus histéricas risas, sus malévolas amenazas y sus descaradas procacidades. El demonio Belcebú Seteventos, que era de Seixosmil, en la provincia de Lugo, tenía una paloma torcaz que no ponía huevos de oro, eso son sólo algunas gallinas, es del dominio público que no ponía huevos de oro sino que fabricaba en el intestino peluconas de oro con el busto de Carlos IV muy bien dibujado, todos los primeros lunes de mes expulsaba una por su debido conducto. Según el cardenal Tarancón, nuestro catolicismo no está aún en condiciones de asimilar el concilio.

No es que las mujeres corrientes, las que pese a todo nos resistimos a morir en el hospital y mirando muy comedida y abyectamente a nuestros verdugos, no tengamos historia, no, lo que sucede es que no queremos contarla, tampoco sabemos, lo dije hace un momento. A mí y a mi marido ya nos quemó la sangre la familia, a mí y a mi marido va nos crucificaron desnudos y como a san Andrés en una cruz en forma de aspa para que las golondrinas nos descubrieran la tupida y recóndita vulva y los escocidos testículos inmediatamente y nos los coronaran de espinosas y heridoras flores de cardo, ¡Jesús, qué disparate!, borra lo de las golondrinas y pon en vez moscas cojoneras, queda más propio.

Yo me voy a disolver o voy a arder, a lo mejor me voy a desvanecer como un suspiro de humo, eso no se sabe nunca y creo que es mejor ignorarlo, el porvenir es de los ignorantes y los suicidas, también de los negros hipogenitales, de los timidísimos lapones y de los enanos lascivos y patizambos, pero a mí no me importa nada el porvenir, es más, yo no tengo porvenir y tampoco me siento culpable de no tenerlo, a veces pienso lo contrario y entonces me duele la cabeza o me duelen los oídos o las muelas, nunca el estómago. A mí me va a acabar confundiendo el demasiado amor que siento por la novedad, sobre todo si acierta a vestirse de luto.

Si se tira una moneda al aire y salen siempre cruces, si salen cruces mil veces seguidas, se puede colegir que esa moneda es falsa o está endemoniada, ésta es la ley de Freyberg a la que se someten las monedas de cobre, de plata y de oro, no las de níquel, que es metal innoble, ni las de bronce de campana, que son escasas, muy escasas, éstas hacen excepción y no se rigen por la regla general o ley de Frienberg.

– De Freyberg.

– No, de Frienberg, antes me confundí.

Gardner Publisher Co., a través de la agente Paula Fields, con la que no me acosté porque, a pesar de lo que ella dejó entrever en determinados círculos vaticanos, no soy lesbiana, hace va muchos años que no me hacen gozar las mujeres, fui lesbiana pero ya no lo soy la agente Paula Fields me encarga que escriba los siete sucesos que señalaron la vida de mi marido; a ningún marido le pasaron nunca siete sucesos interesantes y reseñables en su vida, una lesión tuberculosa en cada pulmón, un metrallazo en el pecho, la cárcel, el exilio, un hijo muerto en accidente náutico, otro hijo muerto de sida sobre un rimero de versos, el asesinato ritual de la propia esposa en la mesa del comedor y con un cuchillo de hoja ancha con punta, filo y contrafilo, un cuchillo no de matar osos o jabalíes sino de trinchar alces y renos asados al espetón, pero eso no importa, a mí me anticiparon mucho dinero, bueno, mucho dinero para mi exhausta bolsa, la verdad es que no llegó a los seiscientos mil dólares, y aunque al principio lo dudé, ahora que ya no me queda más que un año escaso de vida, eso es lo que dicen los médicos a mi marido y a nuestros hijos y nueras, todos crueles y avergonzados, todos ávidos y parásitos, acepto la propuesta y empiezo esta crónica desorientada y levemente ortodoxa: todos debemos someternos a las sabias normas dictadas por los comerciantes y los síndicos.