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Empecé a sentir que llegaba la hora de irme de San Luis. Decidí volver a Los Angeles; mientras tanto seguí caligrafiando relatos a destajo, emborrachándome, escuchando la quinta sinfonía de Beethoven, la segunda de Brahms…

Una noche después del trabajo me paré en un bar de los alrededores. Me senté y bebí cinco o seis cervezas, me levanté y anduve la manzana y media que me separaba de la pensión. La puerta de Gertrude estaba abierta cuando pasé.

– Henry…

– Hola -me acerqué a la puerta, la miré-. Gertru-dre, me voy de la ciudad. Lo he notificado hoy en el trabajo.

– Oh, qué pena.

– Todas vosotras os habéis portado muy bien conmigo.

– Oye, antes de que te vayas quiero que conozcas a mi novio.

– ¿Tu novio?

– Sí, acaba de instalarse aquí, en una habitación junto al salón.

La seguí. Llamó a la puerta y yo me quedé detrás suyo. La puerta se abrió: pantalones a rayas blancas y grises; camisa planchada de manga larga; pajarita. Un fino bigo-tillos. Ojos ausentes. De uno de los orificios de su nariz caía un casi invisible hilillo de moco que finalmente se recogía en una pelotilla brillante. La pelotilla de moco se le había quedado pegada al bigotillo y estaba a punto de caerse, pero mientras tanto se sostenía allí y la luz se reflejaba en ella.

– Joey -dijo ella-, quiero que conozcas a Henry.

Nos dimos la mano. Gertrude entró. La puerta se cerró. Yo volví a mi habitación y empecé a empacar. Siempre me había gustado empacar.

31

Cuando estuve de vuelta en Los Angeles encontré un hotel barato justo al lado de Hoover Street, y una vez allí me quedé en la cama y bebí. Estuve bebiendo durante un cierto tiempo, tres o cuatro días. No conseguí levantarme para leer las ofertas de trabajo. La idea de sentarme enfrente de un hombre sentado detrás de un escritorio y contarle que deseaba un trabajo, que estaba capacitado para hacer ese trabajo, era demasiado para mí. Francamente, estaba horrorizado de la vida, de todo lo que un hombre tenía que hacer sólo para comer, dormir y poder vestirse. Así que me quedaba en la cama y bebía. Mientras bebías, el mundo seguía allí afuera, pero por el momento no te tenía agarrado por la garganta.

Salí una noche de la cama, me vestí y me puse a andar por la ciudad. Me encontré caminando por la calle Alva-rado. Seguí andando hasta que encontré un bar con buena pinta y entré en él. Pedí un escocés con agua. A mi derecha estaba sentada una rubia castaña, un poquito gorda, con el cuello y las mejillas algo flojas, obviamente una borracha; pero tenía una cierta belleza remanente en todo su ser, y su cuerpo todavía parecía firme y joven y con buenas formas. De hecho, sus piernas eran largas y adorables. Cuando esta dama acabó su bebida, le pregunté si quería otra. Dijo que sí. La invité a una copa.

– Es toda una puta pandilla de imbéciles los que hay aquí -dijo.

– En todas partes, pero especialmente aquí -dije yo.

Pagué tres o cuatro copas más. No hablamos. Entonces le dije a la dama:

– Esa fue la última. Estoy en la ruina.

– ¿Hablas en serio?

– Sí.

– ¿Tienes dónde dormir?

– Un apartamento, me quedan dos o tres días de alquiler.

– ¿Y no tienes nada de dinero? ¿Ni nada que beber?

– No.

– 'Ven conmigo.

La seguí fuera del bar. Me di cuenta de que tenía un trasero muy bonito. La acompañé hasta la tienda de licores más próxima. Le dijo al encargado lo que quería: dos botellas de whisky Grandad, un paquete de seis cervezas, dos paquetes de cigarrillos, patatas fritas, frutos secos, alka-seltzer y un cigarro. El encargado lo apuntó todo.

– Cárguelo a la cuenta -dijo- de Wilbur Oxnard.

– Espere -dijo él-, tendré que llamar por teléfono.

El encargado marcó un número y cruzó unas palabras con alguien. Luego colgó.

– Conforme -dijo. La ayudé con las bolsas y salimos a la calle.

– ¿Adonde vamos con esta mercancía? -pregunté.

– A tu casa. ¿Tienes coche?

La llevé hasta mi coche. Me lo había comprado en una subasta por treinta y cinco dólares. Tenía los amortiguadores rotos y al radiador se le salía el agua, pero andaba.

Llegamos a mi apartamento y metí todo el material en la nevera. Serví dos bebidas, las saqué a la sala, me senté y encendí mi puro. Ella se sentó en el sofá, enfrente mío, con las piernas cruzadas. Llevaba puestos unos pendientes verdes.

– Irresistible -dijo ella.

– ¿Qué?

– ¡Te crees irresistible, te crees que eres el mismo demonio!

– No.

– Sí, te lo crees. Lo puedo ver por el modo como actúas. Me sigues gustando, de todos modos. Me gustaste desde el primer momento.

– Súbete un poco el vestido.

– ¿Te gustan mis piernas?

– Sí. Súbete un poco el vestido.

Ella lo hizo.

– ¡Oh, Jesús, ahora un poco más arriba, aún más arriba!

– Oye, ¿no serás alguna especie de maniático, no? Hay un tío que les hace cabronadas a las chicas. Las recoge, luego las lleva a su casa, las desnuda y luego las raja todo el cuerpo con una navajita.

– No soy yo.

– Luego hay tíos que se te folian y luego te descuartizan. Más tarde encuentran parte de tu culo en un desagüe en Playa del Rey y tu teta izquierda en un cubo de basura en algún callejón.

– Hace años que dejé de hacer esas cosas. Súbete un poco más la falda.

Se subió más la falda. Era como el comienzo de la vida y de la risa, era el significado verdadero del sol. Me levanté y fui a sentarme en el sofá junto a ella, la besé, luego volví a levantarme, serví dos bebidas más y puse la radio en la KFAC* Cogimos el principio de algo de Debussy.

– ¿Te gusta este tipo de música? -dijo ella.

En un momento durante la noche, mientras conversábamos, me caí del sofá. Me quedé tumbado en el suelo, contemplando aquellas piernas celestiales.

– Nena -le dije-, soy un genio, pero nadie más que yo lo sabe.

Ella me miró desde arriba.

– Levántate del suelo, condenado idiota, y sírveme un trago.

Le puse una bebida y me senté a su lado. Realmente me sentía un poco idiota. Más tarde nos fuimos a la cama. Apagamos las luces y yo me puse encima de ella. Di dos o tres caderazos, entonces me paré.

– Por cierto, ¿cómo te llamas?

– ¿Y eso qué coño importa? -me contestó.

* Emisora de radio californiana especializada en música clásica. (N. del T.)

32

Se llamaba Laura. Eran las dos en punto de la tarde y anduve por el sendero que había detrás de la tienda de muebles en la calle Alvarado. Llevaba mi maleta conmigo. Había allí un gran caserón blanco, de madera, con dos pisos, viejo, con la pintura blanca cayéndose a pedazos.

– Ahora apártate de la puerta ç-dijo ella-. Hay un espejo en mitad de las escaleras que le permite ver quién está llamando.

Laura se quedó allí llamando al timbre mientras yo me escondía a la derecha de la puerta.

– Déjale que me vea, y cuando suene el zumbido, yo abro la puerta y tú me sigues.

Sonó el zumbido y Laura abrió la puerta empujándóla. La seguí adentro, dejando mi maleta al final de las escaleras. Wilbur Oxnard estaba en lo alto de las escaleras y Laura subió corriendo a saludarle. Wilbur era un tipo viejo, con el pelo gris y con un solo brazo.

– ¡Nena, qué alegría verte!

Wilbur rodeó a Laura con su único brazo y la besó. Cuando se separaron, me vio a mí.

– ¿Quién es ese tipo?

– Oh, Willie, quiero presentarte a un amigo mío.

– Hola -dije yo.

Wilbur no me contestó.

– Wilbur Oxnard, Henry Chinaski -nos presentó Laura.

– Es un placer conocerle, Wilbur -dije yo.

Wilbur siguió sin contestarme. Finalmente dijo:

– Bueno, subid arriba.

Seguí a Wilbur y Laura hasta el salón principal. Había monedas desparramadas por todo el suelo, de cinco, quince, veinticinco y cincuenta centavos. En pleno cen-tro de la habitación estaba plantado un órgano eléctrico. Les seguí hasta la cocina y nos sentamos en la mesa del desayuno. Laura me presentó a las dos mujeres que estaban allí sentadas.