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Al cabo de un rato desaparecieron las imágenes de la sala de audiencias en que yo solía intervenir, de las ejecuciones que había tenido que presenciar, de los uniformes verdes y grises y negros y de mi mujer con el traje de las juventudes hitlerianas. Ya no oía botas resonando por largos corredores, ni discursos del Führer en la radio, ni sirenas. John Wayne bebía whisky, yo bebía Southern Comfort, y cuando se fue a poner las cosas en su sitio yo estaba a su lado.

Al mediodía siguiente, el regreso de la borrachera ya se había hecho un ritual. Al mismo tiempo tuve claro que se había terminado el beber en exceso. Fui con el coche hasta el parque Golden Gate y caminé dos horas. Por la tarde me topé con el Perry's, un local italiano en que me sentí casi tan bien como en el Kleiner Rosengarten. Dormí profundamente y sin sueños, y por la mañana descubrí el desayuno americano. A las nueve llamé a Vera Müller. Me esperaba para el lunch.

A las doce y media estaba con un ramo de rosas amarillas ante su puerta de Telegraph Hill. No era la caricatura de cabello azul que me había imaginado. Era aproximadamente de mi edad, y si como hombre llevaba yo los años al igual que ella como mujer, me daba por satisfecho. Era alta, esbelta, huesuda, llevaba el pelo gris cogido hacia arriba, sobre los vaqueros una blusa de estilo ruso, las gafas colgadas de una cadenita y en torno a los ojos grises y a la boca pequeña tenía una expresión burlona. Llevaba dos alianzas en la mano izquierda.

– Sí, soy viuda. -Había advertido mi mirada-. Mi marido murió hace tres años. Usted me recuerda a él. -Me llevó al salón, por cuyas ventanas vi Alcatraz, la isla prisión-. ¿Le apetece un pastis de aperitivo? Sírvase, en este momento iba a meter la pizza en el horno.

Cuando volvió yo había servido dos vasos.

– Tengo que hacerle una confesión. No soy un historiador de Hamburgo, sino un detective privado de Mannheim. El hombre a cuyo anuncio contestó usted, que tampoco era un historiador de Hamburgo, fue asesinado, y yo estoy intentando descubrir por qué.

– ¿Y sabe usted ya por quién?

– Sí y no. -Le conté mi historia.

– ¿Le ha mencionado a la señora Hirsch su propia implicación en el asunto Tyberg?

– No, no me atreví.

– De verdad que me recuerda usted a mi marido. Era periodista, un célebre y furibundo reportero, pero en todos sus reportajes tenía miedo. Por otra parte está bien que no se lo haya dicho a ella. Le habría perturbado mucho, también por su relación con Karl. ¿Sabía usted que él volvió a hacer una gran carrera en Stanford? Sarah nunca pudo incorporarse a ese mundo. Se quedó junto a él porque pensaba que se lo debía, por haberla esperado tanto tiempo. Y al mismo tiempo él vivió con ella sólo por lealtad. Nunca se casaron. -Me llevó al balcón de la cocina y sacó la pizza-. Del envejecer me gusta que a los principios les salen agujeros. Nunca habría pensado que alguna vez pudiera comer con un antiguo fiscal nazi sin que se me atragantara la pizza. ¿Sigue siendo nazi?

La pizza se me atragantó a mí.

– De acuerdo, de acuerdo. No le veo yo aspecto de serlo. ¿Tiene a veces problemas con su pasado?

– Por lo menos para dos botellas de Southern Comfort. -Le conté cómo me había ido el fin de semana.

A las seis todavía estábamos sentados. Me habló de sus comienzos en América. En la Olimpiada de Berlín había conocido a su marido y se había ido con él a Los Ángeles.

– ¿Sabe usted lo que más me ha costado de todo? Ir en traje de baño a la sauna.

Luego se tuvo que ir al turno nocturno del teléfono de la esperanza, y yo volví a Perry's y sólo me llevé a la cama un lote de seis latas de cerveza. A la mañana siguiente, mientras desayunaba, le escribí una postal a Vera Müller, luego pagué la cuenta y fui al aeropuerto. Por la noche estaba en Pittsburgh. Había nieve.

4. NI UN PELO SANO A SERGEJ

Los taxis que me llevaron por la noche al hotel y a la mañana siguiente al ballet eran exactamente igual de amarillos que los de San Francisco. Eran las nueve, la compañía todavía estaba ensayando, a las diez hicieron una pausa, y preguntando a uno y a otro llegué a los dos de Mannheim. Estaban de pie, con leotardos y camiseta y con un yogur en la mano junto a la calefacción.

Cuando me presenté y expliqué lo que buscaba, apenas pudieron comprender que hubiera hecho todo aquel viaje por ellos.

– ¿Sabías tú eso de Sergej? -Hanne se volvió a Joschka-. Oye, esto me deja perpleja, me inquieta.

También Joschka estaba asustado.

– Si podemos ayudar de algún modo a Sergej… Voy a hablar con el jefe. En realidad basta con que estemos de vuelta a las once. Así que podemos ir un rato a la cantina y hablar.

La cantina estaba vacía. Por la ventana veía un parque con grandes árboles sin hojas. Había madres paseando con sus hijos, esquimales con monos guateados que se revolcaban ruidosamente en la nieve.

– Bueno, para mí es de verdad importante explicar lo que sé sobre Sergej. Me parecería terrible que se llegara a falsas…, que se pensara… Sergej es tan inquietantemente sensible. También es muy vulnerable, para nada un macho. Sabe usted, ya sólo por eso no puede haber sido él mismo, siempre ha tenido un miedo espantoso a las lesiones.

Joschka no estaba tan seguro. Con un bastoncito de plástico revolvía pensativo en su taza de café de polietileno.

– Señor Selb, yo tampoco creo que Sergej haya querido lesionarse. No puedo imaginarme que alguien haga algo así por las buenas. Pero si alguien… Sabe, Sergej siempre ha tenido ideas locas.

– ¿Cómo puedes decir algo tan cruel? -le interrumpió Hanne-. Pensaba que eras su amigo. Debo decir que eso me entristece, de verdad.

Joschka le puso la mano en el brazo.

– Pero, Hanne, ¿no te acuerdas de la tarde en que tuvimos de invitados a los de la compañía de Ghana? Entonces contó cómo se cortó a propósito en la mano al pelar patatas cuando era boy scout para no tener que hacer más servicio de cocina. Nos reímos todos de aquello, tú también.

– Pero si lo entendiste todo mal. Él hizo sólo como si se hubiera cortado, y se puso una venda muy gorda. Así que estás tergiversando las cosas… Mira, Joschka, de verdad…

Joschka no parecía convencido, pero no quería discutir con Hanne. Pregunté por el estado de ánimo y la moral de Sergej en los meses previos al accidente.

– Exacto -dijo Hanne-, tampoco eso cuadra con su curiosa sospecha. Creía mucho en sí mismo, además quería hacer sin falta flamenco e intentó conseguir una beca para ir a Madrid.

– Pero, Hanne, precisamente no le dieron la beca.

– Pero no entiendes que, solicitándola, mostraba su fuerza. Y ese verano todo fue bien en su relación con su profesor de germanística. Sabes, Sergej no es maricón, pero también puede querer a hombres. A mí eso me parece formidable. Y tampoco son sólo encuentros cortos, sexuales, sino auténticamente profundos. Simplemente hay que quererle. Es tan…

– ¿Suave? -propuse.

– Exacto, suave. ¿Le conoce usted en realidad, señor Selb?

– ¿Cómo?, dígame otra cosa más, ¿quién es el profesor de germanística que ha mencionado?

– ¿Era realmente de germanística, no era de derecho? -Joschka arrugó la frente.

– Tonterías, tú no dejas ni un pelo sano a Sergej. Era germanista, un cielo. Pero el nombre… No sé si debo decírselo.

– Hanne, ninguno de los dos hizo un secreto de ello tal y como andaban juntos por la ciudad. Es Fritz Kirchenberg, de Heidelberg. Puede que le sirva de algo hablar con él.

Pregunté a ambos su opinión sobre los méritos de Sergej como bailarín. Hanne contestó en primer lugar.

– Pero es que no se trata para nada de eso. Aun en el caso de que no se sea un buen bailarín, no es preciso cortarse la pierna. Me niego en absoluto a hablar de ello. E insisto en que no tiene usted razón.

– No tengo en modo alguno una opinión formada, señora Fischer. Y también quisiera señalar que el señor Mencke no ha perdido la pierna, sólo se la rompió.