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John Case

Código Génesis

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Traducción de Agustín Vergara

Título original The Génesis Code

A la memoria de Bob LaBrasca (1943-1992)

A la sabiduría iluminada de Racine

Dios de Dios, Luz de Luz,

Dios verdadero de Dios verdadero,

engendrado, no creado…

Credo niceno,

concilio de Calcedonia, 451 d.C.

Primera parte. Julio

CAPÍTULO 1

El padre Azetti se sentía tentado.

De pie, en la escalinata de la parroquia, acarició nerviosamente el rosario con los dedos. Al otro lado de la plaza estaba su trattoria favorita. Miró la hora. Eran las dos menos veinte y estaba muerto de hambre.

Supuestamente, la iglesia debía permanecer abierta de ocho a dos y, de nuevo, de cinco a ocho. Al menos, eso decía el cartel de la puerta, y el padre Azetti tenía que reconocer que el cartel tenía cierta autoridad. Llevaba ahí colgado casi cien años. Aun así…

La trattoria estaba en la via della Felice; un nombre grandioso para un pequeño callejón adoquinado que se alejaba serpenteando de la plaza hasta morir en el muro de piedra que definía los límites del pueblo.

Montecastello di Peglia, uno de los pueblos más remotos y bellos de toda Italia, se erguía sobre un promontorio de rocas, a trescientos metros de altura sobre la llanura de Umbría. Su orgullo era la piazza di San Fortunato, donde una pequeña fuente borboteaba a la sombra de la única iglesia del pueblo. Silenciosa y envuelta por el aroma de los pinos, la pequeña plaza era lugar de encuentro de amantes y estudiantes de arte que acudían a ella por las espléndidas vistas que ofrecía de la llanura. A sus pies se extendía un mosaico de cultivos, el corazón de la Italia rural, donde los campos de girasoles temblaban bajo el efecto del calor.

Pero ahora los amantes y los estudiantes estaban comiendo.

Un lujo que el padre Azetti todavía no podía permitirse. Una suave brisa le llevó el olor a pan recién horneado, carne a la parrilla, limón y aceite de oliva. Era una tortura.

Pero no tenía más remedio que desoír las quejas de su estómago. Por encima de todo, Montecastello era un pueblo. Ni siquiera tenía un hotel, tan sólo una pequeña pensión regentada por una pareja de ingleses. El padre Azetti llevaba menos de diez años en el pueblo. Era un forastero; para la gente del pueblo siempre lo sería. Y, como forastero, era el blanco de las habladurías de sus vecinos, sobre todo los más viejos, que controlaban cada uno de sus movimientos, siempre vigilantes, y ensalzaban continuamente las virtudes de su predecesor, «el cura bueno». ¿Azetti? Azetti era «el cura nuevo». Si al padre Azetti se le ocurriera cerrar la iglesia un solo minuto antes de tiempo durante las horas de confesión se armaría un escándalo en Montecastello.

Con un suspiro, el párroco le dio la espalda a la plaza y volvió a adentrarse en la penumbra de la iglesia. Construida en una época en la que el cristal era un lujo, la iglesia estaba condenada a las sombras perpetuas desde el mismo momento de su edificación. Al margen del débil resplandor de las bombillas de los candelabros y de una hilera de velas que se consumía en la nave central, la única iluminación de la estructura procedía de las estrechas ventanas que se abrían en lo alto de uno de los muros laterales. Aun siendo pequeñas y escasas, las ventanas conseguían un efecto de gran dramatismo cuando, en algunas ocasiones, como ésta, transformaban el sol de la tarde en haces de luz que descendían hasta el suelo de la iglesia. Al pasar junto a uno de los retablos de madera de caoba que marcaban las estaciones del vía crucis, el padre Azetti observó con una sonrisa al penitente que lo esperaba en una de esas lagunas de resplandor natural. Se adentró en la luz, gozando del efecto visual de los haces sobre su figura. Vaciló un momento, imaginándose cómo se vería la escena a través de los ojos de otra persona. Después entró en el confesionario, avergonzado de su propio narcisismo, y corrió la cortina. Se sentó en la oscuridad y esperó.

El viejo confesionario de madera estaba dividido por un tabique con una celosía que se podía tapar corriendo un panel. Debajo de la celosía sobresalía un pequeño estante. El padre Azetti tenía la costumbre de apoyar las puntas de los dedos en este estrecho saliente mientras inclinaba la cabeza para oír la confesión susurrada. Un hábito que claramente compartían muchos de sus predecesores, pues el pequeño estante estaba gastado por siglos de manos pías frotando la madera.

El padre Azetti suspiró, se acercó el dorso de la mano a los ojos y miró la esfera luminosa de su muñeca. Faltaban nueve minutos para las dos.

Cuando no se había perdido el desayuno, el párroco disfrutaba de las horas que pasaba en el confesionario. Como un músico que interpreta a Bach, se escuchaba a sí mismo y oía a sus predecesores en cada cambio de tonalidad. El confesionario resonaba con viejos latidos de corazón, secretos susurrados y absoluciones pasadas. Sus paredes habían escuchado un millón de pecados o, como solía decir el padre Azetti, una docena de pecados cometidos un millón de veces.

Los pensamientos del párroco fueron interrumpidos por un ruido familiar al otro lado del confesionario: el sonido de la cortina al abrirse seguido de la queja de un hombre mayor al arrodillarse. El padre Azetti respiró hondo y corrió el panel de madera.

– Bendígame, padre, porque he pecado…

No podía ver la cara del hombre, pero la voz le resultaba familiar. Era la voz del ciudadano más distinguido de Montecastello, el doctor Ignazio Baresi. En algunos aspectos, el doctor Baresi se parecía a él: era un forastero cosmopolita trasplantado a la asfixiante belleza de un pueblo de provincias. Inevitablemente, ambos hombres eran objeto de las habladurías del resto del pueblo e, inevitablemente, se habían hecho amigos. O, si no amigos, al menos aliados, que era todo lo que permitía su diferencia de edad e intereses. La verdad era que tenían poco en común, quitando una excelente educación. El médico era un septuagenario con las paredes de su casa cubiertas de diplomas y certificados que atestiguaban sus logros en la ciencia y la medicina. El cura era menos ilustre: un sacerdote de mediana edad que había sido apartado de los entresijos de la política vaticana.

Las tardes de los viernes solían sentarse en la plaza, delante del café Central, a jugar al ajedrez mientras se bebían un par de vasos de vino. Sus conversaciones eran frugales y carecían de cualquier tipo de intimidad. Un comentario sobre el tiempo, un brindis por la salud mutua y entonces: jaque al rey. Así, después de más de un año de comentarios banales y alguna reminiscencia aislada, sólo sabían un par de cosas el uno del otro, pero eso parecía bastarles.

Últimamente sus encuentros habían sido escasos. El párroco sabía que el médico había estado enfermo, pero no se había dado cuenta de hasta qué punto. Su voz sonaba tan débil que el padre Azetti tuvo que apretar la sien contra la celosía para poder oírlo.

Y no es que el párroco sintiera especial curiosidad. Al igual que con todas las demás personas que acudían a confesarse a su parroquia, Azetti apenas escuchó lo que decía. Después de diez años en Montecastello, se sabía de memoria las debilidades de todos sus feligreses. A sus setenta y cuatro años, el médico podría haber tomado el nombre de Dios en vano o quizá se hubiera mostrado poco caritativo. Antes de enfermar, puede que hubiera deseado a una mujer, incluso podría haber cometido adulterio, pero todo eso había quedado atrás para este pobre hombre, que cada día parecía más débil.