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Y giró el carro de forma que chocó contra la pata de la mesa en que se apoyaban las calabazas. La pirámide se tambaleó peligrosamente, amenazando con derrumbarse. Ashley soltó un gritito y se abalanzó como para impedir el desastre, pero en realidad empujó una de las calabazas grandes de la base para que todo se viniera abajo, como en efecto ocurrió estrepitosamente.

Catherine chilló.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Qué he hecho!

Al instante aparecieron un par de dependientes y el encargado. Los dependientes se pusieron a arreglar el desaguisado, mientras Catherine y Ashley pedían disculpas y se ofrecían a pagar cualquier daño causado. El encargado desde luego rehusó, pero Catherine insistía en darle un billete de cincuenta dólares.

– Tenga -le decía-, al menos para compensar a estos amables jóvenes que están recogiendo el desaguisado que Ashley y una servidora, Catherine, hemos provocado.

– No, señora, por favor -negaba el encargado con una sonrisa-. De verdad que no es necesario.

– Insisto.

– Yo también -dijo Ashley.

Al final, el encargado tuvo que aceptar el dinero. A espaldas del jefe, los dependientes suspiraron con alivio.

Entonces ambas se pusieron en la cola, y Catherine sacó una tarjeta de crédito para pagar. Se aseguraron de mirar directamente a las cámaras de seguridad. Tenían pocas dudas de que serían recordadas esa noche en concreto. Ésa era la última instrucción de Sally para ellas: «Aseguraos de hacer algo en público que deje constancia de vuestra presencia cerca de casa.»

Habían cumplido su parte. No sabían qué estaba sucediendo en algún otro lugar de Nueva Inglaterra en ese momento, pero imaginaban que era algo muy peligroso.

Los faros del coche de Michael O'Connell iluminaron la fachada de su antiguo hogar. Las luces se reflejaron en la camioneta de su padre. Una puerta se cerró con estrépito y Scott vio a O'Connell dirigirse con premura hacia la entrada de la cocina.

La furia de O'Connell era fundamental, pensó Scott. Las personas enfurecidas no advierten los detalles que más tarde resultan importantes.

Lo vio entrar. No lo había observado más que unos segundos, pero le habían bastado para saber que, fuera lo que fuese lo que Ashley le había dicho, lo había sacado de quicio.

Inspirando hondo, Scott cruzó la calle, tratando de mantenerse en las sombras. Corrió lo más rápido que pudo hasta el coche de O'Connell. Se agachó, sacó de la mochila unos guantes de látex y se los puso. Luego sacó un martillo de cabeza de goma y una caja de clavos galvanizados para tejados. Dirigió una mirada hacia la casa, tomó aire y hundió un clavo en un neumático trasero. Oyó el silbido del aire al escapar.

Cogió varios clavos y los esparció al azar por el camino.

Moviéndose con sigilo, Scott se dirigió a la camioneta de O'Connell padre. Dejó la caja de clavos y la maza entre las herramientas que había en el vehículo y alrededor.

Terminada su primera tarea, Scott regresó a su escondite. Al cruzar la calle, oyó las primeras voces en la casa, cargadas de furia. Quiso esperar, distinguir las palabras exactas, pero sabía que no podía hacerlo.

Cuando llegó al decrépito cobertizo, cogió el móvil y marcó. Sonó dos veces antes de que Hope respondiera.

– ¿Estás cerca? -preguntó.

– A menos de diez minutos.

– Está sucediendo ahora -dijo Scott-. Llámame cuando pares.

Hope cortó la comunicación sin responder. Pisó el acelerador. Habían calculado al menos veinte minutos entre la llegada de Michael O'Connell y la suya propia. Estaban cumpliendo bastante bien los tiempos previstos. Eso no la tranquilizó demasiado.

Michael y su padre apenas estaban separados por unos metros, los dos de pie en la desordenada sala.

– ¿Dónde está? -gritó el hijo, con los puños apretados-. ¿Dónde está?

– ¿Dónde está quién? -replicó el padre.

– ¡Ashley, maldita sea! ¡Ashley! -Miró en derredor como un poseso.

El padre soltó una risita burlona.

– Vaya, qué cojonudo. Qué cojonudo…

Michael se volvió hacia el viejo.

– ¿Está escondida? ¿Dónde la has metido?

Su padre negó con la cabeza.

– Sigo sin saber de qué cono estás hablando. ¿Y quién puñetas es Ashley? ¿Alguna putilla?

– Sabes bien de quién estoy hablando. Te llamó. Se suponía que estaba aquí. Dijo que venía de camino. Deja de burlarte o juro que…

Michael O'Connell alzó el puño en dirección a su padre.

– ¿O qué? -repuso el viejo con desdén, y se tomó su tiempo para beber una cerveza, calibrando a su hijo con los ojos entornados. Luego se sentó en su sillón, bebió otro largo sorbo y se encogió de hombros-. No sé qué pretendes, chaval. No sé nada de esa Ashley. De repente me llamas después de años de silencio, empiezas a lloriquear por un coño como si fueras un recién salido del instituto, y haces preguntas de las que no tengo ni puñetera idea. Y de repente apareces aquí como si el mundo estuviera ardiendo, exigiendo esto y lo otro. Pues bien, sigo sin tener ni puta idea. ¿Por qué no coges una cerveza y te calmas y dejas de comportarte como un majadero?

– No quiero beber. No quiero nada de ti. Nunca lo he querido. Sólo dime dónde está Ashley.

El padre volvió a encogerse de hombros y extendió los brazos.

– No tengo ni puñetera idea de quién estás hablando.

Michael O'Connell, hirviendo de furia, lo señaló con el dedo.

– Quédate ahí, viejo. Sigue sentado y no te muevas. Voy a echar un vistazo.

– No pensaba ir a ninguna parte. ¿Quieres echar un vistazo? Adelante. No ha cambiado mucho desde que te fuiste.

El hijo sacudió la cabeza.

– Sí que ha cambiado -dijo mientras apartaba a patadas unos periódicos-. Te has vuelto mucho más viejo y borracho, y este lugar está hecho una mierda.

El padre no se movió de su sitio cuando el joven entró en las habitaciones del fondo.

Entró primero en la que había sido la suya. Su vieja cama seguía en un rincón, y algunos de sus viejos pósters de AC/DC y Slayer todavía colgaban donde los había dejado. Un par de trofeos deportivos baratos, una vieja camiseta de fútbol americano clavada a la pared, algunos libros del instituto y una foto enmarcada de un Chevrolet Corvette ocupaban el espacio restante. Abrió el armario, casi esperando encontrar a Ashley escondida dentro. Pero estaba vacío, excepto por un par de viejas chaquetas que olían a polvo y humedad y unas cajas de antiguos videojuegos. Les dio una patada, esparciendo su contenido por el suelo.

Todo en la habitación le recordaba algo que odiaba: quién era y de dónde venía. Su padre simplemente había arrojado las cosas viejas de su madre sobre la cama: vestidos, pantalones, botas, una caja llena de bisutería barata y un tríptico de fotos donde aparecían los tres durante unas inusuales vacaciones en un camping de Maine. La foto le despertó recuerdos terribles. Demasiada bebida y demasiadas peleas y un regreso a casa con caras de perro. Era como si su padre hubiera metido allí todo lo que le recordaba a su esposa muerta y a su hijo ausente, para que acumulara polvo y los olores del tiempo.

– ¡Ashley! -llamó-. ¿Dónde demonios estás?

Desde su sillón en la sala, su padre respondió:

– No vas a encontrar ninguna Ashley. Pero sigue buscando, si eso te hace feliz. -Y soltó una risa forzada que provocó aún más furia a su hijo.

Michael apretó los dientes y abrió la puerta del baño. Apartó la mohosa cortina de la ducha. Un frasco de pastillas cayó del lavabo, esparciendo píldoras por el suelo. Michael se agachó y recogió el frasco de plástico, vio que era un tratamiento para el corazón y se echó a reír.

– Así que ese negro corazón te está dando problemas, ¿eh? -dijo.

– Deja mis cosas en paz -repuso su padre.

– Vete al infierno -masculló Michael-. Espero que te duela bastante antes de matarte.

Arrojo el frasco al suelo, lo aplastó junto con las píldoras esparcidas y se dirigió al otro dormitorio.