Michael Connelly
Llamada Perdida
Título original: (2002) Chasing the dime
Traducción: (2004) Javier Guerrero
A Holly Wilkinson
1
La voz del teléfono era un susurro. Tenía un tono ansioso, casi desesperado.
Henry Pierce le dijo a la persona que llamaba que se equivocaba de número, pero la voz se hizo más insistente.
– ¿Dónde está Lilly? -preguntó el hombre.
– No lo sé -dijo Pierce-. No la conozco.
– Éste es su número. Está en el sitio.
– No, tiene mal el número, aquí no hay nadie que se llame Lilly. Y no sé nada de ningún sitio.
La persona que llamaba colgó sin decir una palabra más. Pierce también colgó, molesto. Acababa de conectar el teléfono nuevo hacía apenas quince minutos y ya había recibido dos llamadas para alguien llamada Lilly.
Dejó el teléfono en el suelo y contempló el apartamento casi vacío. Lo único que tenía era el sofá de cuero negro en el que estaba sentado, las seis cajas con ropa en el dormitorio y el teléfono nuevo. Y el número iba a suponer un problema.
Nicole se había quedado con todo: los muebles, los libros, los cedes y la casa de Amalfi Drive. No es que se lo hubiera quedado, de hecho había sido él quien se lo había cedido. Era el precio de la culpa por dejar que las cosas se torcieran. El apartamento nuevo era bonito, seguro y de alto standing, en la mejor zona de Santa Monica. Pero iba a echar de menos la casa de Amalfi. Y a la mujer que se había quedado a vivir allí.
Miró el teléfono que estaba sobre la moqueta beige, preguntándose si debería llamar a Nicole para decirle que había dejado el hotel y darle el número del apartamento nuevo. Negó con la cabeza. Ya le había mandado un mail con toda la nueva información. Llamarla equivaldría a romper las reglas que ella había establecido y él había prometido seguir en su última noche juntos.
Sonó el teléfono. Pierce se fijó en la pantalla de identificación de llamada. Era otra vez del Casa del Mar. El mismo tipo. Pierce pensó en dejarlo sonar hasta que se conectara el contestador de fábrica, pero al final levantó el auricular y pulsó el botón de hablar.
– Mire, señor. No sé cuál es el problema, pero tiene el número equivocado. Aquí no hay nadie que se llame…
Colgaron sin decir nada.
Pierce se estiró hasta su mochila y sacó la libreta amarilla donde su secretaria había escrito las instrucciones del buzón de voz. Mónica Purl había contratado el servicio telefónico para Pierce, porque él había estado demasiado ocupado en el laboratorio durante toda la semana, preparando la presentación de la semana siguiente. Y porque para eso estaban las secretarias personales.
Trató de leer las notas a la luz agonizante del día. El sol acababa de escurrirse tras el Pacífico y él todavía no tenía lámpara en la sala de estar del apartamento. La mayoría de las viviendas de nueva construcción contaban con luces empotradas en el techo. La suya no. A pesar de que los apartamentos acababan de ser remodelados y tenían cocinas y ventanales nuevos, el edificio era antiguo. Y los techos de placas sin cableado interno no podían adecuarse a un coste razonable. Pierce no pensó en ello cuando alquiló el apartamento. El resumen era que necesitaba lámparas.
Leyó por encima las instrucciones del identificador de llamadas y las características de directorio. Mónica le había contratado algo denominado paquete de servicios: identificador de llamadas, directorio de llamadas, llamada en espera, rellamada, llamada esto, llamada lo otro. La secretaria había anotado en la página que ya había enviado el nuevo número a su grupo de correo electrónico nivel A. La lista estaba compuesta por casi ochenta personas, personas para las que quería estar localizable en cualquier momento, casi todos ellos contactos profesionales o asociados a los cuales también consideraba amigos.
Pierce volvió a pulsar el botón de llamada y marcó el número, que Mónica le había anotado, para configurar su programa de buzón de voz y acceder a él. Siguió las instrucciones que le proporcionó una voz electrónica para establecer una contraseña numérica. Se decidió por 21902, el día en que Nicole le había dicho que su relación de tres años había concluido.
Decidió no grabar un mensaje personal de bienvenida. Prefería ocultarse tras la voz electrónica incorpórea que anunciaba el número y daba instrucciones a la persona que llamaba para que dejara un mensaje. Era impersonal, pero ¿acaso el mundo en el que vivía no lo era? No tenía tiempo para personalizarlo todo.
Cuando hubo terminado de configurar el programa otra voz electrónica le informó de que tenía nueve mensajes. Pierce se sintió sorprendido por la cifra -no habían puesto en servicio su número hasta esa mañana-, pero también esperanzado con la idea de que alguno pudiera ser de Nicole. Tal vez varios. De pronto se imaginó a sí mismo devolviendo todos los muebles que Mónica había encargado por Internet. Se vio cargando las cajas de ropa otra vez a la casa de Amalfi Drive.
Pero ninguno de los mensajes era de Nicole. Ninguno era de sus asociados ni tampoco de sus asociados-amigos. Sólo uno estaba destinado a él, un mensaje de bienvenida al servicio de la ya familiar voz electrónica.
Los siguientes ocho mensajes eran todos para Lilly, cuyo apellido nunca se mencionaba. La misma mujer para la cual ya había interceptado tres llamadas. Todos los mensajes eran de hombres. Unos pocos dejaban su número de móvil o lo que decían que era una línea directa de la oficina. Algunos mencionaban que habían sacado el número de la red o del sitio, sin ser más específicos.
Pierce borró los mensajes después de escucharlos. Luego pasó la hoja de su cuaderno y escribió el nombre de Lilly. Lo subrayó mientras reflexionaba sobre lo ocurrido. Al parecer, Lilly -quienquiera que fuese- había dejado de utilizar ese número. La compañía telefónica había vuelto a ponerlo en circulación y se lo habían asignado a él. A juzgar por la lista exclusivamente masculina, el número de llamadas procedentes de hoteles y el tono de inquietud y expectativa en las voces que había escuchado, Pierce supuso que Lilly podía ser una prostituta. O una chica de compañía, si es que había alguna diferencia. Sintió un ligero estremecimiento de curiosidad e intriga, como si conociera algún secreto que no debería conocer. La misma sensación que cuando en el trabajo conectaba con las cámaras de seguridad y observaba subrepticiamente lo que sucedía en los pasillos y en las zonas de uso común de la oficina.
Se preguntó cuánto tiempo habría estado el teléfono fuera de servicio antes de que se lo asignaran a él. La cantidad de llamadas a la línea en un solo día indicaba que probablemente el número seguía apareciendo en el sitio Web mencionado en algunos de los mensajes, y la gente todavía pensaba que era el teléfono de Lilly.
– Se equivoca -dijo en voz alta, aunque rara vez hablaba consigo mismo cuando no estaba mirando a una pantalla de ordenador o metido en un experimento de laboratorio.
Pasó la página otra vez y leyó la información que Mónica había escrito para él. La secretaria personal había incluido el número de atención al cliente de la compañía telefónica. Podía llamar para que le cambiaran el número, de hecho sabía que tenía que hacerlo. También sabía que sería un incordio tener que volver a enviar por correo electrónico notificaciones para corregir el número.
Algo más lo hizo dudar sobre la idea de cambiar el número. Tenía que admitirlo. Estaba intrigado. ¿Quién era Lilly? ¿Dónde estaba? ¿Por qué había renunciado al número de teléfono y en cambio lo había dejado en el sitio Web? Había un defecto en la lógica, y probablemente era eso lo que le cautivaba. ¿Cómo mantenía el negocio si su sitio Web proporcionaba un número equivocado al cliente? La respuesta era que no lo hacía. No podía. Algo no encajaba y Pierce quería saber qué era y por qué.