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Una de las naves de Shannahan se mantuvo en órbita; las otras dos, luego de algunas pruebas, se posaron sobre un territorio rocoso, de unos mil kilómetros cuadrados, en el hemisferio austral de Solaris. Los trabajos de la expedición duraron dieciocho meses, y se hicieron en condiciones favorables, si se exceptúa un accidente lamentable provocado por el funcionamiento defectuoso de los aparatos. El equipo de sabios se dividió entre tanto en dos campos contrarios, siendo el océano el motivo de la disputa. De acuerdo con los análisis, se había admitido que el océano era una formación orgánica (nadie, en aquellos tiempos, se había atrevido aún a llamarla viviente). Pero en tanto los biólogos lo consideraban como una formación primitiva (una especie de entidad gigantesca, una célula fluida, única y monstruosa que llamaban « formación prebiológica » y que rodeaba el globo como una envoltura coloidal, en algunos lugares de un espesor de varios kilómetros), los astrónomos y los físicos afirmaban en cambio que aquella era una estructura organizada, que había evolucionado de modo extraordinario; según ellos, el océano era una entidad mucho más compleja que las estructuras orgánicas terrestres, puesto que era capaz de influir eficazmente en el trazado de la órbita. En efecto, no se había descubierto ninguna otra causa que pudiese explicar el comportamiento de Solaris; además, los astrofísicos habían encontrado alguna relación entre ciertos procesos del océano plasmático y el potencial de gravitación medido localmente, potencial que se modificaba de acuerdo con las « transformaciones materiales » del océano.

Así pues, fueron los físicos, y no los biólogos, los que propusieron esta denominación paradójica, « máquina plasmática », es decir una formación quizá privada de vida, de acuerdo con nuestras concepciones, pero capaz de emprender actividades útiles; claro que en escala astronómica.

A raíz de esta disputa — cuyos ecos llegaron, en pocas semanas, a oídos de las autoridades más eminen-tes— la doctrina de Gamow-Shapley, indiscutida desde hacía ochenta años, se tambaleó por primera vez.

Algunos continuaban apoyando aún las afirmaciones de Gamow-Shapley, repitiendo que el océano no tenía nada en común con la vida, que no era una formación « parabiológica » ni « prebiológica », sino una formación geológica, poco común por cierto, cuya única habilidad consistía en estabilizar las órbitas de Solaris, pese a las variaciones en las fuerzas de atracción; para apuntalar este argumento, recurrían a la ley de Le Chatelier.

En oposición a esta actitud conservadora, se adelantaron nuevas hipótesis — entre ellas la de Civito-Vitta, una de las más elaboradas— proclamando que el océano era el resultado de un desarrollo dialéctico: a partir de la forma primitiva preoceánica, una solución de cuerpos « químicos de reacción lenta, y por la fuerza de las circunstancias (los amenazadores cambios de órbita) había llegado de un solo salto, sin pasar por los distintos grados de la evolución terrestre, al estado de « océano homoestático », evitando las fases unicelular y pluricelular, la evolución vegetal y animal, el desarrollo de un sistema nervioso y cerebral. En otras palabras, y a diferencia de los organismos terrestres, no se había adaptado al medio a lo largo de algunos centenares de millones de años, para dar nacimiento al fin a los primeros representantes de una especie dotada de razón, sino que lo había dominado inmediata-mente.

E1 punto de vista era original; no obstante, se ignoraba aún de qué manera aquella envoltura coloidal podía estabilizar la órbita del cuerpo celeste. Se conocían, desde hacía casi un siglo, dispositivos capaces de crear campos artificiales de atracción y gravitación: los gravitadores; pero nadie alcanzaba a imaginar cómo aquella informe masa viscosa podía provocar un efecto similar, pues los gravitadores necesitaban de reacciones nucleares complicadas y temperaturas extraordinariamente altas. Los periódicos de aquella época, azuzando la curiosidad del lector medio y la indignación del sabio, rebosaban de las fábulas más inverosímiles sobre el tema del « misterio Solaris »; un cronista llegó a pretender que el océano era… ¡un pariente lejano de la anguila eléctrica!

Cuando en cierta medida se logró desembrollar el problema, se comprobó que la explicación — como se repitió luego a menudo en el campo de los estudios solaristas— reemplazaba un enigma por otro, acaso todavía más sorprendente.

Las observaciones demostraron, al menos, que el océano no actuaba de acuerdo con los principios de nuestros gravitadores (lo que por otra parte hubiera sido imposible), sino que imponía directamente la periodicidad de la órbita; esto provocaba entre otras cosas discrepancias en la medida del tiempo a lo largo de algún meridiano de Solaris. Así pues, el océano no sólo conocía, en un determinado sentido, la teoría de Einstein-Boevia; también sabía aprovechar las complicaciones de esa teoría. (Nosotros no podríamos decir otro tanto.)

La enunciación de esta hipótesis desencadenó en el seno del mundo científico una de las tempestades más violentas del siglo. Teorías venerables, universalmente admitidas, se desmoronaron; artículos audazmente heréticos invadieron la literatura especializada; « océano genial » o « coloide gravitante », la disyuntiva enardecía los espíritus.

Todo esto ocurría varios años antes de mi nacimiento. Cuando yo era estudiante — en el intervalo se habían recogido nuevos informes— se admitía ya en general la existencia de vida en Solaris, aunque limitada a un único habitante…

El segundo tomo de Hughes y Eugel, que yo seguía hojeando maquinalmente, comenzaba con una sistematización tan ingeniosa como divertida. La tabla de clasificaciones incluía tres definiciones: Tipo: Polítero; Orden: Sincitialia; Categoría: Metamorfo.

Como si conociéramos una infinidad de ejemplares de la especie, cuando en realidad no había más que uno, aunque pesaba, es cierto, setecientos billones de toneladas.

Bajo mis dedos revoloteaban figuras abigarradas, gráficas pintorescas, extractos de análisis y diagramas espectrales que mostraban el tipo y ritmo de las transformaciones básicas así como las reacciones químicas. Rápida, infaliblemente, el grueso volumen me arrastraba al terreno sólido de la fe matemática. Podía concluirse que teníamos ahora un conocimiento cabal de aquel representante de la categoría Metamorfo, que se extendía a algunos centenares de metros bajo la carena de la Estación, velado en este momento por las sombras de una noche que duraría cuatro horas.

En realidad, no todos estaban convencidos aún de que el océano fuera realmente una « criatura » viva, y menos todavía, huelga decirlo, una criatura racional. Volví a poner el libraco en el estante y tomé el volumen siguiente. Estaba dividido en dos partes. La primera, resumía innumerables experiencias, destinadas todas a lograr un contacto con el océano. En la época de mis estudios, lo recuerdo perfectamente, esa búsqueda daba motivo a infinidad de anécdotas, bromas, e ironías; comparada con la abundancia de especulaciones suscitadas por este problema, la escolástica medieval parecía un modelo de evidencias luminosas. La segunda parte, casi mil trescientas páginas, comprendía únicamente la bibliografía relativa al tema. Los textos no hubieran cabido en la cabina donde yo estaba ahora.

En el primer intento de comunicación se recurrió a aparatos electrónicos especialmente concebidos que transformaban los estímulos emitidos bilateralmente. El océano participó de modo activo en estas operaciones, puesto que remodeló los aparatos. Todo esto, empero, seguía siendo bastante oscuro. ¿En qué consistía, exactamente, esa « participación » del océano? El océano modificó ciertos elementos en los instrumentos sumergidos, alterando por consiguiente el ritmo previsto de las descargas; los aparatos registraban innumerables señales, testimonios fragmentarios de una actividad fantástica que eludía en realidad todo análisis posible. Estos datos ¿traducían un estado momentáneo de estimulación, o impulsos regulares relacionados con las estructuras gigantescas que el océano creaba en algún sitio, en las antípodas de la región que estaban investigando? Los aparatos electrónicos ¿habían registrado una manifestación críptica de, los venerables secretos del océano? ¿Nos había entregado el océano sus obras maestras? ¡Cómo saberlo! El estímulo no había provocado dos reacciones idénticas. Unas veces los aparatos casi llegaban a estallar bajo la violencia de los impulsos; otras, el silencio era total. No conseguíamos repetir ningún fenómeno observado previamente. Se creía estar, una y otra vez, a punto de descifrar la masa creciente de señales registradas. ¿No se habían construido con este propósito cerebros electrónicos de una capacidad de información prácticamente ilimitada, como ningún problema anterior lo había exigido nunca? A decir verdad, se obtuvieron resultados. El océano — fuente de impulsos eléctricos, magnéticos y gravitatorios— se expresaba en un lenguaje en cierto modo matemático; además, recurriendo a una de las ramas más abstractas del análisis, la ley de los grandes números, fue posible clasificar ciertas frecuencias en las descargas de corriente; aparecieron entonces homologías estructurales, ya observadas por los físicos en ese sector de la ciencia que trata de las relaciones recíprocas entre la energía y la materia, los componentes y los compuestos, lo finito y lo infinito. Esta correspondencia convenció a los sabios; estaban en presencia de un monstruo dotado de razón, de un océano-cerebro protoplasmático que envolvía todo el planeta y perdía el tiempo en consideraciones teóricas extravagantes acerca de la realidad del universo. Nuestros aparatos habían interceptado fragmentos minúsculos de un monólogo prodigioso e inacabable que se desarrollaba en las profundidades de un cerebro desmesurado, y escapaba forzosamente a nuestra comprensión.