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Y se encontró cara a cara con don Trinidad Muley, que hacía ya un rato estaba interpuesto estratégicamente entre su atolondrado pupilo y la casa del usurero.

– ¡Tienes razón! ¡Es un pícaro, y por eso he venido yo a buscarte! -dijo el clérigo, cogiendo de un brazo a Manuel

– ¡Señor cura! -exclamó éste con desesperación-. ¿Por qué no me dejó usted morirme el día que enterraron a mi padre?

– ¡Muchacho!, ¿qué dices? ¡Eso es una blasfemia! -contestó don Trinidad, estremeciéndose-. Anda… Vámonos de aquí… Tenemos que hablar. El día está bueno, y tomaremos el sol en el camino de las Huertas. Allí no hay nadie a estas horas.

Manuel había inclinado la cabeza sobre el pecho y caído en una profunda meditación…

– Vamos…, vamos… Sígueme… -continuó diciendo el sacerdote-. No te abatas de esa manera… Para todo hay remedio en este mundo, máxime cuando se tienen sentimientos cristianos… Yo te diré lo que hay que determinar en el presente caso… ¡Conque anda, que aquí hace mucho frío!

El joven siguió a su protector sin levantar la cabeza, pensando más, indudablemente, en sus propios recursos y en los atrevidos planes que formó aquel día que en lo que el cura tuviera que decirle.

Llegados al próximo camino de las Huertas, don Trinidad Muley (de quien hemos olvidado decir que a los treinta y siete años de edad era ya excesivamente grueso) se paró como una nave que da fondo; quitóse el enorme sombrero de canal, se limpió el sudor con un gran pañuelo de hierbas, tomó aliento dos o tres veces, y habló así:

– Pues, señor: ¿para qué andar con circunloquios?… ¡Es menester que olvides a Soledad! Su padre te aborrece con sus cinco sentidos, y no te la entregará nunca. ¡No me lo nombres!… ¡Prefiero verte muerta!, le dijo ayer, en contestación a tu sensato mensaje; e inmediatamente mandó al Colegio por la silla y demás efectos de la muchacha, haciendo decir a la maestra «que Soledad era ya demasiado grande para aprender tonterías»… Todo esto me lo acaba de contar, llorando, la señá María Josefa en una entrevista misteriosa, para la cual me citó hace una hora, y que hemos celebrado en casa de otro sacerdote. ¡La pobre mujer es una santa! Conque ¡lo dicho! ¡Es menester que me des palabra de honor y hasta que me jures no volver a acordarte de Soledad!

Manuel seguía con la cabeza baja y aparentemente tranquilo; y, cuando el cura hubo callado, le preguntó con lentitud y precisión:

– Dígame usted: ¿y Soledad? ¿Qué ha respondido a su padre?

– ¡Vaya una salida!… ¡Nada!… ¿Qué había de responderle?

– Pero… ¿ha dado muestras de sentimiento?… ¿Ha llorado?…

– Soledad es como tú… ¡Soledad no llora!

– ¿Y cómo sabe usted que no ha llorado en esta ocasión?

– ¡Toma! Porque también se lo he preguntado yo a su madre… ¿Crees que, porque estoy vestido de cura, no entiendo yo de estos negocios?

Manuel continuó preguntando:

– ¿Y qué dice la señá María Josefa? ¿Sigue creyendo que su hija me quiere? ¿Espera que se someterá a la voluntad de su padre?

– ¡Mira, niño!… -respondió el cura muy amostazado-. ¡Aquí no hemos venido a hablar de Soledad, sino de ti! ¡A mí no me mareas tú!

– ¿De modo que no quiere usted decirme la opinión de la madre? -exclamó el joven con sentido acento.

– ¡No, señor!… ¡De ningún modo!

– ¡Corriente! ¿Qué le hemos de hacer? Usted es mi segundo padre…, y no hay más que tener paciencia. ¡Yo veré cómo me las compongo!

– ¡Malo, malo, Manuel! Tú no me quieres… ¡Ya empiezas a echar bravatas!… ¡Esa pícara soberbia ha de ser tu perdición en este mundo!

– Se equivoca usted, señor cura. Yo quiero a usted… como un hijo; pero ¡eso no impide que quiera también a Soledad con toda mi alma!

– Pues ¡es menester que no la quieras, aunque revientes! ¡Es menester que la olvides por completo!… ¡Te lo mando yo!…

– ¡Imposible, don Trinidad, imposible! -contestó Manuel con un reposo y una dulzura que dieron a sus palabras más energía que si las hubiese dicho en el calor del entusiasmo-. ¡Aconsejarme que me desprenda de Soledad es pedirme toda la sangre de mis venas; y, aun suponiendo que la derramara y que pudiese criar otra, también sería suya a media vez que la nueva sangre pasara por mi corazón! Padre, mi corazón pertenece a Soledad, como la piedra pertenece al suelo; que, por muy alto o muy lejos que la tiren, siempre va a parar a él. Yo he pasado tres crueles años en la Sierra, lidiando por arrancarme este cariño, cuyas raíces corren por todo mi cuerpo y por toda mi alma…, yo lo he expuesto en aquellas alturas al furor de los huracanes desencadenados, para ver si lo desarraigaban de mis entrañas, y sólo he conseguido fortalecerlo más y más por consecuencia de la misma lucha. Dígame usted ahora qué camino me queda… ¿Morirme? ¿Matarme?… ¡Pues no quiero, porque eso es alejarme de Soledad!

– Muchacho, ¡tú eres el demonio! -respondió el cura-. ¡Tú hablas como esos libros prohibidos que llaman novelas, y que, en buena hora lo diga, no han caído todavía en tus manos! Y lo peor del caso es que no sé qué contestarte. Por consiguiente, dime tu plan, pues de fijo tendrás alguno.

– ¿Yo? -replicó Manuel con fanática tranquilidad-. Yo no sé lo que pasará el día de mañana, ni por dónde habrá que romper esta cadena que llevo liada al cuerpo… ¡De lo que estoy seguro es de que Soledad será mía!

– Pero… ¿si no te quisiera?…

– ¿Se lo ha dicho a usted su madre?

– ¡Dale bola! Su madre no me ha dicho eso…, sino precisamente lo contrario. La pobre mujer sigue creyendo que su hija se alegraría muy mucho de que el viejo transigiese contigo… Pero ¿si, lo que es un suponer…, te olvidase la muchacha?

– ¡No me olvidará, señor cura!

– Bien…, pero ¿si don Elías se empeñase el día menos pensado en casarla con otro?

– ¡Tampoco puede suceder eso!

– ¿Cómo que no? ¡Figúrate que la solicitara algún ricacho!…

– No la solicitará nadie. El evitarlo es cuidado mío.

– ¡Manuel!

– ¡Señor cura!

– ¡Me dan miedo tu frialdad y tu confianza!

– ¡Y con razón! ¡Hay veces que yo también me asusto de mí mismo!

– ¿Qué piensas hacer?

– ¡Sábelo Dios! Soledad me pertenece, y yo procuraré defenderla… No le digo a usted más.

– Pero yo no podré consentir. Yo no consentiré nunca que te dejes llevar de esa soberbia satánica que vas descubriendo. ¡Tenlo entendido desde hoy! Yo soy cristiano; yo soy sacerdote. A mí me gustan los valientes, pero no los iracundos…; y, por tanto…

– ¡Comprendo! ¡Comprendo!… Me arrojará usted de su casa. ¡Es natural, y yo tendré paciencia!

– ¡Vete al demontre! ¿Quién te habla de semejante cosa? Lo que digo que no consentiré es que hagas nada contra la ley de Dios, ni creo que tú seas capaz de infringirla… Pero si tal haces, no obstante el esmero que he puesto en enseñártela, me moriré de rabia de que no seas mi verdadero hijo… (¡en cuyo caso te abriría en canal!) y de vergüenza de haber criado casi a mis pechos a semejante monstruo.

– Tranquilícese usted, mi buen padre… -respondió Manuel con aquella gravedad que no debía a los años, sino a la tristeza de su vida-. ¡Yo no quiero más que justicia seca!… ¡Justicia para todos!… Defenderé mi derecho y lo haré respetar por todo el mundo: protegeré la libertad de la pobre niña, e impediré que su padre la sacrifique, como me ha sacrificado a mí; y por estos sencillos medios, no lo dude usted, Soledad será mi esposa.

– Tú te entenderás…, y yo no te perderé de vista. La verdad es que no hay que matar al sastre en una hora… ¡Os queda mucho tiempo!… Tú mismo, aunque saliste bruscamente de la niñez, hace seis años, cuando se murió tu padre y te volviste un somormujo, todavía no tienes edad de pensar en casorios. Y en cuanto a la mozuela…, ¡ya ves, catorce años!… ¡Nada…, una hierbecilla!… ¡Un diablo que os lleve a los dos! ¡Jesús! ¡Tengo un hambre! ¡Debe de ser más de la una!… ¡Todo esto sin contar, mi querido hijo, con que don Elías pasa de los sesenta años, y se puede morir cuando Dios disponga!… ¡Sesenta y cinco tiene, según mi cuenta!… Además, ha habido muchos padres (yo recuerdo algunos) que primero han dicho que no y luego que sí… ¡Dios es grande y misericordioso; aprieta, pero no ahoga, y en teniendo uno la conciencia tranquila!… ¡Diantre! ¡La una en el reloj de la Catedral! Anda…, anda…, démonos prisa, que hoy la sopa es de fideos y ya estará Polonia echando venablos… Chiquillo, ¿no me oyes? ¿En qué piensas? ¿Tendré yo que pedirte el abrazo de paz? Pues ¡te lo pido! ¿Estás ya contento?