José María Merino
El caldero de oro
Yo no sé si vi el caldero de oro alguna vez
Yo no sé si vi el caldero de oro alguna vez, si mis ojos recorrieron sus brillos, o si nunca lo vi y es sólo el argumento de un relato maravilloso, muchas veces repetido, que ha ido incorporándose tenaz a mi imaginación hasta convencerme de haberlo contemplado realmente, de haber escrutado de verdad su contextura metálica, tan vetusta, tan deslucida, oro que no lo parecía, decepcionante amarillo sucio, cascarón que contradecía, con su apariencia ajada, las leyendas fabulosas de lo áureo.
Y, sin embargo, prevalece en mi conciencia la convicción de que he contemplado verdaderamente el leve resplandor de aquellos relieves, mientras reflejaban entre unas manos, en algún espacio sombrío, el brillo también escaso de alguna luz improvisada: la de una vela, la de una lámpara de carburo o una linterna.
Recuerdo el caldero, o lo pienso, ancho como una hogaza, hondo como una olla, un gran cuenco con el fondo plano. En lo más vertical de su pared, antes de que se combe violentamente hacia dentro para cerrar la concavidad, están las figuras, rodeándolo como un friso: desde el gran torso que corona la cabezona hasta la figura del hombre nadando, o volando, en el extremo opuesto; ambas son, al tiempo, principio y final del ornamento y, entre ellas, se suceden las figuras pequeñas.
Sin duda lo vi: las imágenes permanecen en mi memoria como si realmente hubiesen pasado por delante de mis ojos y éstos las hubieran fijado con avidez en un recuerdo aterciopelado como el interior de un joyero, hecho de penumbras propiciadoras de ese fulgor mágico que engalanaba el brillo mortecino del metal. Sin duda, fui contemplador absorto de su panzudo misterio.
En la gran cabeza, bajo las largas cejas (que incorporan su relieve y su curva a la nariz, sin transición alguna) resaltan los ojos, como dos almendras grandes. En medio de cada uno de ellos debió haber dos pequeñas esferas que simularon los globos oculares, pero alguna vez fueron recortadas, el tiempo pulió sus bordes, y queda solamente el hueco oscuro, dándole a la imposible mirada una extraña profundidad. El gesto impávido se engalana con las curvas solemnes en que se retuerce el pelo de la cabeza, del bigote y de las barbas en artística y exagerada ondulación.
A ambos lados del torso se alzan, también hieráticos, los brazos, largos y flacos, y cada mano levanta, como sin esfuerzo alguno, un caballo que empuña por las patas traseras. Diminutos en comparación con el resto de la figura, los caballos cuelgan de las manos cabeza abajo, al parecer inertes, con las patas delanteras recogidas contra el cuerpo.
A partir de la gran cabeza, rodeando el caldero, se van sucediendo las demás figuras: a un lado los animales fabulosos (dragones bípedos con alas y cola serpentina, lagartos con garras y orejas puntiagudas, truchas gigantescas cabalgadas por imprecisos jinetes), al otro los animales reales (caballos y lobos, gallos y jabalíes).
Luego vienen las figuras humanas, también en ambos lados, aproximándose en indescifrables cortejos a la del nadador. Figuras humanas que parecen luchar o danzar, portando espadas unas, lanzas otras, y ruedas de ocho radios, y pequeños discos. Las unas vistiendo ropa de pantalones que una sucesión de pequeñas incisiones quiere hacer simular pellejo o cuero; las otras desnudas, en la evidencia de las formas femeninas. Coronadas de cornamentas ramificadas; cubiertas de cascos puntiagudos; ostentando pequeños moños las cabezas de mujer.
Sobre ellos vuelan los cuervos de largos y curvos picos, de largas y curvas alas, las golondrinas estilizadas como pequeñas anclas. Entre las figuras de los animales y de los hombres se desparraman hojas de roble, hojas de hiedra; bulbos de los que sale un largo tallo que remata en un corazón, en un tulipán; mariposas.
Por fin, dos discos adornados por un círculo de pequeñas cabezas humanas, ocho cada uno, enmarcan la figura opuesta al gran torso: la gran figura humana, vestida también de pieles, las piernas ligeramente dobladas y los brazos extendidos como si se lanzase al espacio, como si volase o nadara. En el rostro barbilampiño, estupefacto, hay dos ojos también almendrados, y en ellos sobresalen los pequeños globos, éstos intactos, en que brillan sendas chispas doradas.
Por encima de aquellas extrañas comitivas que adornaban el caldero había una ancha franja lisa que terminaba en el borde. Luego, el vacío que se perdía en su zona cóncava. Así, el borde resultaba el brocal de un abismo diminuto, concreto, de una oscuridad precisa pero ominosa, que parecía el disimulo de una oscuridad mayor, como si amenazase abrirse de pronto y desparramarse, capaz de tragárselo todo con su redonda boca.
Ya no sé si lo vi de verdad con esa minuciosa observación o si es el recuerdo de un grabado, la memoria de un relato. Pero ahora, mientras me encuentro arrojado bruscamente al pasmo de un despertar entre el más completo silencio, descubro que la evocación del caldero y de sus imágenes principales ha venido entreverándose con una presencia verdadera y cercana: unos ojos en los que chispean dos pequeños fogonazos y que me miran fijamente desde la inmóvil claridad de una cabeza.
Voy descubriendo que esa imagen es la que suscitaba en mi memoria la de la cabezona del caldero; voy aceptando que no se trata de un recuerdo, sino de la propia realidad: y sin extrañeza, pienso que esa imagen es la mía en un espejo, pienso que sin duda son mis propios ojos, enmarcados por mi propia cabeza, a un lado la masa de los cabellos, al otro el blancor del rostro, apenas interrumpido por la sombra de la nariz. Los labios, entreabiertos, dejan asomar un atisbo de la dentadura. Vislumbro a medias la masa desplomada del resto del cuerpo y un brazo extendido, con la mano abierta cerca de la cara, se ofrece muy cerca de mi vista con exacta inmovilidad.
Y voy considerándome en tal postura, en ese gesto que se ha mezclado con un recuerdo familiar, el gesto mismo del nadador del caldero de oro que no sé si vi en verdad pero que conservo tan preciso en mi imaginación.
También el gesto de la nueva imagen, aunque sólo percibo la cabeza y la mano y el bulto del tronco y la masa lejana y desvaída de las piernas, es completado por mi ensueño: y me parece contemplar el cuerpo, mi propio cuerpo, desde el aire, como si mi visión se proyectase verticalmente, como si yo gravitase sobre un inmenso espejo, unos metros por encima.
Estoy tirado en el suelo, boca abajo, con el rostro apoyado sobre la mejilla derecha, los brazos casi en cruz pero con los antebrazos doblados, las piernas plegadas ligeramente en las rodillas, como en el amago de un pataleo, de un paseo imposible.
Pero mientras me detengo en mi contemplación minuciosa, con los ojos y con la imaginación que enriquece el recuerdo de aquellas visiones lejanas (o el exasperado imperio de una narración fabulosa), voy comprendiendo también (o lo comprendo de pronto, porque no sabría decir si se trata de un proceso o de una revelación súbita) que esa figura tendida no es la mía, que no soy yo, que no son esos ojos fijos ni ese cuerpo inmóvil el mío, sino que es un cuerpo ajeno tirado también en el suelo, más allá del mío.
Porque ahora descubro de verdad mi propio cuerpo, veo mi propia mano extendida, más cerca de mí que la otra, consigo moverla un poco (cierro primero el meñique, luego el anular y el cordial, por fin el índice, agito levemente el pulgar, abro al cabo la mano otra vez) y estoy notando mucho frío en los pies, un frío que se expande en mi carne, en unos pies que son sin duda los míos, aunque parezcan independientes de mi cuerpo por una especie de apartamiento que ha hecho más lenta mi comprensión de lo arrecidos que están, mi conciencia de ese malestar.