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Cuando se marcharon los fuimos a despedir al aeropuerto. Ulises, que hasta entonces parecía sereno, dueño de sí mismo, indiferente, se entristeció de pronto, aunque la palabra entristecer no es la correcta. Digamos que de pronto se puso sombrío. La noche anterior a su partida estuve hablando con él y le dije que me alegraba de haberlo conocido. Yo también, dijo Ulises. El día de su partida, cuando Ulises y Heimito ya habían entrado en el control de pasajeros y no podían vernos, Claudia se puso a llorar y por un instante pensé que ella, a su manera, claro, lo quería a él, pero no tardé en desechar esa idea.

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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976.

A partir de entonces y durante un tiempo no volvimos a ver a Cesárea Tinajero en ninguna de nuestras reuniones. Suena raro, nos sonaba raro admitirlo, pero la echábamos de menos. Cada vez que Maples Arce visitaba al general Diego Carvajal aprovechaba para decirle a Cesárea que cuándo pensaba que se le iba a bajar el berrinche. Pero Cesárea como si oyera llover. Una vez acompañé a Manuel y estuve hablando con ella. Hablamos de política y de bailes, a los que Cesárea era muy aficionada, pero no de literatura. En aquellos años, muchachos, les dije, en el DF había muchas salas de baile, por todas partes, en el centro las más encopetadas, pero también en los barrios, en Tacubaya, ¡en la colonia Observatorio!, ¡en la colonia Coyoacán!, ¡en Tlalpan por el sur y por el norte en la colonia Lindavista! Y Cesárea era una aficionada de esas que son capaces de recorrer la ciudad de punta a punta con tal de asistir a un baile, aunque por lo que recuerdo mayormente los que le gustaban más eran los del centro. Iba sola. Digo: antes de conocer a Encarnación Guzmán. Algo que hoy no está mal visto pero que en aquellos años se prestaba a variadas y diversas confusiones. En cierta ocasión, por motivos que no recuerdo, tal vez ella me lo pidiera, la acompañé. El baile era en una carpa levantada en un terreno baldío por el rumbo de la Lagunilla. Antes de entrar le dije: yo soy tu acompañante, Cesárea, pero no me obligues a bailar, que ni sé hacerlo ni tengo interés por aprender. Cesárea se rió y no me dijo nada. Qué sensación, muchachos, qué cúmulo de emociones. Recuerdo las mesas, pequeñitas, redondas, hechas de un metal livianito, como de aluminio aunque era imposible que fuera aluminio. La pista era un cuadrado irregular levantado sobre tablones. La orquesta, un quinteto o un sexteto que igual atacaba una ranchera, que una polca o un danzón. Pedí dos sodas y cuando volví a nuestra mesa ya no estaba Cesárea. ¿Dónde te has metido?, pensé. Y entonces la vi. ¿Dónde creen ustedes que estaba? Sí, en la pista, bailando sola, algo que hoy por hoy seguro que es normal, nada del otro mundo, la civilización progresa, pero que entonces era poco menos que una provocación. Así que allí me vi a mí mismo, con un dilema grueso de verdad, muchachos, les dije. Y ellos dijeron: ¿y qué hiciste, Amadeo? Y yo les dije, ay, muchachos, lo que hubieran hecho ustedes de estar en mi lugar, pues, salir a la pista y ponerse a bailar. ¿Y aprendiste a bailar enseguida, Amadeo?, dijeron ellos. Pues la mera verdad es que sí, fue como si la música me hubiera estado esperando de toda la vida, veintiséis años de espera, como Penélope a Ulises, ¿no?, y de pronto todas las barreras y todas las reservas fueron cosa del pasado y yo me movía y sonreía y miraba a Cesárea, tan bonita, qué bien bailaba esa mujer, se notaba que tenía costumbre de hacerlo, si uno cerraba los ojos allí en la pista podía imaginarla bailando en su casa, a la salida del trabajo, mientras se preparaba su cafecito de olla o mientras leía, pero yo no cerré los ojos, muchachos, yo miraba a Cesárea con los ojos bien abiertos y le sonreía y ella también me miraba a mí y me sonreía, los dos felices de la vida, tan felices que por un momento se me pasó por la cabeza la idea de darle un beso, pero a la hora de la verdad no me atreví, total, ya estábamos bien tal como estábamos y yo no soy el clásico pendejo avorazado. Todo es empezar, dice el refrán y así fue para mí la relación con el baile, muchachos, todo fue empezar y ya no supe ponerle fin, hubo una época, pero esto ocurrió muchos años después, después de que Cesárea desapareciera y de que el fervor juvenil se aplacara, en que el único objetivo de mi vida se cifró en mis visitas quincenales a las salas de baile del DF. Hablo de cuando yo tenía treinta años, muchachos, de cuando yo tenía cuarenta y también de cuando tenía bien cumplidos los cincuenta. Al principio iba con mi mujer. Ella no entendía que a mí me gustara tanto el baile, pero me acompañaba. Nos lo pasábamos bien. Después, cuando ella murió, iba solo. Y también me lo pasaba bien, aunque el gusto o el regusto de los locales y de la música era diferente. Por supuesto, no iba allí a beber ni a buscar compañía, como pensaban mis hijos, el licenciado Francisco Salvatierra y el profesor Carlos Manuel Salvatierra, dos buenos muchachos a los que quiero con toda mi alma aunque los veo poco, ellos ya tienen sus propias familias y demasiados problemas, supongo, en fin, yo ya hice por ellos todo lo que podía hacer, darles una carrera, que es más de lo que mis padres hicieron por mí, ahora vuelan solos. ¿Qué les estaba contando? ¿Que mis hijos pensaban que iba a las salas de baile para hallar una voz amiga? En el fondo puede que tuvieran razón. Pero lo que me impulsaba a salir cada sábado por la noche, creo yo, no era eso. Iba por el baile y de alguna manera iba por Cesárea, por el fantasma, mejor dicho, de Cesárea que aún bailaba en aquellos establecimientos aparentemente moribundos. ¿A ustedes les gusta bailar, muchachos?, les dije. Y ellos dijeron depende, Amadeo, depende con quién bailemos, solos definitivamente no. Ah, qué muchachos. Y después les pregunté si todavía existían salas de baile en México y ellos dijeron que sí, no muchas, al menos ellos no conocían muchas, pero existían. Algunas, según dijeron, se llamaban hoyos funkies, qué nombre más raro, y la música con la que movían el esqueleto era música moderna. Música gringa, querrán decir, les dije, y ellos: no, Amadeo, música moderna hecha por músicos mexicanos, por bandas mexicanas, y ahí se soltaron a nombrar nombres de orquestas a cada cual más raro. Sí, recuerdo algunos. Las Vísceras de los Cristeros, de ése me acuerdo por motivos obvios. Los Caifanes de Marte, Los Asesinos de Angélica María, Involución Proletaria, nombres raros y que nos hicieron reír y discutir, ¿por qué Los Asesinos de Angélica María, con lo simpática que parece ser Angélica María, les dije? Y ellos: simpatiquísima Angélica María, Amadeo, seguro que es un homenaje y no una proposición, y yo: ¿Los Caifanes no es una película de Anel? Y ellos: de Anel y del hijo de María Félix, Amadeo, qué puesto estás. Y yo: soy viejo, pero no pendejo. Enriquito Álvarez Félix, sí señor, un muchacho de mérito. Y ellos: tienes una memoria de la gran chingada, Amadeo, brindemos por ello. Y yo: ¿Involución Proletaria?, ¿y eso cómo se come? Y ellos: son los hijos bastardos de Fidel Velásquez, Amadeo, son los nuevos obreros que vuelven a la edad preindustrial. Y yo: me vale madres Fidel Velásquez, muchachos, a nosotros el que siempre nos iluminó fue Flores Magón. Y ellos: salud, Amadeo. Y yo: salud. Y ellos: viva Flores Magón, Amadeo. Y yo: viva, sintiendo un retortijón en el estómago, mientras pensaba en los tiempos pasados y en la hora que era en aquel momento, es decir, la hora en que la noche se hunde en la noche, nunca de golpe, la noche patialba del DF, una noche que se anuncia hasta el cansancio, que vengo, que vengo, pero que tarda en llegar, como si también ella, la méndiga, se quedara a contemplar el atardecer, los atardeceres privilegiados de México, los atardeceres de pavorreal, como decía Cesárea cuando Cesárea vivía aquí y era nuestra amiga. Y entonces fue como si viera a Cesárea en la oficina que tenía el general Diego Carvajal, sentada en su mesa, delante de su máquina de escribir reluciente, hablando con los guaruras del general que por lo común se pasaban las horas muertas allí también, sentados en los sillones o apoyados en las puertas mientras el general alzaba la voz en el interior de su despacho y Cesárea, para que se estuvieran ocupados o porque verdaderamente los necesitaba, los mandaba a hacer recados o a buscar un determinado libro a la librería de don Julio Nodier, libro que necesitaba consultar para sacar una o dos ideas o una o dos citas para los discursos del general que según Manuel ella misma preparaba. Unos discursos estupendos, muchachos, les dije, unos discursos que dieron la vuelta a México y que fueron reproducidos en periódicos de muchas partes, de Monterrey y de Guadalajara, de Veracruz y de Tampico, y que a veces nosotros leíamos en voz alta en nuestras reuniones de café. Y Cesárea los preparaba allí y de esa manera peculiar: mientras fumaba y hablaba con los guardaespaldas del general o mientras hablaba con Manuel o conmigo, hablando y al mismo tiempo escribiendo a máquina los discursos, todo a la vez, qué capacidad tenía esa mujer, muchachos, ¿ustedes han probado a hacer algo semejante?, yo sí y es imposible, sólo algunos escritores de raza lo consiguen, también algunos periodistas, estar hablando de política, por ejemplo, y al mismo tiempo ir escribiendo una notita sobre jardinería o sobre los hexámetros espondaicos (que aquí entre nos, muchachos, son una rareza). Y así se le iban los días en la oficina del general y cuando terminaba de trabajar, a veces bien entrada la noche, le decía adiós a todo el mundo, recogía sus cosas y se iba sola, aunque en más de una ocasión alguien se ofrecía a acompañarla, a veces el general en persona, Diego Carvajal, el hombre que no conocía el miedo, el mero mero, el ya me rugiste destino, pero Cesárea como si se le ofreciera un fantasma, ni caso, aquí están los papeles de la Procuraduría, general (le decía general, no mi general como le decíamos todos) y aquí los del gobierno de Veracruz y aquí las cartas de Jalapa y su discurso de mañana, y luego se iba y nadie más la volvía a ver hasta el día siguiente. ¿De mi general Diego Carvajal no les he hablado, muchachos? Fue el protector de las artes de mi tiempo. Qué hombre. Tenían que haberlo visto. Era más bien pequeño de estatura y flaco y por aquellos años ya estaría camino de la cincuentena, pero yo una vez lo vi encarar a unos jenízaros del diputado Martínez Zamora, él solo, vi como los miraba de frente, sin hacer ademán de sacar su Colt de la sobaquera, con el saco desabrochado, eso sí, y vi cómo los jenízaros se arrugaban enteritos y luego los vi recular murmurando usted perdone, mi general, el diputado se debe haber equivocado, mi general. Un hombre íntegro y cabal donde los haya, el general Diego Carvajal, y un amante de la literatura y de las artes, aunque según contaba no aprendió a leer hasta los dieciocho años. ¡Qué vida la de aquel hombre, muchachos, les dije! ¡Si me pusiera a hablarles de él no pararía en toda la noche y harían falta más botellas de tequila, haría falta una caja entera de mezcal Los Suicidas para que yo consiguiera darles un retrato más o menos aproximado de aquel hoyo negro de México! ¡De aquel agujero refulgentemente negro! Azabache, dijeron ellos. Azabache, sí, muchachos, les dije, azabache. Y uno de ellos dijo ahorita voy a comprar otra botella de tequila. Y yo dije ya vas, y sacando energías del pasado me levanté y me arrastré (como un relámpago o como la idea de un relámpago) por los pasillos oscuros de mi casa hasta la cocina y abrí todas las despensas en busca de una improbable botella de Los Suicidas aunque yo bien sabía que no quedaba ninguna, renegando y mentando madres, escarbando entre las sopas enlatadas que a veces me traían mis hijos, entre los trastos inservibles, aceptando finalmente la cabrona realidad, hundido de quijada en mis fantasmas, y seleccionando sucedáneos: unos paquetitos de cacahuetes, una latita de chiles chipotles, un paquetito de galletas saladas con los que volví a velocidad de crucero de la Primera Guerra Mundial, crucero perdido en las nieblas de un río o de la boca de un río, no sé, perdido en cualquier caso pues la verdad es que mis pasos no desembocaron en la sala sino en mi habitación, híjole, Amadeo, me dije a mí mismo, debes de estar más borracho de lo que crees, perdido en la bruma, con sólo una lamparita de papel colgando de mis cañones de proa, pero no me desesperé y encontré el rumbo, pasito a pasito, haciendo sonar mi campanita, barco en el río, barco de guerra perdido en la boca del río de la historia, y la mera verdad es que ya para entonces caminaba como si bailara aquel baile de punta tacón, no sé si todavía se bailará, espero que no, que consiste en poner el tacón del pie izquierdo en la punta del zapato del pie derecho y acto seguido poner el tacón del pie derecho en la punta del pie izquierdo, un baile ridículo pero que tuvo su fortuna en determinada época, no me pregunten cuál, probablemente durante el sexenio del licenciado Miguel Alemán, alguna vez lo bailé, todos hemos cometido tropelías, y entonces escuché un portazo y luego unas voces y me dije Amadeo deja de hacer el pendejo y enfila rumbo a las voces, hiende con tu carcomida y oxidada proa las tinieblas de este río y vuelve con tus amigos, y eso hice y así llegué a la sala, con los brazos rebosantes de botanas, y en la sala estaban sentados los muchachos, esperándome, y uno de ellos había comprado dos botellas de tequila. Ah, qué alivio llegar a la luz, aunque ésta sea una penumbra vaga, qué alivio llegar a la claridad.