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Lo hicimos un par de veces más. Ya no sentía dolor pero tampoco sentí placer. Pancho se dio cuenta que nuestra relación se iba apagando con la velocidad ¿de qué?, de algo que se apaga muy rápido, las luces de una fábrica al acabar la jornada o mejor las luces de un edificio de oficinas, por ejemplo, presurosas de integrarse en el anonimato de la noche. La imagen es un poco cursi, pero es la que Pancho hubiera escogido. Una imagen cursi aderezada con dos o tres groserías. Y yo me di cuenta que Pancho se daba cuenta una noche, después de un recital de poesía, y esa misma noche le dije que lo nuestro estaba acabado. No se lo tomó mal. Creo que durante una semana intentó infructuosamente volver a llevarme a la cama. Luego intentó acostarse con mi hermana. No sé si lo consiguió. Una noche me desperté y María estaba cogiendo con una sombra. Ya está bien, dije, quiero dormir tranquila. Mucho leer a Sor Juana, pero te comportas como una puta. Cuando encendí la luz vi que su acompañante era Piel Divina. Le dije que se marchara en el acto si no quería que llamara a la policía. María, curiosamente, no protestó. Piel Divina se puso los pantalones mientras me pedía perdón por haberme despertado. Mi hermana no es una puta, le dije. Sé que mi actitud fue un tanto contradictoria. Bueno, mi actitud no, mis palabras. Qué más da. Cuando Piel Divina se marchó me metí en la cama de mi hermana, la abracé y me puse a llorar. Poco después comencé a trabajar en una compañía de teatro universitario. Tenía un libro inédito que mi padre quería llevar a algunas editoriales, pero me negué. No participé en las actividades de los real visceralistas. No quería saber nada de ellos. Más tarde María me contó que Pancho tampoco estaba en el grupo. No sé si lo expulsaron (si lo expulsó Arturo Belano), si se retiró él, si simplemente ya no tenía ganas de nada. Pobre Pancho. Su hermano Moctezuma sí que siguió en el grupo. Creo que vi uno de sus poemas en una antología. En cualquier caso, por mi casa no aparecían. Decían que Arturo Belano y Ulises Lima habían desaparecido por el norte, una vez mi papá y mi mamá hablaron algo al respecto. Mi mamá se rió, recuerdo que dijo: ya aparecerán. Mi padre parecía preocupado. María también estaba preocupada. Yo no. Por entonces el único amigo que me quedaba de aquel grupo era Ernesto San Epifanio.

3

Manuel Maples Arce, paseando por la Calzada del Cerro, bosque de Chapultepec, México DF, agosto de 1976. Este joven, Arturo Belano, vino a verme para hacerme una entrevista. Sólo lo vi una vez. Lo acompañaban dos muchachos y una muchacha, no sé sus nombres, casi no abrieron la boca, la muchacha era norteamericana.

Le dije que abominaba del magnetófono por la misma razón que mi amigo Borges abominaba de los espejos. ¿Usted fue amigo de Borges?, me preguntó Arturo Belano con un tono asombrado un poco ofensivo para mí. Fuimos bastante amigos, le respondí, íntimos, podría decirse, en los días lejanos de nuestra juventud. La norteamericana quiso saber por qué Borges abominaba de los magnetófonos. Supongo que porque es ciego, le dije en inglés. ¿Qué tiene que ver la ceguera con los magnetófonos?, dijo ella. Le recuerda los peligros del oído, le respondí. Escuchar su propia voz, los pasos de uno mismo, los pasos del enemigo. La norteamericana me miró a los ojos y asintió. No creo que conociera a Borges demasiado bien. No creo que conociera mi obra en absoluto, aunque a mí me tradujo John Dos Passos. Tampoco creo que conociera mucho a John Dos Passos.

En fin, me pierdo. ¿En dónde estaba? Le dije a Arturo Belano que prefería que no usara el magnetófono y que sería mejor que me dejara un cuestionario con preguntas. Él accedió. Sacó una hoja y redactó las preguntas mientras yo le enseñaba algunas habitaciones de la casa a sus acompañantes. Luego, cuando tuvo terminado el cuestionario, hice que trajeran unas bebidas y estuvimos hablando. Ya habían entrevistado a Arqueles Vela y a Germán List Arzubide. ¿Cree usted que alguien se puede interesar actualmente por el estridentismo?, le pregunté. Por supuesto, maestro, dijo él, o algo parecido. Yo creo que el estridentismo ya es historia y como tal sólo puede interesar a los historiadores de la literatura, le dije. A mí me interesa y no soy un historiador, dijo él. Ah, bueno.

Esa noche, antes de acostarme, leí el cuestionario. Las preguntas típicas de un joven entusiasta e ignorante. Hice, esa misma noche, un borrador con mis respuestas. Al día siguiente lo pasé todo en limpio. Tres días más tarde, tal como habíamos convenido, vino él a buscar el cuestionario. La criada lo hizo pasar pero le dijo, por expresa instrucción mía, que yo no estaba. Luego le entregó el paquete que yo tenía preparado para él: el cuestionario con mis respuestas y dos libros míos que no me atreví a dedicarle (creo que hoy los jóvenes desdeñan estos sentimentalismos). Los libros eran Andamios interiores y Urbe. Yo estaba al otro lado de la puerta, escuchando. La criada dijo: esto le ha dejado el señor Maples. Silencio. Arturo Belano debió de coger el paquete y mirarlo. Debió de hojear los libros. Dos libros publicados hace tanto tiempo y con las páginas (excelente papel) sin cortar. Silencio. Debió de mirar por encima el cuestionario. Después oí que daba las gracias a la criada y se marchaba. Si vuelve a visitarme, pensé, estaré justificado, si un día aparece por mi casa, sin anunciarse, para conversar conmigo, para oírme contar mis viejas historias, para poner sus poemas a mi consideración, estaré justificado. Todos los poetas, incluso los más vanguardistas, necesitan un padre. Pero éstos eran huérfanos de vocación. Nunca volvió.

Bárbara Patterson, en una habitación del Hotel Los Claveles, avenida Niño Perdido esquina Juan de Dios Peza, México DF, septiembre de 1976. Viejo puto mamón de las almorranas de su puta madre, le vi la mala fe desde el principio, en sus ojillos de mono pálido y aburrido, y me dije este cabrón no va a dejar pasar la oportunidad de escupirme, hijo de su chingada madre. Pero yo soy tonta, siempre he sido una tonta y una ingenua y bajé la guardia. Y pasó lo que pasa siempre. Borges. John Dos Passos. Un vómito como al descuido empapando el pelo de Bárbara Patterson. Y el pendejo encima me miró como con pena, como diciendo estos bueyes sólo me han traído a esta gringa de ojos desvaídos para cagarle encima, y Rafael también me miró y ni se inmutó el enano ojete, como si ya estuviera acostumbrado a que me faltara el respeto cualquier viejo rancio de pedos, cualquier viejo estreñido de la Literatura Mexicana. Y luego va el viejo puto y dice que no le gusta el magnetófono, con lo que me costó conseguirlo, y los lambiscones dicen okey, no hay problema, redactamos aquí mismo un cuestionario, señor Gran Poeta del Pleistoceno, señor, en vez de bajarle los pantalones y meterle el magnetófono por el culo. Y el viejo se pavonea y enumera a sus amigos (todos medio muertos o muertos del todo) y se dirige a mí llamándome señorita, como si así pudiera arreglar la guacarada, el vómito que me corría por la blusa y por los bluejeans y, bueno, ya no tuve fuerzas ni para contestarle cuando se puso a hablarme en inglés, sólo sí o no o no sé, sobre todo no sé, y cuando nos marchamos de su casa, una mansión, yo diría, ¿y de dónde salió el dinero, puto jodedor de ratas muertas, de dónde sacaste el dinero para comprarte esta casa?, le dije a Rafael que teníamos que hablar, pero Rafael dijo que quería seguir rolando con Arturo Belano, y yo le dije pinche cabrón necesito hablar contigo, y él dijo más tarde, Barbarita, más tarde, como si yo fuera una niña a la que violaba todas las noches en los lugares más indecentes y no una mujer diez centímetros más alta y por lo menos con quince kilos más de peso que él (tengo que ponerme a dieta pero con esta puta comida mexicana quién puede), y entonces le dije necesito hablar contigo ahora y el padrote de mierda hace como que se toca los huevos, se me queda mirando y me dice ¿qué le pasa, muñeca?, ¿algún problema imprevisto?, y por suerte Belano y Requena iban más adelante y no lo oyeron y sobre todo no me vieron, porque supongo que mi martirizada jeta se debió de descomponer, al menos yo sentí que estaba cambiando, que en mis ojos se inyectaba una dosis letal de odio, y entonces le dije chinga a tu madre, pendejo, por no decirle algo peor, y me di la vuelta y me fui. Esa tarde me la pasé llorando. Yo estaba en México dizque para hacer un curso de posgrado sobre la obra de Juan Rulfo, pero en un recital de poesía en la Casa del Lago conocí a Rafael y nos enamoramos en el acto. O eso fue lo que me pasó a mí, de Rafael no estoy tan segura. Esa misma noche lo arrastré hasta el hotel Los Claveles, donde aún vivo, y cogimos hasta reventar. Bueno, Rafael es un poco gandul, pero yo no y me las arreglé para tenerlo en forma hasta que las primeras luces del día se desparramaron (como desmayadas o fulminadas, qué amaneceres más raros tiene esta puta ciudad) por Niño Perdido. Al día siguiente ya no fui a la universidad y me la pasé platicando a diestra y siniestra con todos los real visceralistas, que entonces todavía eran unos chavos más o menos sanos, más o menos enfermos, y que todavía no se llamaban real visceralistas. Me gustaron. Parecían beats. Me gustó Ulises Lima, Belano, María Font, me gustó un poco menos el puto presumido de Ernesto San Epifanio. Bueno, me gustaron. Yo quería pasármelo bien y con ellos la diversión estaba asegurada. Conocí a mucha gente, gente que poco a poco se fue alejando del grupo. Conocí a una norteamericana, de Kansas (yo soy de California), la pintora Catalina O'Hara, con la que no llegué a intimar demasiado. Una puta presumida que se creía la mamá del invento. Una puta que se las daba de revolucionaria sólo porque estuvo en Chile cuando pasó lo del golpe. Bueno, la conocí poco después de que se separara de su marido y todos los poetas iban como locos detrás de ella. Hasta Belano y Ulises Lima que eran claramente asexuales o que se lo montaban discretamente entre ellos, ya sabes, yo te lamo, tú me lames, sólo un poquito y paramos, parecían estar locos por la jodida vaquera. Rafael también. Pero yo cogí a Rafael y le dije: si me entero que te acuestas con esa puta te corto los huevos. Y Rafael se reía y decía cómo me vas a cortar los huevos, cariño, si yo sólo te quiero a ti, pero hasta sus ojos (que eran lo mejor de Rafael, unos ojos árabes, de jaimas y oasis) parecían decirme lo contrario. Estoy contigo porque me das para mis gastos. Estoy contigo porque pones la lana. Estoy contigo porque por ahora no tengo a nadie mejor con quien estar y con quien coger. Y yo le decía: Rafael, cabrón, pinche buey, hijo de la chingada, cuando tus amigos desaparezcan yo seguiré estando contigo, yo me doy cuenta, cuando te quedes solo y con los huevos al aire, seré yo la que estará a tu lado y te ayudará. No los viejos putos podridos en sus recuerdos y sus citas literarias. Y menos tus gurús de pacotilla (¿Arturo y Ulises?, decía él, pero si no son mis gurús, gringa lépera, son mis amigos), que tal como yo veo las cosas un día de éstos desaparecerán. ¿Y por qué van a desaparecer?, decía él. No lo sé, le decía, por puta vergüenza, por pena, por embarazo, por apocamiento, por indecisión, por cortedad, por verecundia y no sigo porque mi español es pobre. Entonces él se reía y me decía eres una bruja, Bárbara, ándele, póngase a terminar su tesis sobre Rulfo, yo ahora me voy pero ahorita vuelvo, y yo en vez de hacerle caso me tiraba en la cama y me ponía a llorar. Todos te van a dejar, Rafael, le gritaba desde la ventana de mi cuarto en el hotel Los Claveles mientras Rafael se perdía entre el gentío, menos yo, cabrón, menos yo.