Durante un rato estuvo observando a la gente que se levantaba de las mesas y se saludaba dándose largos abrazos o se gritaba de una punta a otra, y vio el trasiego de los fotógrafos que disparaban sus cámaras haciendo y deshaciendo grupos a su antojo, y el desfile de la gente importante de Santa Teresa, rostros que no le sonaban de nada, mujeres jóvenes y bien vestidas, tipos altos con botas vaqueras y trajes de Armani, jóvenes con los ojos brillantes y las mandíbulas endurecidas que no hablaban y que se limitaban a mover la cabeza de forma afirmativa o negativa, hasta que se aburrió de esperar a que el camarero le trajera una bebida y se marchó dando codazos, sin mirar atrás, sin importarle dejar a sus espaldas uno o dos o tres insultos en español que no entendió y que si hubiera entendido tampoco habrían constituido un pretexto suficiente para retenerlo.
Comió en un restaurante del este de la ciudad, bajo un patio emparrado y fresco. Al fondo del patio, junto a una cerca de alambre y sobre el suelo de tierra, había tres futbolines. Durante unos minutos estuvo contemplando la carta, sin entender nada. Luego intentó explicarse mediante signos, pero la mujer que lo atendía sólo atinaba a sonreír y a encogerse de hombros.
Al cabo de un rato apareció un hombre, pero el inglés que utilizaba le resultó aún más ininteligible. Sólo entendió la palabra pan. Y la palabra cerveza.
Luego el hombre desapareció y se quedó solo. Se levantó y se acercó al extremo del emparrado, junto a los futbolines. Uno de los equipos llevaba camiseta blanca y pantalones verdes, el pelo negro y la piel de un color crema muy pálido. El otro equipo iba vestido de rojo, con pantalones negros, y todos los jugadores exhibían una poblada barba. Lo más curioso, sin embargo, era que los jugadores del equipo de rojo exhibían unos diminutos cuernos en la frente. Los otros dos futbolines eran exactamente iguales.
En el horizonte vio un cerro. El color del cerro era amarillo oscuro y negro. Supuso que más allá estaba el desierto. Sintió deseos de salir y dirigirse hacia el cerro, pero cuando se dio la vuelta sobre su mesa la mujer había puesto una cerveza y una especie de sándwich muy gordo. Dio una mordida y le gustó.
El sabor era extraño, un poco picante. Por curiosidad abrió una de las tapas del pan: en el sándwich había de todo. Bebió un largo trago de cerveza y se estiró en la silla. Entre las hojas de parra distinguió una abeja inmóvil. Dos delgados rayos de sol caían verticales sobre el suelo de tierra. Cuando el hombre volvió a aparecer le preguntó cómo se llegaba al cerro. El hombre se rió. Dijo unas cuantas palabras que no entendió y luego dijo no bonito, varias veces.
– ¿No bonito?
– No bonito -dijo el hombre, y volvió a reírse.
Luego lo cogió del brazo y lo arrastró hasta una habitación que hacía de cocina y que a Fate le pareció muy ordenada, cada cosa en su lugar, las baldosas blancas de la pared sin rastro de grasa, y le enseñó el cubo de basura.
– ¿El cerro no bonito? -dijo Fate.
El hombre volvió a reírse.
– ¿El cerro es basura?
El hombre no dejaba de reírse. Sobre el antebrazo izquierdo tenía tatuado un pájaro. No un pájaro en vuelo, como suelen ser los tatuajes de este tipo, sino un pájaro posado en una rama, un pájaro pequeño, posiblemente un gorrión.
– ¿El cerro es un basurero?
El hombre se rió aún más y movió la cabeza afirmativamente.
A las siete de la tarde Fate enseñó su acreditación como periodista y entró en el Pabellón Arena del Norte. Había mucha gente en la calle y puestos ambulantes que vendían comida, refrescos, souvenirs con motivos pugilísticos. En el interior ya habían empezado las peleas de relleno. Un peso gallo mexicano combatía contra otro peso gallo mexicano pero muy pocos estaban atentos al combate. La gente compraba refrescos, hablaba, se saludaba. Vio, en el ringside, a dos cámaras de televisión.
Uno de ellos parecía estar grabando lo que sucedía en el pasillo central. El otro se había sentado sobre una banqueta e intentaba sacar un pastelillo de su envoltorio de plástico. Se internó por uno de los pasillos laterales cubiertos. Vio gente haciendo apuestas, una mujer alta con un vestido ajustado abrazada por dos hombres más bajos que ella, tipos que fumaban y que bebían cerveza, tipos con las corbatas flojas y que hacían señales con los dedos, al mismo tiempo, como si jugaran a un juego de niños. Encima del toldo que cubría el pasillo estaban las localidades baratas y allí el bullicio era aún mayor. Decidió ir a echar una mirada a los vestuarios y a la sala de prensa. En esta última sólo encontró a dos periodistas mexicanos que le lanzaron una mirada agonizante. Ambos estaban sentados y tenían las camisas mojadas de sudor. En la entrada del vestuario de Merolino Fernández vio a Omar Abdul. Lo saludó pero el sparring fingió no conocerlo y siguió hablando con unos mexicanos. Los que estaban junto a la puerta hablaban de sangre, o eso creyó entender Fate.
– ¿De qué estáis hablando? -les preguntó.
– De toros -le dijo en inglés uno de los mexicanos.
Cuando ya se iba oyó que lo llamaban por su nombre. Señor Fate. Se volvió y encontró la amplia sonrisa de Omar Abdul.
– ¿Ya no saludas a los amigos, negro?
Al observarlo de cerca se dio cuenta de que tenía los dos pómulos amoratados.
– Veo que Merolino se ha entrenado bien -dijo.
– Gajes del oficio -dijo Omar Abdul.
– ¿Puedo ver a tu jefe?
Omar Abdul miró hacia atrás, hacia la puerta de entrada al vestuario, y luego movió la cabeza y dijo que no.
– Si te dejara entrar a ti, hermano, tendría que dejar entrar a todos estos maricones.
– ¿Son periodistas?
– Algunos son periodistas, hermano, pero la mayoría sólo quieren tomarse una foto con Merolino, tocarle las manos y las pelotas.
– ¿Y a ti cómo te va la vida?
– No me quejo, no me quejo demasiado -dijo Omar Abdul.
– ¿Adónde piensas ir después del combate?
– A celebrarlo, supongo -dijo Omar Abdul.
– No, no me refiero a después de esta noche sino a después de que todo esto se haya acabado -dijo Fate.
Omar Abdul sonrió. Una sonrisa de confianza y de desafío.
La sonrisa del gato de Cheshire en el supuesto de que el gato de Cheshire no estuviera retrepado en la rama de un árbol, sino en un descampado y bajo una tormenta. Una sonrisa, pensó Fate, de joven negro, pero también una sonrisa tan americana.
– No lo sé -dijo-, buscar un trabajo, pasar una temporada en Sinaloa, junto al mar, ya veremos.
– Que tengas suerte -dijo Fate.
Cuando ya se alejaba oyó que Omar le decía: suerte es lo que va a necesitar esta noche Count Pickett. Al volver al auditorio otros dos boxeadores estaban en el ring y ya casi no quedaban asientos vacíos. Avanzó por el pasillo principal hacia la fila destinada a la prensa. Su asiento estaba ocupado por un tipo gordo que lo miró sin entender lo que le decía. Le enseñó la entrada y el tipo se levantó y buscó en los bolsillos del saco hasta dar con la suya. Los dos tenían el mismo número. Fate sonrió y el tipo gordo sonrió. En ese momento uno de los boxeadores derribó con un gancho a su oponente y muchos de los asistentes al pabellón se pusieron en pie y gritaron.
– ¿Qué hacemos? -le dijo Fate al gordo. El gordo se encogió de hombros y siguió con la vista la cuenta de protección del árbitro.
El boxeador caído se levantó y el público volvió a gritar.
Fate alzó una mano, con la palma hacia el gordo, y se retiró.
Cuando volvió al pasillo principal oyó que lo llamaban.
Miró hacia todos lados pero no vio a nadie. Fate, Oscar Fate, gritaron. El boxeador que se acababa de levantar se abrazó a su oponente. Éste intentó deshacer el clinch proyectando una batería de golpes al estómago mientras retrocedía. Aquí, Fate, aquí, gritaron. El árbitro deshizo el clinch. El boxeador que se acababa de levantar amagó con atacar pero retrocedió con pasos lentos esperando la campana. Su oponente también retrocedió.