Me di cuenta de que si me echaba atrás lo iba a perder todo.
Con un hilo de voz les pregunté por qué yo. Porque eres muy inteligente, Lupita, dijo uno de ellos. Porque nadie te conoce, dijo el otro.
La mujer suspiró largamente. Fate le sonrió comprensivo.
Pidieron otro whisky y otra cerveza. Los obreros del edificio en construcción habían desaparecido. Estoy bebiendo demasiado, dijo la mujer.
– Desde que leí el dossier de mi antecesor abuso del whisky, mucho más que antes, y también abuso del vodka y del tequila y ahora he descubierto esta bebida de Sonora, el bacanora, y también abuso de ella -dijo Guadalupe Roncal-. Y cada día tengo más miedo y a veces no controlo mis nervios. Usted, por supuesto, habrá oído decir que los mexicanos nunca tenemos miedo. -Se rió-. Es mentira. Tenemos mucho miedo, pero lo disimulamos bastante bien. Cuando yo llegué a Santa Teresa, por ejemplo, estaba muerta de miedo. Mientras volaba de Hermosillo para acá no me hubiera importado que el avión se estrellara.
Total, dicen que es una muerte rápida. Menos mal que un compañero del DF me dio la dirección de este hotel. Me dijo que él iba a estar en el Sonora Resort para cubrir la pelea y que, confundida entre tantos periodistas deportivos, nadie se atrevería a hacerme daño. Dicho y hecho. El problema es que cuando la pelea se acabe yo no podré marcharme junto con los periodistas y tendré que permanecer un par de días más en Santa Teresa.
– ¿Por qué? -dijo Fate.
– Tengo que hacerle una entrevista al principal sospechoso de los asesinatos. Es un compatriota suyo.
– No tenía idea -dijo Fate.
– ¿Cómo quería escribir sobre los crímenes si no sabía eso?
– dijo Guadalupe Roncal.
– Pensaba informarme. En la conversación telefónica que usted oyó lo que hacía era pedir más tiempo.
– Mi antecesor era la persona que más sabía de esto. Necesitó siete años para hacerse una idea general de lo que está pasando aquí. La vida es de una tristeza insoportable, ¿no le parece?
Guadalupe Roncal se acarició con los dedos índice ambas sienes, como si de pronto padeciera un ataque de migraña.
Murmuró algo que Fate no oyó y luego intentó llamar al camarero, pero sólo estaban ellos dos en la terraza. Cuando se dio cuenta tuvo un escalofrío.
– Tengo que ir a visitarlo a la cárcel -dijo-. El principal sospechoso, su compatriota, está desde hace años en la cárcel.
– ¿Y cómo puede ser entonces el principal sospechoso?
– dijo Fate-. Tengo entendido que los crímenes se siguen cometiendo.
– Misterios de México -dijo Guadalupe Roncal-. ¿Le gustaría acompañarme? ¿Le gustaría venir conmigo y hacerle una entrevista? La verdad es que yo me sentiría más tranquila si un hombre me acompañara, lo que es contradictorio con mis ideas, pues yo soy feminista. ¿Tiene usted algo en contra de las feministas? Es difícil ser feminista en México. Si una tiene dinero, no es tan difícil, pero si es de la clase media, es difícil. Al principio, no, por supuesto, al principio es fácil, en la universidad, por ejemplo, es muy fácil, pero cuando van pasando los años cada vez es más difícil. Para los mexicanos, sépalo usted, el único encanto del feminismo radica en la juventud. Pero aquí envejecemos aprisa. Nos envejecen aprisa. Menos mal que yo todavía soy joven.
– Es usted bastante joven -dijo Fate.
– Aun así tengo miedo. Y necesito compañía. Esta mañana pasé con mi carro por los alrededores de la cárcel de Santa Teresa y por poco no me da un ataque de histeria.
– ¿Tan horrible es?
– Es como un sueño -dijo Guadalupe Roncal-. Parece una cárcel viva.
– ¿Viva?
– No sé cómo explicarlo. Más viva que un edificio de departamentos, por ejemplo. Mucho más viva. Parece, no se sorprenda usted de lo que le voy a decir, una mujer destazada.
Una mujer destazada, pero todavía viva. Y dentro de esa mujer viven los presos.
– Entiendo -dijo Fate.
– No, no creo que entienda nada, pero es igual. A usted le interesa el tema, yo le ofrezco la posibilidad de conocer al principal sospechoso de los asesinatos a cambio de que usted me acompañe y me proteja. Me parece un trato justo y equitativo.
¿Estamos de acuerdo?
– Es justo -dijo Fate-. Y muy amable por su parte. Lo que no acabo de comprender es a qué le tiene usted miedo. En la cárcel nadie puede hacerle daño. En teoría, al menos, la gente que está presa ya no le hace daño a nadie. Sólo se dañan entre ellos.
– Usted no ha visto nunca una foto del sospechoso principal.
– No -dijo Fate.
Guadalupe Roncal miró el cielo y sonrió.
– Debo parecerle una loca -dijo-. O una buscona. Pero no soy ni lo uno ni lo otro. Sólo estoy nerviosa y últimamente he bebido demasiado. ¿Usted cree que quiero llevarlo a la cama?
– No. Creo en lo que me ha dicho.
– Entre los papeles de mi pobre predecesor había varias fotos.
Algunas del sospechoso. Concretamente, tres. Las tres hechas en la cárcel. En dos de ellas el gringo, perdón, lo digo sin ánimo de ofender, está sentado, probablemente en una sala de visitas, y mira a la cámara. Tiene el pelo muy rubio y los ojos muy azules. Tan azules que parece ciego. En la tercera foto mira hacia otra parte y está de pie. Es enorme y delgado, muy delgado, aunque no parece débil ni mucho menos. Su rostro es el rostro de un soñador. No sé si me explico. No parece incómodo, está en la cárcel, pero no da la impresión de estar incómodo.
Tampoco parece sereno o reposado. Tampoco parece enfadado.
Es el rostro de un soñador, pero de un soñador que sueña a gran velocidad. Un soñador cuyos sueños van muy por delante de nuestros sueños. Y eso me da miedo. ¿Lo entiende?
– La verdad es que no -dijo Fate-. Pero cuente conmigo para ir a entrevistarlo.
– De acuerdo, pues -dijo Guadalupe Roncal-. Lo espero pasado mañana, en la entrada del hotel, a las diez. ¿Le parece bien?
– A las diez de la mañana. Aquí estaré -dijo Fate.
– A las diez ante meridiano. Okey -dijo Guadalupe Roncal.
Luego le dio un apretón de manos y se marchó de la terraza. Su caminar, observó Fate, era vacilante.
El resto del día se lo pasó bebiendo con Campbell en el bar del Sonora Resort. Se lamentaron de la profesión de periodista deportivo, un agujero del que nunca salía un Pulitzer y a quien pocas personas concedían un valor más allá del mero testimonio accidental. Luego se pusieron a recordar sus años de universidad, los de Fate en la Universidad de Nueva York, los de Campbell en la Universidad de Sioux City, en Iowa.
– En aquellos años lo más importante para mí era el béisbol y la ética -dijo Campbell.
Durante un segundo Fate imaginó a Campbell de rodillas en el rincón de una habitación en penumbra, abrazado a una Biblia y llorando. Pero luego Campbell se puso a hablar de mujeres, de un bar que había en Smithland, una especie de parador campestre cerca del río Little Sioux, primero había que llegar hasta Smithland y luego seguir unos pocos kilómetros en dirección este y allí, bajo unos árboles, estaba el bar y las chicas del bar que solían atender a campesinos y a algunos estudiantes que venían en coche desde Sioux City.
– Hacíamos siempre lo mismo -le dijo Campbell-, primero follábamos con las chicas, luego salíamos al patio y jugábamos al béisbol hasta el agotamiento y después, cuando empezaba a anochecer, nos emborrachábamos y cantábamos canciones de vaqueros en el porche del bar.
Por el contrario, cuando Fate estudiaba en la Universidad de Nueva York no solía emborracharse ni ir con putas (de hecho, nunca en su vida había estado con una mujer a la que tuviera que pagarle), sino que dedicaba los días libres a trabajar y a leer. Una vez a la semana, los sábados, iba a un taller de escritura creativa y durante un tiempo, poco, no más de unos meses, imaginó que tal vez podía dedicarse a escribir ficción, hasta que el escritor que dirigía el taller le dijo que mejor concentrara sus esfuerzos en el periodismo.