– Oscar -le dijo el jefe de sección-, estás allí para cubrir un jodido combate de box.
– Esto es superior -dijo Fate-, la pelea es una anécdota, lo que te estoy proponiendo es muchas cosas más.
– ¿Qué me estás proponiendo?
– Un retrato del mundo industrial en el Tercer Mundo -dijo Fate-, un aide-mémoire de la situación actual de México, una panorámica de la frontera, un relato policial de primera magnitud, joder.
– ¿Un aide-mémoire? -dijo el jefe de sección-. ¿Eso es francés, negro? ¿Desde cuándo sabes tú francés?
– No sé francés -dijo Fate-, pero sé lo que es un jodido aide-mémoire.
– Yo también sé lo que es un puto aide-mémoire -dijo el jefe de sección-, y también sé lo que significa merci y au-revoir y faire l’amour. Lo mismo que coucher avec moi, ¿recuerdas esa canción?, voulez-vous coucher avec moi, ce soir? Y creo que tú, negro, quieres coucher avec moi, pero sin decir antes voulezvous, que en este caso es primordial. ¿Lo has entendido? Tienes que decir voulez-vous y si no lo dices te jodes.
– Aquí hay materia para un gran reportaje -dijo Fate.
– ¿Cuántos putos hermanos están metidos en el asunto?
– dijo el jefe de sección.
– ¿De qué mierdas me hablas? -dijo Fate.
– ¿Cuántos jodidos negros están con la soga al cuello? -dijo el jefe de sección.
– Y yo qué sé, te estoy hablando de un gran reportaje -dijo Fate-, no de una revuelta en el gueto.
– O sea: no hay ningún puto hermano en esa historia -dijo el jefe de sección.
– No hay ningún hermano, pero hay más de doscientas mexicanas asesinadas, hijo de puta -dijo Fate.
– ¿Qué posibilidades tiene Count Pickett? -dijo el jefe de sección.
– Métete a Count Pickett en tu jodido culo negro -dijo Fate.
– ¿Has visto ya a su rival? -dijo el jefe de sección.
– Métete a Count Pickett en tu jodido ojete de maricón -dijo Fate-, y pídele que te lo vigile porque cuando vuelva a Nueva York te voy a reventar el culo a patadas.
– Tú cumple con tu deber y no hagas trampas con las dietas, negro -dijo el jefe de sección.
Fate colgó.
Junto a él, sonriéndole, había una mujer vestida con bluejeans y chaqueta de cuero crudo. Llevaba gafas negras y sobre el hombro le colgaba un bolso de buena calidad y una cámara de fotos. Parecía una turista.
– ¿Le interesan los asesinatos de Santa Teresa? -dijo.
Fate la miró y tardó en comprender que ella había escuchado su conversación telefónica.
– Me llamo Guadalupe Roncal -dijo la mujer tendiéndole la mano.
Se la estrechó. Era una mano delicada.
– Soy periodista -dijo Guadalupe Roncal cuando Fate le soltó la mano-. Pero no estoy aquí para cubrir la pelea. Ese tipo de peleas no me interesan, aunque sé que hay mujeres que encuentran muy sexy el boxeo. La verdad es que a mí me parece más bien algo vulgar y sin sentido. ¿No lo cree usted así? ¿O a usted sí le gusta ver cómo dos hombres se pegan?
Fate se encogió de hombros.
– ¿No me responde? Bien, no soy quién para juzgar sus aficiones deportivas. En realidad, a mí no me agrada ningún deporte.
Ni el boxeo, por las razones que le he dado, ni el fútbol, ni el básketbol, ni siquiera el atletismo. ¿Se preguntará usted qué hago entonces en un hotel lleno de periodistas deportivos y no en otro lugar más tranquilo, en donde no estaría escuchando cada vez que bajo al bar o al comedor estas tristes y patéticas historias de grandes peleas del pretérito pluscuamperfecto?
Se lo diré si me acompaña a mi mesa y se toma una copa conmigo.
Mientras la seguía se le pasó por la cabeza que estaba en compañía de una loca o tal vez de una buscona, pero Guadalupe Roncal no tenía pinta ni de loca ni de puta, aunque en realidad Fate ignoraba cómo eran las locas o las putas mexicanas.
Tampoco tenía pinta de periodista. Se sentaron en la terraza del hotel, desde donde se veía un edificio en construcción de más de diez pisos. Otro hotel, le informó la mujer con indiferencia.
Algunos obreros, apoyados en las vigas o sentados sobre apilamientos de ladrillos, también los miraban a ellos, o eso fue lo que pensó Fate aunque no había manera de comprobarlo, pues las figuras que se movían en el edificio a medio construir eran demasiado pequeñas.
– Soy, como ya le he dicho, periodista -dijo Guadalupe Roncal-. Trabajo en uno de los grandes periódicos del DF. Y me he alojado en este hotel por miedo.
– Miedo a qué -dijo Fate.
– Miedo a todo. Cuando se trabaja en algo relativo a los asesinatos de mujeres de Santa Teresa, una termina teniendo miedo a todo. Miedo a que te peguen. Miedo a un levantón.
Miedo a la tortura. Por supuesto, con la experiencia el miedo se atenúa. Pero yo no tengo experiencia. Carezco de experiencia.
Adolezco de falta de experiencia. Incluso, si existiera el término, se podría decir que estoy aquí como periodista secreta. Conozco todo lo relativo a los asesinatos. Pero en el fondo soy inexperta en el tema. Quiero decir que hasta hace una semana éste no era mi tema. No estaba al corriente, no había escrito nada al respecto y de repente, sin yo esperarlo ni pedirlo, pusieron sobre mi mesa el dossier de las muertas y me dieron el caso.
¿Quiere saber por qué?
Fate asintió con la cabeza.
– Porque soy mujer y las mujeres no podemos rechazar un encargo. Por supuesto, yo ya sabía cuál había sido el destino o el final de mi antecesor. Todos en el periódico lo sabíamos. El caso había sido muy sonado y tal vez usted lo conozca. -Fate negó con la cabeza-. Lo mataron, claro. Se metió demasiado en el asunto y lo mataron. No aquí, en Santa Teresa, sino en el DF. La policía dijo que se trataba de otro robo con desenlace fatal. ¿Quiere saber cómo fue? Se subió a un taxi. El taxi se puso en marcha. Al llegar a una esquina se detuvo y se subieron dos desconocidos. Durante un rato estuvieron dando vueltas por diferentes cajeros automáticos, vaciando la tarjeta de crédito de mi antecesor, luego se dirigieron a una zona del extrarradio y lo cosieron a cuchilladas. No es el primer periodista muerto por lo que escribe. Entre sus papeles encontré información sobre dos más. Una mujer, locutora de radio, que secuestraron en el DF y un chicano que trabajaba para un periódico de Arizona llamado La Raza, que desapareció. Los dos llevaban a cabo investigaciones sobre los asesinatos de mujeres de Santa Teresa. A la locutora de radio la conocí en la facultad de periodismo.
Nunca fuimos amigas. Puede que sólo cruzáramos dos palabras en toda la vida. Pero creo que la conocí. Antes de matarla la violaron y la torturaron.
– ¿Aquí, en Santa Teresa? -dijo Fate.
– No, hombre, en el DF. El brazo de los asesinos es largo, muy largo -dijo Guadalupe Roncal con voz soñadora-. Antes yo trabajaba en la sección de noticias locales. Casi nunca firmaba mis notas. Era una desconocida absoluta. Cuando murió mi antecesor vinieron a verme dos jefazos del periódico. Me invitaron a comer. Por supuesto, yo pensé que algo había hecho mal.
O bien que uno de los dos tenía intenciones de acostarse conmigo.
A ninguno lo conocía. Sabía quiénes eran, pero nunca antes había hablado con ellos. La comida fue muy agradable.
Muy correctos y educados ellos, muy inteligente y observadora yo. Más me hubiera valido causar una peor impresión. Después volvimos al periódico y me dijeron que los siguiera, que tenían que hablar de algo importante conmigo. Nos encerramos en la oficina de uno de ellos. Lo primero que hicieron fue preguntarme si me gustaría que me aumentaran el sueldo. Allí ya cavilé algo raro y estuve tentada de decir que no, pero dije sí, y entonces ellos sacaron un papel y dijeron una cifra, que se correspondía exactamente a mi sueldo como periodista local, y luego me miraron a los ojos y dijeron otra cifra, que era como si me ofrecieran un aumento del cuarenta por ciento. Casi pegué un salto de alegría. Luego me pasaron el dossier reunido por mi antecesor y me dijeron que a partir de ese momento trabajaría única y exclusivamente en el caso de las muertas de Santa Teresa.