Su existencia era vox populi.

– De modo que aparecer vestido de oficial del Ejército, en un cortejo de meretrices y de cafiches es un incidente sin importancia-se muestra teatral, comprensivo, benevolente, hasta risueño el general Scavino-. De modo que rendir honores a una mujerzuela, como si se tratara…

– De un soldado caído en acción-alza la voz, hace un ademán, da un paso adelante el capitán Pantoja-.

Lo siento, pero ese es ni más ni menos el caso de la-visitadora Olga Arellano Rosaura.

– ¡Cómo se atreve a gritarme!-ruge, enrojece, vibra en el asiento, desordena la mesa, se calma al instante el general Scavino-. Bájeme esa voz si no quiere que lo haga arrestar por insolente. Con quién carajo cree que esta hablando.

– Le ruego que me perdone-retrocede, se cuadra, hace sonar los tacos, baja los ojos, susurra el capitán Pantoja-. Lo siento mucho, mi general.

– La Comandancia quería tenerlo allá hasta recibir órdenes de Lima, pero si en Mazán la cosa se pone tan fea, sí, lo mejor será llevarlo a Iquitos-consulta con sus adjuntos, estudia el mapa, firma un vale para combustible aéreo el coronel Máximo Dávila-. De acuerdo, Santana, le mando un hidroavión para sacar de ahí al profeta. Mantenga la cabeza serena y procure que la sangre no llegue al río.

– De modo que las idioteces de su discurso, las piensa de veras-recobra la compostura, la sonrisa, la superioridad, silabea el general Scavino-. No, ya lo voy conociendo mejor. Es usted un gran cínico, Pantoja. ¿Acaso no sé que la ramera era su querida? Montó ese espectáculo en un momento de desesperación, de sentimentalismo, porque estaba encamotado de ella. Y ahora, que

tal concha, viene a hablarme de soldados caídos en acción.

– Le juro que mis sentimientos personales por esa visitadora no han influido lo más mínimo en este asunto -enrojece, siente brasas en las mejillas, tartamudea, se hunde las uñas en la palma de las manos el capitán Pantoja-. Si en vez de ella, la víctima hubiera sido otra, habría procedido igual. Era mi obligación.

– ¿Su obligación?-chilla con alegría, se levanta, pasea, se detiene ante la ventana, ve que llueve a cántaros, que la bruma oculta el río el general Scavino-. ¿Cubrir de ridículo al Ejército? ¿Hacer el papel de un fantoche?

¿Revelar que un oficial está actuando de alcahuete al por mayor? ¿Esa era su obligación, Pantoja? ¿Qué enemigo le paga? Porque eso es puro sabotaje, pura quintacolumna.

– ¿No ven? Qué les aposté, los hermanos lo salvaron-palmotea, clava una ranita en una cruz de cartón, se arrodilla, ríe Lalita-. Acabo de oírlo, el Sinchi lo contaba en la radio. Iban a meterlo a un avión para llevárselo a Lima, pero los hermanos se les echaron encima a los soldados, lo rescataron y huyeron a la selva.

Ah, qué felicidad, ¡Viva el Hermano Francisco!

– Hace apenas un par de meses d Ejército rindió honores al médico Pedro Andrade, que murió al ser arrojado de un caballo, mi general-recuerda, ve los cristales de la ventana acribillados de gotitas, oye roncar el trueno el capitán Pantoja-. Usted mismo leyó un elogio fúnebre magnífico en el cementerio.

– ¿Trata de insinuar que las putas del Servicio de Visitadoras están en la misma condición que los médicos asimilados al Ejército?-siente tocar la puerta, dice adelante, recibe un impreso que le alcanza un ordenanza, grita que no me interrumpan el general Scavino-. Pantoja, Pantoja, vuelva a la tierra.

– Las visitadoras prestan un servicio a las Fuerzas Armadas no menos importante que el de los médicos, los abogados o los sacerdotes asimilados-ve viborear al rayo entre nubes plomizas, espera y oye el estruendo del cielo el capitán Pantoja-. Con su perdón, mi general, pero es así y se lo puedo demostrar.

– Menos mal que el cura Beltrán no oye esto-se desmorona en un sofá, hojea el impreso, lo echa a la papelera, mira al capitán Pantoja entre consternado y temeroso el general Scavino-. Lo hubiera usted dejado tieso con lo que acaba de decir.

– Todos nuestros clases y soldados rinden más, son más eficientes y disciplinados y soportan mejor la vida de la selva desde que el Servicio de Visitadoras existe, mi general -piensa el lunes Gladycita cumplirá dos años, se emociona, se apena, suspira el capitán Pantoja-. Todos los estudios que hemos hecho lo prueban. Y a las mujeres que llevan a cabo esa tarea con verdadera abnegación, nunca se les ha reconocido lo que hacen.

– Entonces, esas siniestras patrañas se las cree de verdad-se pone súbitamente nervioso, camina de una a otra pared, habla solo haciendo muecas el general Scavino-. De verdad cree que el Ejército debe estar agradecido a las putas por dignarse cachar con los números.

– Lo creo con la mayor firmeza, mi general-ve las trombas de agua barriendo la calle desierta, lavando los techos, las ventanas y los muros, ve que aun los árboles más robustos se cimbran como papeles el capitán Pantoja-. Yo trabajo con ellas, soy testigo de lo que hacen.

Sigo paso a paso su labor difícil, esforzada, mal retribuida y, como se ha visto, llena de peligros. Después de lo de Nauta, el Ejército tenía el deber de rendirles un pequeño homenaje. Había que levantarles la moral de algún modo.

– No puedo calentarme de puro asombrado que estoy -se toca las orejas, la frente, la calva, menea la cabeza, encoge los hombros, pone cara de víctima d general Scavino-. No me da la cólera para tanto. Tengo la sensación de estar soñando, Pantoja. Me hace usted sentir que todo es irreal, una pesadilla, que me he vuelto idiota, que no entiendo nada de lo que pasa.

– ¿Han habido tiros, muertos?-se aterra, junta las manos, reza, congrega a las visitadoras, pide que la consuelen Pechuga-. Santa Ignacia, que no le haya pasado nada al Milcaras. Sí, está allá, se fue a Mazán como todo el mundo para ver al Hermano Francisco. No es que sea hermano, el fue por curioso.

– Supuse que esta iniciativa no tendría el visto bueno de la superioridad y por eso procedí sin consultar a la vía jerárquica-ve cesar la lluvia, despejarse el cielo, ponerse muy verdes los árboles, llenarse la calle de gente el capitán Pantoja-. Sé que merezco una sanción, por supuesto. Pero no lo hice pensando en mí, sino en el Ejército. Sobre todo, en el futuro del Servicio. Lo ocurrido podía provocar una desbandada de visitadoras. Había que templarles el ánimo, inyectarles un poco de energía.

– El futuro del Servicio-deletrea, se le acerca mucho, lo observa con conmiseración y gloria, habla casi besándole la cara el general Scavino-. De modo que usted cree que el Servicio de Visitadoras tiene todavía futuro. Ya no existe, Pantoja, el maldito murió. Kaputt, finish.

– ¿El Servicio de Visitadoras?-siente un ramalazo de frío, que el suelo se mueve, ve que ha brotado el arcoiris, tiene ganas de sentarse, de cerrar los ojos el capitán Pantoja-. ¿Ya murió?

– No sea ingenuo, hombre-sonríe, busca su mirada, habla con fruición el general Scavino-. ¿Creía que iba a sobrevivir a semejante escándalo? El mismo día de los sucesos de Nauta, la Naval nos retiró su barco, la FAP su avión, y Collazos y Victoria entendieron que había que acabar con ese absurdo.

– Ordené que dispararan pero no me obedecieron, mi coronel-pega dos tiros al aire, carajea a los soldados, ve desaparecer a los últimos hermanos, llama al radio operador el teniente Santana-. Había demasiados fanáticos, sobre todo fanáticas. Quizá fuera preferible, hubiera habido una masacre. No pueden andar lejos. Apenas lleguen los refuerzos, salgo tras ellos y les echo el guante, ya verá.

– Esa medida debe ser rectificada cuanto antes-balbucea sin convicción, siente un mareo, se apoya en el escritorio, ve que la gente saca a baldazos el agua de las casas el capitán Pantoja-. El Servicio de Visitadoras está en pleno auge, comienza a rendir frutos la labor de tres años, vamos a ampliarlo a suboficiales y oficiales.

– Muerto y enterrado para siempre, gracias a Dios -se pone de pie el general Scavino.