– Te he puesto ropa para tres días-asiente, sale, regresa arrastrando una maleta, muestra las prendas ordenadas la señora Leonor-. ¿Te bastará?

– De sobra, no tardaré más que dos-se pone una gorrita jockey, se mira en el espejo Panta-. Voy al Huallaga, donde Mendoza, un viejo condiscípulo. Hicimos juntos la Escuela de Chorrillos. Siglos que no lo veo.

– Bueno, hasta ahora no había querido darle importancia, porque parecía que no la tenía-lee telegramas, consulta a oficiales, estudia expedientes, asiste a reuniones, habla por radio el general Scavino-. La Guardia Civil nos pide ayuda hace meses, no se dan abasto para tanto fanático. Sí, claro, del Arca. ¿Recibiste los informes? La cosa se pone fea. Dos nuevos intentos de crucifixión esta semana. En Puerto América y en Dos de Mayo. No, Tigre, no los han pescado.

– Pero toma la leche, Pantita-llena la taza, echa azúcar, corre a la cocina, trae panes la señora Leonor-.

¿Y las tostaditas que te hice? Les pongo mantequilla y un poquito de mermelada. Come algo, hijito, te ruego.

– Un poco de café y nada más-permanece de pie, bebe un trago, mira su reloj, se impacienta Panta- -No tengo hambre, mamá.

– Te vas a enfermar-sonríe afligida, vuelve a la carga con dulzura, lo coge del brazo, lo obliga a sentarse la señora Leonor-. No pruebas bocado, estás puro hueso y pellejo. Me tienes con los nervios deshechos, Panta.

No comes, no duermes, trabajas todo el santo día. No puede ser, te vas a tocar del pulmón.

– Calla, mamá, no seas zonza-se resigna, bebe la taza de un trago, mueve la cabeza, come una tostada, se limpia la boca Panta-. Pasados los treinta, el secreto de la salud es ayunar. Estoy muy bien, no te preocupes.

Aquí te dejo un poco de plata, por si necesitas.

– Ya otra vez silbando " La Raspa "-se tapa los oídos la señora Leonor-. No sabes cómo he llegado a odiar esa bendita musiquita. También a Pocha la volvía loca. ¿No puedes silbar otra cosa?

– ¿Estaba silbando? Ni me di cuenta-enrojece, tose, va a su dormitorio, mira apenado una foto, alza la maleta, vuelve al comedor Panta-. A propósito de Pocha, si llegara carta de ella…

– No me gusta meter al Ejército en esta vaina-reflexiona, se preocupa, vacila, trata de cazar una mosca, fracasa el Tigre Collazos-. Combatir a brujos y fanáticos es trabajo de curas o, en todo caso, de policías. No de soldados. ¿Se ha puesto tan grave la cosa?

– Te la guardo con el mayor cuidado hasta tu regreso, claro que lo sé, no me hagas recomendaciones tontas-se enoja, se pone de rodillas, saca lustre a sus zapatos, le escobilla el pantalón, la camisa, le toca la cara la señora Leonor-. Ven que te dé la bendición. Anda con Dios, hijito, y procura, haz lo posible…

– Ya lo sé, ya lo sé, no las miraré, no les dirigiré la palabra-cierra los ojos, aprieta los puños, tuerce la cara Panta-. Les daré las órdenes por escrito y de espaldas.

Tú tampoco me hagas recomendaciones tontas, mamá.

– Qué le he hecho a Dios para que me mande este castigo-solloza, levanta las manos al techo, se exaspera, zapatea la señora Leonor-. Mi hijo entre perdidas las veinticuatro horas del día y por orden del Ejército.

Somos la comidilla de todo Iquitos, en las calles me señalan con el dedo.

– Calma, mamacita, no llores, te suplico, no tengo tiempo ahora-le pasa el brazo por los hombros, la acariña, la besa en la mejilla Panta-. Perdóname si te levanté la voz. Ando un poco nervioso, no me hagas caso.

– Si tu padre y tu abuelo estuvieran vivos, se morirían del espanto-se limpia los ojos con el ruedo de la falda, señala un retrato amarillento la señora Leonor-. Deben saltar en sus tumbas al ver lo que te han encargado.

En su época a los oficiales no los rebajaban a esas cosas.

– Hace ocho meses que me repites lo mismo cuatro veces al día-grita, se arrepiente, baja la voz, sonríe sin ganas, explica Panta-. Soy militar, tengo que cumplir las órdenes y, mientras no me den otro, mi obligación es hacer bien este trabajo. Ya te he dicho que, si prefieres, puedo mandarte a Lima, mamacita.

– Bastante sorprendente, sí, mi general-escarba en una bolsa, saca un puñado de cartones y fotos, hace un paquete, lo lacra, ordena despáchenme esto a Lima el coronel Peter Casahuanqui-. En la última revista de prendas descubrimos que la mitad de los soldados tenían oraciones del Hermano Francisco o estampitas del niño mártir. Ahí le mando unas muestras.

– No soy como ciertas personas que abandonan el hogar a la primera contrariedad, no me confundas-se endereza, agita el índice, adopta una postura beligerante la señora Leonor-. No soy de las que se mandan mudar de la noche a la mañana sin decir ni adiós, de las que le roban la hija a su padre.

– No comiences ahora con Pocha-avanza por el paudizo, tropieza con un macetero, maldice, se soba el tobillo Panta-. Se ha vuelto otro de tus temas, mamá.

– Si ella no se hubiera robado a Gladycita-tú no estarías así-abre la puerta de calle la señora Leonor-.

¿Acaso no veo cómo te consumes de pena por la chiquita, Panta? Anda, parte de una vez.

– No aguanto más, rápido, rápido-sube la escalerilla de Eva, baja al camarote, se tumba en la litera, susurra Pantita-. Donde me gusta, pues. En el pescuezo, en la orejita. No sólo pellizcos, también los mordisquitos despacitos. Anda, pues. -Yo encantada, Pantita -suspira, lo observa desganada, señala el embarcadero, corre la cortina del ojo de buey la Brasileña -. Pero al menos espera que parta Eva. El suboficial Rodríguez y los marineros están entrando y saliendo a cada rato. No es por mí sino por ti, rapaz.

– No espero ni un minuto-se arranca la camisa, se baja los pantalones, se quita los zapatos y las medias, se ahoga Pantaleón Pantoja-. Cierra el camarote, ven. Pellizquitos, mordisquitos.

– Ah, Jesús, eres incansable, Pantita-cierra el pestillo, se desnuda, trepa a la litera, se columpia la Brasileña -. Tú solo me das más trabajo que un regimiento. Qué chasco me llevé contigo. La primera vez que te vi pensé que no habías engañado nunca a tu mujer.

– Y era cierto, pero ahora cállate-jadea, se ladea, sube, baja, entra, sale, vuelve, se sofoca Pantita-. Te he dicho que me distraigo, caray. En la orejita, en la orejita.

– ¿Sabes que te puedes volver tuberculoso tanto jugar al bolero? -se ríe, se mueve, se aburre, se mira las uñas, se para, se agacha, se apura la Brasileña -. La verdad, últimamente estás más flaco que un bagre. Pero ni por ésas, cada vez más arrechito. Sí, ya sé, me callo, bueno, en la orejita.

– Pfuuu, por fin, pfuuu, qué rico-explosiona, palidece, respira, goza Pantita-. Se me sale el corazón y tengo vértigo.

– Con toda la razón del mundo, tigre, a mí tampoco me gusta mezclar a la tropa en operaciones policiales-toma aviones, remonta ríos en motoras, inspecciona pueblos y campamentos, exige detalles, envía mensajes el general Scavino-. Por eso he aguantado la cosa hasta ahora. Pero lo de Dos de Mayo es para inquietarse. ¿Leíste el parte del coronel Dávila?

– ¿Cuántas veces por semana, Pantita?-se incorpora, llena recipientes, se lava y enjuaga, se viste la Brasileña -. Más que una visitadora, seguro. Y cuando hay examen de candidatas, para de contar. Con la costumbre que has agarrado de la ¿cómo se llama? ¿revista profesional? Qué conchudo eres.

– Eso no es diversión ni trabajo-se despereza, se sienta en la litera, toma ánimos, arrastra los pies hacia el excusado, orina Panta-. No te rías, es la verdad. Además, tú eres la culpable, me diste la idea cuando te tomé examen de presencia. Antes no se me había ocurrido. ¿Crees que esa broma es fácil?

– Dependerá con quién-tira al suelo la sábana, escruta el colchón, lo frota con una esponja, lo sacude la Brasileña -. Con muchas ni se te parará el pajarito.