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Francisco Ayala

Los usurpadores

Prólogo

Redactado por un periodista y archivero a petición del autor, su amigo

No es ésta la primera vez que un escritor ya reputado encarga a otro, menos conocido que él, de presentar al público un libro nuevo. Que el autor del presente volumen, polígrafo cuya firma vienen repitiendo las prensas con frecuencia tal vez excesiva, haya recurrido a mí, oscuro periodista y archivero municipal de la ciudad de Coimbra, para que explique a sus lectores en un prólogo el significado de la obra de ficción que aquí les ofrece, es cosa desde luego que hace honor a nuestra vieja amistad; pero, al mismo tiempo que muestra su confianza para conmigo, revela cierta desconfianza hacia la perspicacia y, desde luego, la memoria de esos eventuales lectores, sin lo cual no me habría encomendado como principal misión la de recordarles que sus primeras publicaciones -las de Francisco Ayala, quiero decir; ahí, en España, pronto hará un cuarto de siglo- fueron como esta de ahora invenciones novelescas. No deja de ser cierto, sin embargo, que mi oficioso escrito resultaría innecesario, de haber observado él entre tanto, en su actuación de autor, el debido respeto para con el público. Un silencio, por dilatado que sea, en la producción de un escritor, es cosa apenas vituperable, muchas veces plausible y digna de gratitud; pero lo que Ayala ha hecho: interpolar en estos decenios ensayos muy abundantes de teoría política y hasta un voluminoso Tratado de Sociología , eso, por más que de vez en cuando templara tan áridas lucubraciones con trabajos de crítica literaria, no sé hasta qué punto pueda considerarse legítimo: perturba la imagen que el público tiene derecho a formarse -y más, hoy, en que prevalece el especialismo- de cualquiera que ante sí desenvuelva su labor; y resulta duro en demasía que quien ya parecía adecuada, definitiva y satisfactoriamente catalogado como sociólogo salga ahora rompiendo de buenas a primeras su decorosa figura profesoral, a la que pertenecen muy precisos deberes, para presentarse otra vez, al cabo de los años, libremente, como narrador de novelas.

Pero él lo hace, y mi función no es censurarlo, sino tratar de poner en claro sus motivos e intenciones. Tampoco, a decir verdad, esta nueva, o renovada, manifestación literaria irrumpe tan de improviso; alguna de las narraciones que integran el libro se adelantó, en efecto, a tantear la publicidad en Buenos Aires hace un par de años, y no sin éxito. Alcanzó laudatorias repercusiones; hasta una de las primeras autoridades en las letras argentinas, J. L. B. estimó entonces ser El Hechizado "uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas”, y dijo por qué. Quisiera yo, a mi vez, explicar los rasgos internos que acierto a descubrir en Los usurpadores, libro cuyas diferentes piezas componen, en suma, una sola obra de bien trabada unidad, como creo que a primera vista podrá advertirse.

Su tema central -común a todos los relatos- viene expresado ya en el título del volumen que los contiene, y pudiera formularse de esta manera: que el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación. Todos ellos giran, cada cual según su órbita, alrededor de ese hecho terrible y cotidiano: en San Juan de Dios el impulso para imponerse y dominar conduce, ciego, hacia la propia destrucción, lo mismo que en Los Impostores, aun cuando aquí el ansia no sea frustrada por obra de la propia violencia, sino por virtud de una justicia superior; y todavía en El Doliente esa frustración proviene de la fragilidad del apoyo que a los deseos imperativos del hombre presta su flaca naturaleza. Esos deseos se nos presentan con El abrazo en el barbotar de la sangre misma, calientes, sucios, nauseabundos. En La campana de Huesca la renuncia -inevitable por principio- al poder adquiere el carácter de un destino equívoco; y -cosa que también ahí apunta, aunque de distinta manera- en El Hechizado , ese poder que en otros lugares se sorprende brotando con la palpitación obscena del puro vivir, se nos muestra muerto, hueco, en el esqueleto de un viejo Estado burocrático.

Notoriamente, la estructura toda de esta narración (la examinaré en primer lugar, porque, conocida sin duda de ciertos lectores, ofrece un buen punto de referencia inicial), la estructura, digo, de El Hechizado está dispuesta para conducir por su laberinto hasta el vacío del poder. Representa al Estado, imponente y sin alma; en último término, expresa también el desesperado abandono del hombre, la vanidad de sus afanes terrenales. Sé que el autor vaciló, antes de escribirla, en la elección del sujeto histórico, y que se decidió a favor del rey idiota después de haber considerado el asunto bajo las formas de zar loco, de interregno, y de sede vacante. La elección de Carlos II, el postrer vástago degenerado de una dinastía poderosísima, se me antoja bastante afortunada. Desde la periferia, una vida ajena, ignorada, taciturna, la del protagonista, se empeña fatigosamente en penetrar hacia el centro hueco del gran Imperio. Su punto de partida es fresco y natural: cumbres andinas, la madre, una religiosidad simple; mas, conforme el viajero se acerca al núcleo del poder soberano, las instancias se van haciendo más y más formalistas, duras, impenetrables, y la humanidad más seca: el supuesto narrador es un erudito; el preceptor, un fraile latino; hay un changador negro, un mendigo inválido, un confesor alemán, conserjes, pajes, extranjeros, burócratas… Y, por fin -única mujer que hace acto de presencia en la narración-, una enana es quien le introduce, mediante soborno, al sagrado de la majestad, donde el monarca imbécil se encuentra rodeado de bestezuelas diabólicas… Curiosa es la ambigüedad que titila en el título del relato: "el Hechizado" es, sin duda, Carlos II de España; pero lo es, no menos, el indio González Lobo que se obstina en alcanzar su presencia; y lo son igualmente las multitudes a su alrededor. En puridad, hechizados están cuantos se afanan por el poder, y así podría decirse sin inconveniente de todos los demás personajes que pueblan este libro; el Pastelero de Madrigal queda hechizado -y no se olvide que su madre comparece como una bruja: es traída en volandas, arrebujada en su manto de viuda-, queda hechizado formalmente al recibir en el cuenco de sus manos el oro con los sellos reales; pero ¿no lo estaba a su vez el demoníaco rey don Sebastián, arrastrado a tan locas empresas? Y el Doliente en su cama, y los nobles al acecho; y los fratricidas hijos del rey Alfonso; y el irresoluto Ramiro; y los caballeros granadinos, enconados entre sí… Pero de análoga manera podría extenderse a todos ellos el título de impostores, pues también los legítimos dominadores usurpan su poder -non est potestas nisi a Deo - y deben cargar con él como con una abrumadora culpa. Y asimismo, ser tenidos todos ellos por dolientes, pues que todos adolecen de la debilidad común a la condición humana.

Así, las seis novelas, a las que tan honda unidad de sentido anima, se intercomunican de diversas maneras, enlazando y modulando sus temas respectivos, consienten ser barajadas, ordenadas y reagrupadas, como una mano de naipes, en conexiones vanas. Apuntada quedó la intuición capital de El Hechizado : el Estado, como estructura de un poder vacío. Esa intuición se encuentra también en La campana de Huesca , donde un testamento asombroso ha dejado el trono vacante en administración de las órdenes militares, y donde el cetro va a las manos de un príncipe que no lo apetece. Tampoco el Doliente es capaz de ejercer el poder real en Castilla. El reino de Portugal ha caído cautivo con la pérdida de don Sebastián. Y otro tanto ocurre con el reino moro de Granada, cuyas estirpes prolongan la discordia que lo ha hundido. En conjunto, aquella idea de la organización del poder, evacuado ya de la vida que lo erigiera, se opone en significativo contraste con la violencia elemental de El abrazo , donde se entreverán los sentimientos de toda una parentela movida por la ambición, los celos, el resentimiento, en fin, las pasiones más crudas. Esta historia de fratricidio intentó primero titularse Los hermanos y, según me consta, sin sombra de ironía: presentan las fuentes naturales de la discordia, tan mezclada al amor en la sangre, y de los impulsos dominadores, es decir, el polo opuesto al orden jurídico y burocrático del Estado. Pero su idea se encuentra también en las demás novelas. No sólo en San Juan de Dios -que, a su vez, hubiera podido llamarse también Los hermanos , y pienso que con mejor título, pues se trata ahí, al mismo tiempo, de hermanos en la sangre y hermanos del instituto de San Juan de Dios-; no sólo en El Doliente , cuya invalidez física envidia la fortaleza del hermano de leche, mentalmente inválido; sino en la propia Campana de Huesca , donde la primogenitura impávida de un infante ha descorazonado al otro, y quiere anularlo más allá de la muerte (él, transforma aquí el odio resentido en renunciación); y hasta en El Hechizado mismo, que hace moverse al postulante en viaje a la Corte, impulsado por la nostalgia de un padre poderoso y desconocido. Y conviene notar que a los seres humanos sometidos a la experiencia del poder no los encierra inexorablemente el autor entre los extremos de la organización fría y desalmada por un lado y, por el otro, los elementales movimientos del ánimo. Si la renuncia al mundo es en La campana de Huesca mera flojedad y piedad falsa, en San Juan de Dios es caridad ardiente. Con ello, las novelas, que han aspirado en conjunto a ofrecer ejemplaridad, entreabren un cauce piadoso a la naturaleza humana para salvarse de la desesperación.

Con todo, el emplazamiento de una acción en el tiempo histórico tiene sus exigencias, y una de ellas es la adecuación del lenguaje -con lo que se esboza el peligro para el autor de incurrir en pastiche, de realizar arqueología idiomática. El recurso a que algunos modernos acostumbran echar mano para eludirlo es imprimir al tratamiento de sus materiales -muchas veces, depurados con notable esfuerzo erudito- un sesgo de ironía, cuando no sazonarlos de humorísticos anacronismos. Guiño sutil o burlesco al lector, que no obedece tanto a una necesidad interna de la obra como a la experimentada por quien la estribe de salvaguardarse contra la sospecha de pedantería o de inocente romanticismo, y que si la liga con la actualidad es de modo artificioso y externo, aun cuando no por eso desprovisto de mérito. El autor de este libro ha desdeñado tan seguro recurso; prefirió, sin disfrazar su estilo espontáneo, darle a cada relato una moderada inflexión de época, que sugiera pero no imite; y, desde luego, se ha abstenido de introducir arcaísmos de diccionario. Así, por ejemplo, a la atmósfera agitada, patética, del San Juan de Dios corresponde cierto énfasis verbal, a cargo sobre todo de los discursos proferidos por uno y otro caballeros para trazar, directa, dramática, la historia de su rivalidad y de su apasionada lucha. Enfático es también el modo como se muestran en su curso las señales del destino -el castigo de las manos violentas, amputadas por el acero; el de las manos lúbricas, forzadas a palpar, muerta, la carne cuyo calor habían profanado-, entre tantos otros contrastes como la novela ofrece. Pero ese tono levantado destaca en ella sobre el doble marco de la simple, directa y a veces brutal naturalidad del muchacho, y la oscura efusión piadosa del santo, no libre de alguna malicia villana. Por otra parte, la presentación de toda la trama a partir de una vieja pintura aleja y encuadra la narración convenientemente. Y si de ahí pasamos a El Hechizado , hallaremos, en cambio, un lenguaje cuya sobriedad toca en pobreza: los sentimientos deben permanecer ocultos, omisos; se prohíbe todo esplendor verbal por el orden del que se despliega a ratos -ahí sí- en Los impostores , donde el lenguaje barroco recubre, dándole formas hechas, tanto a los impulsos de la desbocada ambición como a un tierno enamoro doncellil, obligado a manifestarse a través de las recargadas fórmulas impuestas por una alta cultura. ¿Qué más cabría decir? El lector reparará sin ajena ayuda en cómo los requerimientos internos de cada relato han determinado la técnica de su desarrollo literario: el vago aire de crónica en La campana de Huesca ; compostura erudita en El Hechizado ; un ritmo muy variado en Los impostores , desde la majestad hasta el ludibrio; los cambios de perspectiva en El Doliente , donde se pasa desde el monólogo del desvalido enfermo a las charlas de sus bajos servidores para volver al frustrado escarmiento dispuesto por el rey; comprobará que si la naturaleza minada de éste le impide imponerse, el mismo efecto producirá en el obispo su exuberante naturaleza; observará en El abrazo el juego bárbaro de pasiones viscerales a través del ojo astuto, clarividente, de un cortesano y partidario, incapaz, no obstante su habilidad y buen sentido, de encauzar los sucesores de modo razonable; y quizá cuando lo siente rememorar ciertas escenas muy íntimas del rey con su querida se pregunte cómo podría el viejo favorito conocerlas así tan al detalle…